Hace ya bastantes años, en una pequeña ciudad holandesa donde me encontraba
por cuestiones de trabajo, un centro de derechos humanos organizó un ciclo de
conferencias sobre la tortura. Y una de ellas la impartía un antiguo torturador
que había ejercido bajo la dictadura militar turca. No recuerdo ahora todo el
contenido de aquella conferencia, pero sí me ha quedado muy presente el objetivo
que dijo tener el conferenciante. "Yo fui torturador", decía, "y lo fui durante
muchos años, sin que ni una sola vez pensara que lo que estaba haciendo fuera un
delito". "Estás trabajando por el bien de la patria, estás obedeciendo a tus
superiores, haz lo que se te dice y cumple con tu deber". Y así lo hice". Y
añadía: "Mi labor, ahora que he descubierto la ignominia a la que
voluntariamente me sometí, es ir por el mundo y explicar a quien quiera oírme
que una de las formas de acabar con la tortura y con los torturadores es acabar
tambiencon ese concepto de patria que exige obediencia ciega y en cuyo nombre se
masacra al oponente, sea con guerras, siempre despiadadas, sea con la tortura,
la persecución, el asesinato. Sólo un régimen político que institucionalice el
control y la oposición puede paliar en parte tales crímenes cometidos en nombre
de Dios, la patria o la moral del gobernante. Y aún no siempre, como estamos
viendo a todas horas". Los que pertenecemos al mundo más rico y que alardeamos
de tener regímenes democráticos, estamos seguros de que nosotros, tal como somos
y tal como nos creemos, jamás seríamos torturadores. Y, de vernos obligados a
serlo, nos vencerían irremisiblemente los remordimientos, la mala conciencia, el
asco, la compasión, el temblor. Sin embargo, no parece que sea así. En 1985 cayó
en mis manos la traducción francesa de
Obedience to authority, de
Stanley
Milgran, publicada en Francia por Kalmann Lévy en 1974, en la que, además de un
estudio sobre el comportamiento del hombre en presencia de la autoridad y sobre
las vilezas que es capaz de cometer escudándose en la obediencia a una ley, a
una orden o a un credo, se recogen una serie de experimentos llevados a cabo con
personas de distintas procedencias y clases sociales que arrojaron unos
resultados sorprendentes y desalentadores. Uno de ellos consistía en reunir en
un teatro a profesores, alumnos, empresarios, amas de casa, secretarios,
abuelitas, mineros y otros colectivos. Cada persona disponía de un mando para
controlar la intensidad de la descarga eléctrica que había que infligir a un
supuesto reo que, atado a una silla eléctrica, se encontraba en el escenario. Se
les dijo que se trataba de un experimento, que debían obedecer las órdenes que
la daba una voz, y que las descargas no suponían peligro alguno para el
individuo. A la primera orden, el cuerpo del hombre dio un vuelco, y más
ostentoso fue en la segunda y en la tercera. Poco a poco la voz conminaba a los
presentes a apretar más y más la palanca, e insistía en que no se dejaran vencer
por los estremecimientos del hombre, ya que eran efectos superficiales
necesarios al experimento. Cuanto más pedía la voz que apretaran, más pulsaban
la palanca y más se convulsionaba el individuo. Pero, a pesar de ser testigos de
las contorsiones y de las brutales sacudidas a que ellos mismos sometían al
hombre que supuestamente se retorcía de dolor, sólo el 3% de las personas
abandonaron el experimento. Esto no quiere decir sólo que tal vez existe un
germen de sadismo en la naturaleza humana, sino cuán vulnerable es nuestra
conciencia moral e incluso nuestra sensibilidad, y, sobre todo,con cuánta
facilidad traspasamos la responsabilidad a las instancias sagradas a las que
obedecemos. Los torturadores y asesinos de la era Pinochet, Videla y demás
dictaduras americanas obedecían a los que les decían que aquellos hombres y
mujeres eran bestias y no personas, pero lo mismo debieron de pensar los
secuaces de Franco, Stalin, Hitler, Milosevic y tantísimos otros. Todos actuaron
en obediencia a sus líderes para defender unas pretendidas patria, religión,
civilización o raza a las que les dijeron pertenecer. Creencias todas ellas
antepuestas a las ideas y al criterio que, de haber tenido los ciudadanos, tal
vez no se habrían prestado, ni nos prestaríamos hoy, con tanta facilidad a
obedecer a esos hombres y mujeres que se apropian y reconvierten en su propio
beneficio iglesias, sectas, partidos políticos únicos, racismo, incluso, como
estamos viendo, teorías económicas con rango de religión y de patria. Hombres y
mujeres fáciles de reconocer porque todos dicen estar en posesión de la verdad,
todos someten y exigen fe ciega a sus súbdito o a sus fieles, todos convierten a
sus oponentes en enemigos contra natura. Y mediante inquisiciones, torturas,
ajusticiamientos y juicios sumarísimos, autos de fe, gulags, desapariciones o
bombardeos excluyen y condenan a sus enemigos, se deshacen de ellos, se apropian
de sus tierras y de sus bienes, o los inmovilizan con embargos en el hambre y la
miseria. En los milenios de su historia, la humanidad ha dado pasos de gigante,
pero moralmente se encuentra aún en la época de las cavernas. Y, ¿cómo no habría
de ser así? Si nos han enseñado y hemos creído que matar por la patria de los
jefes es el mayor de los honores, ¿por qué no torturar y perseguir al enemigo
hasta la muerte en nombre de esa misma patria? Si creemos fielmente que somos
los amos del mundo, los defensores de la civilización, del orden y de la moral,
como se nos dice a todas horas, ¿cómo no apoyar a los centenares de misiles que
se lanzan contra una población civil ya exhausta con el pretexto de destruir las
armas químicas que podrían no ser utilizadas según nuestro criterio, las mismas
armas químicas que nosotros les hemos proporcionado y vendido? Si en defensa de
la economía de la patria, de la región en la que vivimos o de la civilización a
la que pertenecemos, dominamos los precios de los productos básicos,
intervenimos y controlamos el mercado internacional y clonamos en laboratorios
los productos autóctonos, excluyendo a los países pobres del progreso económico;
si en nombre de esta economía fabricamos y vendemos minas antipersonas y armas
químicas de destrucción masiva y hasta instigamos y azuzamos, cuando no
inventamos y patrocinamos hostilidades y conflictos donde poder venderlas, ¿cómo
no entender y aceptar que dejemos morir de hambre a los cientos de millones de
individuos de la tierra que no pertenecen a esa patria o a esa civilización y
que viven fuera de nuestra región, precisamente en nombre de nuestra economía y
para mayor gloria de su crecimiento? Así somos los humanos. Obedientes y sumisos
a la autoridad, al líder de turno, a sus intereses y a su verdad.
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