Porcofília i porcofòbia (2).
...y prodújose una erupción que originaba pústulas en personas y animales. Los adivinos no pudieron mantenerse frente a Moisés a causa de las úlceras, pues el tumor atacó a los adivinos como a todos los egipcios.
Al tener que afrontar estas contradicciones, la mayor parte de los
teólogos judíos y musulmanes han abandonado la búsqueda de una base
naturalista del aborrecimiento del cerdo. Recientemente ha ganado fuerza
una posición claramente mística que sostiene que la gracia alcanzada al
acatar los tabúes dietéticos depende de no saber exactamente lo que
Yahvé tenía en mente y de no intentar descubrirlo.
La antropología moderna ha entrado en un callejón sin salida similar.
Por ejemplo, pese a todos sus fallos, Moisés Maimónides estuvo más
cercano a una explicación que Sir James Frazer, autor famoso de The Golden Bough (La Rama Dorada).
Frazer declaró que los cerdos, al igual que "todos los animales
llamados impuros, fueron sagrados en su origen; la razón para no
comerlos consistía en que muchos eran originariamente divinos". Esto no
nos sirve de nada, puesto que también se adoró en la antigüedad en el
Oriente Medio a ovejas, cabras y vacas, y, sin embargo, todos los grupos
étnicos y religiosos de esta región se deleitan mucho con su carne. En
concreto, la vaca, cuyo becerro de oro fue adorado en las faldas del
Monte Sinaí, constituiría según la lógica de Frazer un animal más impuro
para los hebreos que el cerdo.
Otros estudiosos han sugerido que los cerdos, junto con el resto de los
animales sujetos a tabúes en la Biblia y en el Coran, fueron en la
antigüedad los símbolos totémicos de diferentes clanes tribales. Esto
pudo haber acaecido perfectamente en algún momento remoto de la
historia, pero si admitimos esta posibilidad, debemos admitir también
que animales "puros" tales como el ganado vacuno, ovejas y cabras
podrían haber servido como tótems. En contra de gran parte de lo que se
ha escrito sobre el tema del totemismo, los tótems no son habitualmente
animales estimados como alimento. Los tótems más populares entre los
clanes primitivos de Australia y África son aves relativamente inútiles
como los cuervos y los tejedores, o insectos como jejenes, hormigas y
mosquitos, o incluso objetos inanimados como nubes y cantos rodados.
Además, aun cuando el tótem sea un animal estimado, no hay ninguna regla
invariable que exija a los humanos abstenerse de comerlo. Con tantas
opciones disponibles, decir que el cerdo era un tótem no explica nada.
También podríamos declarar: "el cerdo fue convertido en tabú porque fue
convertido en tabú".
Prefiero el enfoque de Maimónides. Al menos el rabino intentó comprender
el tabú, situándolo en un contexto natural de salud y enfermedad en el
que intervenían fuerzas mundanas y prácticas definidas. La única
dificultad consistía en que su concepción de las circunstancias
pertinentes para el aborrecimiento del cerdo estaba constreñida por un
interés restringido en la patología corporal, característico de un
médico.
La solución del enigma del cerdo nos obliga a adoptar una definición
mucho más amplia de la salud pública, que comprenda los procesos
esenciales mediante los cuales animales, plantas y gentes logran
coexistir en comunidades naturales y culturales viables. Creo que la
Biblia y el Corán condenaron al cerdo porque la cría de cerdos
constituía una amenaza a la integridad de los ecosistemas naturales y
culturales del Oriente Medio.
Para empezar, debemos tener presente el hecho de que los hebreos
protohistóricos los hijos de Abraham a finales del segundo milenio a.C.
estaban adaptados culturalmente a la vida en las regiones áridas,
accidentadas y poco pobladas, que se extienden entre los valles
fluviales de Mesopotámica y Egipto. Los hebreos eran pastores nómadas,
que vivían casi exclusivamente de rebaños de ovejas, cabras y ganado
vacuno, hasta su conquista del Valle del Jordán en Palestina, a
principios del siglo XIII a.C. Como todos los pueblos pastores,
mantenían estrechas relaciones con los agricultores sedentarios que
ocupaban los oasis y las orillas de los grandes ríos. De vez en cuando,
estas relaciones maduraban transformándose en un estilo de vida más
sedentario, orientado hacia la agricultura. Esto es lo que parece haber
ocurrido entre los descendientes de Abraham en Mesopotámica, los
seguidores de José en Egipto y los seguidores de Isaac en el Néguer
occidental. Pero incluso durante el clímax de la vida urbana y aldeana
bajo los reyes David y Salomón, el pastoreo de ovejas, cabras y ganado
vacuno continuó siendo una actividad económica muy importante.
Dentro de la pauta global de este complejo mixto de agricultura y
pastoreo, la prohibición divina de la carne de cerdo constituyó una
estrategia ecológica acertada. Los israelitas nómadas no podían criar
cerdos en sus hábitats áridos, mientras que los cerdos constituían más
una amenaza que una ventaja para las poblaciones agrícolas aldeanas y
semisedentarias.
La razón básica de esto estriba en que las zonas mundiales de nomadismo
pastoral corresponden a llanuras y colinas deforestadas, que son
demasiado áridas para permitir una agricultura dependiente de las
lluvias y que no son fáciles de regar. Los animales domésticos mejor
adaptados a estas zonas son los rumiantes: ganado vacuno, ovejas y
cabras. Los rumiantes tienen bolsas antes del estómago que les permiten
digerir hierbas, hojas y otros alimentos compuestos principalmente de
celulosa con más eficiencia que otros mamíferos.
Sin embargo, el cerdo es ante todo una criatura de los bosques y de las
riberas umbrosas de los ríos. Aunque es omnívoro, se nutre perfectamente
de alimentos pobres en celulosa, como nueces, frutas, tubérculos y
sobre todo granos, lo que le convierte en un competidor directo del
hombre. No puede subsistir sólo a base de hierba, y en ningún lugar del
mundo los pastores totalmente nómadas crían cerdos en cantidades
importantes. Además, el cerdo tiene el inconveniente de no ser una
fuente práctica de leche y es muy difícil conducirle a largas
distancias.
Sobre todo, el cerdo está mal adaptado desde el punto de vista
termodinámico al clima caluroso y seco del Néguer, el Valle del Jordán y
las otras tierras de la Biblia y el Corán. En contraste con el ganado
vacuno, las cabras y las ovejas, el cerdo tiene un sistema ineficaz para
regular su temperatura corporal. Pese a la expresión "sudar como un
cerdo", se ha demostrado recientemente que los cerdos no sudan. El ser
humano, que es el mamífero que más suda, se refrigera a sí mismo
evaporando 1.000 gramos de líquido corporal por hora y metro cuadrado de
superficie corporal. En el mejor de los casos, la cantidad que el cerdo
puede liberar es 30 gramos por metro cuadrado. Incluso las ovejas
evaporan a través de su piel el doble de líquido corporal que el cerdo.
Así mismo, las ovejas disponen de una lana blanca y tupida que refleja
los rayos solares y proporciona aislamiento cuando la temperatura del
aire sobrepasa a la del cuerpo. Según L. E. Mount, miembro del Instituto
del Consejo de Investigación Agrícola de Fisiología Animal de
Cambridge, Inglaterra, los cerdos adultos perecerían si se expusieran a
la luz directa del sol y a temperaturas del aire superiores a 98º F. En
el Valle del Jordán, el aire alcanza casi todos los veranos temperaturas
de 110º F, y la luz solar es intensa durante todo el año.
El cerdo debe humedecer su piel en el exterior para compensar la falta
de pelo protector y su incapacidad para sudar. Prefiere revolcarse en
lodo limpio y fresco, pero cubrirá su piel con su propia orina y heces
si no dispone de otro medio. Por debajo de los 84º F, los cerdos que
permanecen en pocilgas depositan sus excrementos lejos de sus zonas de
dormir y comer, mientras que por encima de los 84º F comienzan a
excretar indiscriminadamente en toda la pocilga. Cuanto más elevada es
la temperatura, más "sucio" se vuelve el cerdo. Así, hay cierta verdad
en la teoría que sostiene que la impureza religiosa del cerdo se funda
en la suciedad física real. Sólo que el cerdo no es sucio por naturaleza
en todas partes; más bien, el hábitat caluroso y árido del Oriente
Medio obliga al cerdo a depender al máximo del efecto refrescante de sus
propios excrementos.
Las ovejas y cabras fueron los primeros animales en ser domesticados en
Oriente Medio, posiblemente hacia el año 9.000 a.C. Los cerdos fueron
domesticados en la misma región general unos 2.000 años más tarde. Los
cómputos de huesos realizados por los arqueólogos en los primeros
enclaves prehistóricos de aldeas que practicaban la agricultura,
muestran que el cerdo domesticado era casi siempre una parte
relativamente insignificante de la fauna de la aldea, constituyendo sólo
cerca del 5 por cien de los restos de animales comestibles. Esto es lo
que podíamos esperar de un a criatura que necesitaba sombra y lodo, no
producía leche y comía el mismo alimento que el hombre.
Como ya he indicado en el caso de la prohibición hindú de la carne de
vaca, en condiciones preindustriales, todo animal que se cría
principalmente por su carne es un artículo de lujo. Esta generalización
vale también para los pastores preindustriales, que rara vez explotan
sus rebaños para obtener principalmente carne.
Las antiguas comunidades del Oriente Medio, que combinaban la
agricultura con el pastoreo, apreciaban a los animales domésticos
principalmente como fuente de leche, queso, pieles, boñiga, fibras y
tracción para arar. Las cabras, ovejas y ganado vacuno proporcionaban
grandes cantidades de estos productos más un suplemento ocasional de
carne magra. Por lo tanto, desde el principio, la carne de cerdo ha
debido constituir un artículo de lujo, estimado por sus cualidades de
suculencia, ternura y grasa.
Entre los años 7.000 y 2.000 a.C., la carne de cerdo se convirtió aún
más en un artículo de lujo. Durante este período, la población humana de
Oriente Medio se multiplicó por sesenta. Al crecimiento de la población
acompañó una extensa deforestación, como consecuencia, sobre todo, del
daño permanente causado por los grandes rebaño de ovejas y cabras. La
sombra y el agua, las condiciones naturales adecuadas para la cría de
cerdos, escasearon cada vez más; la carne de cerdo se convirtió aún más
en un lujo ecológico y económico.
Como sucede con el tabú que prohíbe comer carne de vaca, cuanto mayor es
la tentación, mayor es la necesidad de una prohibición divina.
Generalmente se acepta esta relación como adecuada para explicar por qué
los dioses están siempre tan interesados en combatir tentaciones
sexuales tales como el incesto y el adulterio. Aquí lo aplico
simplemente a un artículo alimenticio tentador. El oriente Medio es un
lugar inadecuado para criar cerdos, pero su carne constituye un placer
suculento. La gente siempre encuentra difícil resistir por sí sola a
estas tentaciones. Por eso se oyó decir a Yahvé que tanto comer el cerdo
como tocarlo era fuente de impureza. Se oyó repetir a Alá el mismo
mensaje y por la misma razón: tratar de criar cerdos en cantidades
importantes era una mala adaptación ecológica. Una producción a escala
pequeña sólo aumentaría la tentación. Por consiguiente, era mejor
prohibir totalmente el consumo de carne de cerdo, y centrarse en la cría
de cabras, ovejas y ganado vacuno. Los cerdos eran sabrosos, pero
resultaba demasiado costoso alimentarlos y refrigerarlos.
Todavía persisten muchos interrogantes, en especial por qué cada una de
las otras criaturas prohibidas por la Biblia -buitres, halcones,
serpientes, caracoles, mariscos, peces sin escamas, etc.- fueron objeto
del mismo tabú divino. Y por qué los judíos y musulmanes que ya no viven
en Oriente Medio continúan observando, aun que con grados diferentes de
exactitud y celo, las antiguas leyes dietéticas. En general parece que
la mayor parte de las aves y animales prohibidos encajan perfectamente
en dos posibles categorías. Algunos, como las águilas, culebras, los
buitres y los halcones, ni siquiera son fuentes potencialmente
significativas de alimentos. Otros como el marisco, no son evidentemente
accesibles a poblaciones que combinan el pastoreo con la agricultura.
Ninguna de estas categorías de criaturas tabúes plantea la cuestión que
he tratado de responder: a saber, cómo explicar un tabú aparentemente
extraño e inútil. Evidentemente no es nada irracional que la gente no
gaste su tiempo cazando buitres para comer, o que no ande 50 millas por
el desierto en busca de un plato de almejas.
Ahora es el momento adecuado para rechazar la afirmación que sostiene
que todas las prácticas alimenticias sancionadas por la religión tienen
explicaciones ecológicas. Los tabúes cumplen también funciones sociales,
como ayudar a la gente a considerarse una comunidad distintiva. La
actual observancia de reglas dietéticas entre los musulmanes y judíos
que viven fuera de sus tierras de origen del Oriente Medio cumple
perfectamente esta función. La cuestión que plantea esta práctica es si
disminuye de algún modo significativo el bienestar práctico y mundano de
judíos y musulmanes al privarles de factores nutritivos para los que no
se dispone fácilmente de sustitutos. A mi entender, la respuesta es
casi con seguridad negativa. Pero permitidme resistir a otra tentación:
la tentación de explicarlo todo. Pienso que conoceremos mejor a los
porcofóbos si volvemos a la otra mitad del enigma, es decir, a los
amantes de los cerdos.
El amor a los cerdos es lo opuesto al oprobio divino con que cubren al
cerdo musulmanes y judíos. Esta condición no se alcanza simplemente
mediante un entusiasmo gustativo por la cocina de la carne de cerdo.
Muchas tradiciones culinarias, incluidas la euro-americana y china,
estiman la carne y manteca de los cerdos. El amor a los cerdos es otra
cosa. Es un estado de comunidad total entre el hombre y el cerdo.
Mientras la presencia del cerdo amenaza el status humano de los
musulmanes y los judíos, en el ambiente en que reina el amor a los
cerdos, la gente sólo puede ser realmente humana en compañía de ellos.
El amor a los cerdos incluye criar cerdos como miembros de la familia,
dormir junto a ellos, hablarles, acariciarles y mimarles, llamarles por
su nombre, conducirles con una correa a los campos, llorar por ellos
cuando están enfermos o heridos, y alimentarles con bocados selectos de
la mesa familiar. Pero a diferencia del amor a las vacas entre los
hindúes, el amor a los cerdos incluye también el sacrificio obligatorio
de cerdos y su consumo en acontecimientos especiales. A causa del
sacrificio ritual y el festín sagrado, el amor a los cerdos proporciona
una perspectiva más amplia de la comunión entre hombre y bestia que la
existente entre el agricultor hindú y su vaca. El clímax del amor a los
cerdos es la incorporación de la carne de cerdo a la carne del anfitrión
humano y del espíritu del cerdo al espíritu de los antepasados.
El amor a los cerdos significa honrar al padre fallecido matando a palos
la cerda predilecta ante su tumba y asándola en un horno de tierra
cavado en el lugar. El amor a los cerdos significa llenar la boca del
cuñado con puñados de manteca de la panza salada y fría para hacerle
leal y feliz. Sobre todo, el amor a los cerdos es el gran festín de
cerdos, que se celebra una o dos veces en cada generación, en el que se
extermina y se devora con glotonería la mayor parte de los cerdos
adultos para satisfacer el ansia de carne de cerdo de los antepasados,
asegurar la salud de la comunidad y la victoria en las futuras guerras.
Roy Rappaport, profesor de la Universidad de Michigan, ha realizado un
estudio detallado de la relación entre los cerdos y los maring, un
remoto grupo tribal, amante de los cerdos, que habita en la Cordillera
Bismarck de Nueva Guinea. Rappaport describe en su libro Pigs for the ancestor: Ritual in the Ecology or a New Guinea People,
cómo el amor a los cerdos contribuye a la solución de problemas humanos
básico. Dadas las circunstancias de la vida de los maring, hay escasas
alternativas viables.
Cada subgrupo o clan local de los maring celebra un festival de cerdos
por término medio aproximadamente una vez cada doce años. El festival
entero, que incluye diversos preparativos, sacrificios en pequeña escala
y el sacrificio masivo final dura alrededor de un año y se conoce en el
lenguaje de los maring como un kaiko. En los primeros dos o tres meses
que siguen inmediatamente a la terminación del kaiko, el clan entabla un
combate armado con los clanes enemigos, lo que produce muchas bajas y
la pérdida o la conquista eventuales de territorio.
El resto de los cerdos se sacrifica durante el combate; vencedores y
vencidos pronto se encuentran totalmente privados de cerdos adultos con
los que ganarse el favor de sus respectivos antepasados. El combate cesa
bruscamente, y los beligerantes acuden a los lugares sagrados para
plantar árboles pequeños llamados rumbim. Cada varón adulto del clan
participa en este ritual poniendo las manos sobre el árbol joven rumbim
cuando se planta en el suelo.
El mago de la guerra se dirige a los antepasados, explicando que se han
quedado sin cerdos y que les agradecen estar vivos. Asegura a los
antepasados que el combate ya ha finalizado y que no se reanudarán las
hostilidades mientras el rumbim permanezca plantado. De ahora en
adelante, los pensamientos y esfuerzos de los vivos se orientarán a la
cría de cerdos; sólo cuando se ha formado una nueva piara de cerdos lo
suficientemente grande para celebrar un gran kaiko y dar así las debidas
gracias a los antepasados, los guerreros pensarán en arrancar el rumbim
y retornar al campo de batalla.
Rappaport ha podido mostrar en su estudio detallado de un clan llamado
los tsembaga que el ciclo entero -que consiste en el kaiko seguido de
guerra, plantación del rumbim, tregua, cría de una nueva piara de cerdos
arrancamiento del rumbim y nuevo kaiko- no es un simple psicodrama de
los criadores de cerdos que se han vuelto locos. Cada parte de este
ciclo se integra en un ecosistema complejo autorregulado, que ajusta con
eficacia el tamaño y distribución de la población animal y humana de
los tsembaga según los recursos disponibles y las oportunidades de
producción.
La cuestión central para poder comprender el amor a los cerdos entre los
maring es la siguiente: ¿Cómo decide la gente el momento en que hay
cerdos suficientes para dar gracias a los antepasados como es debido?
Los mismos maring no supieron enunciar cuántos años deben transcurrir o
cuántos cerdos se necesitan para celebrar un kaiko adecuado. Descartamos
prácticamente la posibilidad de acuerdo sobre la base de un número fijo
de animales o años, ya que los maring carecen de calendario y su
lenguaje no dispone de palabras para números superiores a tres.
El kaiko de 1963 que observó Rappaport se inició cuando había 169 cerdos
y unos 200 miembros en el clan de los tsembaga. El significado de estas
cifras en términos de las rutinas cotidianas de trabajo y pautas de
asentamiento proporciona la clave para la duración del ciclo.
La tarea de criar cerdos así como la de cultivar ñame, taro y batatas
depende principalmente del trabajo de las mujeres maring. Estas
transportan las crías de los cerdos junto con las criaturas humanas a
los huertos. Después del destete, sus dueñas les adiestran a correr
detrás de ellas como perros. A la edad de cuatro o cinco meses, los
cerdos vagan sueltos por el bosque hasta que sus dueñas los conducen al
anochecer para proporcionarles una ración diaria de batatas y ñames
sobrantes o de calidad inferior. A medida que crecen los cerdos y
aumenta su número, la mujer debe trabajar mucho más para proporcionarles
su cena.
Mientras el rumbim permanecía plantado Rappaport descubrió que las
mujeres tsembaga estaban sometidas a una presión considerable para
aumentar la dimensión de sus huertos, plantar más batatas y ñames, y
criar más cerdos con tanta rapidez como fuera posible para tener
"suficientes" cerdos y poder celebrar el siguiente kaiko antes que el
enemigo. El peso de los cerdos adultos, que oscila alrededor de las 135
libras, sobrepasa el de la media de los maring adultos, y a pesar de
hozar durante el día a cada mujer le cuesta tanto esfuerzo alimentarles
como un hombre adulto. Cuando se arrancó el rumbim en 1963, las mujeres
tsembaga más ambiciosas atendían el equivalente de 6 cerdos de 135
libras cada uno, además de trabajar en el huerto para ellas y sus
familias, cocinar, amamantar, transportar las criaturas de un lado para
otro y manufacturar artículos domésticos como bolsas de red, delantales
de cuerda y taparrabos. Rappaport calcula que sólo el cuidado de los 6
cerdos consumía más del 50 por 100 del total de energía diaria gastada
por una mujer maring sana y bien alimentada.
Normalmente al aumento en la población porcina acompaña también un
incremento en la población humana, en especial entre grupos que han sido
los vencedores en la guerra anterior. Los cerdos y la gente han de
nutrirse de los huertos instalados en zonas taladas y quemadas del
bosque tropical que cubre las faldas de la Cordillera Bismarck. Como
sucede con otros sistemas de horticultura similares en otras regiones
tropicales, la fertilidad de los huertos maring depende del nitrógeno
depositado en el suelo por las cenizas provenientes de la quema de
árboles. No se pueden plantar los huertos durante más de dos o tres años
consecutivos, puesto que una vez que han desaparecido los árboles, las
fuertes lluvias se llevan rápidamente el nitrógeno y otros elementos
nutritivos del suelo. La única solución consiste en elegir otro lugar y
quemar otro segmento del bosque. Después de una década aproximadamente,
los antiguos huertos se cubren de abundante vegetación secundaria de
modo que se pueden volver a quemar y plantar. Son preferidos estos
emplazamientos de huertos antiguos puesto que son más fáciles de
desbrozar que el bosque virgen. Pero cuando aumenta la población de
cerdos y hombres durante la tregua del rumbim, la maduración de los
emplazamientos de los antiguos huertos se retrasa y se deben establecer
nuevos huertos en las zonas vírgenes. Aunque se dispone de bosque virgen
en abundancia, los nuevos emplazamientos de huertos exigen un esfuerzo
extra a cada uno y reducen la tasa típica de rendimiento por cada unidad
de trabajo invertida por los maring en alimentarse a si mismos y a sus
cerdos.
Los hombres que se encargan de desbrozar y quemar la selva para los
nuevos huertos deben trabajar mucho más a causa de la mayor espesura y
altura de los árboles vírgenes. Pero son las mujeres son las que más
sufren, puesto que los nuevos huertos se ubican necesariamente a una
mayor distancia del centro de la aldea. No sólo tienen que plantar
huertos más extensos para alimentar a sus familias y cerdos, sino que
también han de emplear cada vez más tiempo caminando para ir a trabajar y
consumir más energía llevando los cochinillos y bebés a los huertos y
desde éstos a casa y transportando a sus hogares cargas pesadas de ñames
y batatas.
Otra fuente de tensión surge del esfuerzo creciente que requiere la
protección de los huertos para que no sean devorados por los cerdos
adultos que andan sueltos hozando. Cada huerto debe rodearse con una
fuerte empalizada que impida la entrada de los cerdos. Sin embargo, una
cerda hambrienta de 150 libras es un adversario terrible. Cuando crece
la piara de cerdos, éstos abren brechas en las empalizadas e invaden más
a menudo los huertos. Un horticultor airado que sorprenda al cerdo
infractor puede llegar a matarlo. Estos incidentes desagradables
producen enfrentamientos entre los vecinos y aumentan la sensación
general de insatisfacción. Como señala Rappaport, los incidentes en los
que están implicados los cerdos aumentan necesariamente con más rapidez
que la misma piara.
Para evitar estos incidentes y estar más cerca de sus huertos, los
maring comienzan a dispersar sus casas en un área más extensa. Esta
dispersión reduce la seguridad del grupo en caso de reanudación de las
hostilidades. Todos se vuelven más nerviosos. Las mujeres comienzan a
quejarse de su exceso de trabajo. Discuten con sus maridos y regañan a
sus hijos. Pronto empiezan los hombres a preguntarse si no habrá ya
"suficientes cerdos". Bajan a inspeccionar el rumbim y ver la altura
que ha alcanzado. Las quejas de las mujeres aumentan de tono, y
finalmente los hombres acuerdan, con considerable unanimidad y sin hacer
recuento de los cerdos, que ha llegado el momento de iniciar el kaiko.
Durante el kaiko celebrado en el año 1963, los tsembaga sacrificaron las
tres cuartas partes del número total de cerdos y consumieron siete
octavas partes de su peso total. Gran parte de esta carne se distribuyó
entre los parientes políticos y aliados militares que fueron invitados a
participar en las fiestas a lo largo de todo el año.
En los rituales culminantes celebrados el 7 y el 8 de noviembre de 1963,
los tsembaga mataron 96 cerdos, distribuyendo carne y manteca, directa o
indirectamente, entre una población estimada en dos mil o tres mil
personas. Los tsembaga se reservaron unas 2.500 libras de carne de cerdo
y manteca, es decir, 12 libras por cada hombre, mujer y niño, cantidad
que consumieron en cinco días consecutivos de glotonería desenfrenada.
Los maring utilizan conscientemente el kaiko como una ocasión para
recompensar a sus aliados por la asistencia anterior y ganarse su
lealtad en futuras hostilidades. A su vez los aliados aceptan la
invitación al kaiko porque les da la oportunidad de comprobar si sus
anfitriones son lo suficientemente prósperos y poderosos para garantizar
un apoyo continuo; por supuesto, también los aliados anhelan la carne
de cerdo.
Los huéspedes se atavían con sus mejores galas. Se adornan con collares
de cuentas y conchas, ligas de conchas de cauri en las pantorrillas,
pretinas de fibra de orquídea, taparrabos a rayas de color púrpura
ribeteados con piel de marsupiales, y montones de hojas en forma de
acordeón rematadas con un polisón en sus nalgas. Coronas de plumas de
águila y papagayo envuelven sus cabezas, engalanadas con tallos de
orquídeas, escarabajos verdes y cauris, y coronadas con un ave del
paraíso entera disecada. Cada hombre ha pasado horas enteras pintándose
la cara con dibujos originales, y se adorna con la mejor pluma del ave
del paraíso, que atraviesa su nariz junto con un disco o la concha
dorada en forma de medialuna de una ostra perlífera. Visitantes y
anfitriones se pavonean ante los demás danzando en la pista construida
expresamente para la ocasión, preparando así el terrenos para alianzas
amorosas con las espectadoras, así como alianzas militares con los
guerreros.
Más de 1.000 personas se apiñaban en el terreno de la danza de los
tsembaga para participar en los rituales que siguieron al gran
sacrificio de cerdos presenciado por Rappaport en 1963. Paquetes de
manteca salada de cerdo se amontonaban como premio especial tras la
ventana situada en lo alto de un edificio ceremonial de tres lados
colindante con el terreno de danza. En palabras de Rapaport:
Varios hombres subieron a lo alto de la estructura y desde allí
proclamaron a la multitud, uno a uno, los nombres y clanes de los
hombres homenajeados. Cuando era llamado, el homenajeado cargaba hacia
la ventana blandiendo su hacha y lanzando gritos. Sus partidarios le
seguían de cerca dando gritos de guerra, tocando tambores y esgrimiendo
armas. Una vez en la ventana, los tesembaga a los que había ayudado el
hombre homenajeado en el último combate, le llenaban la boca con la
manteca salada y fría de la panza y le pasaban por la ventana un paquete
que contenía más manteca para sus seguidores. El héroe se retiraba
entonces con la manteca colgando de su boca, y con él sus partidarios,
profiriendo gritos, cantando, tocando los tambores y danzando. Las
llamadas se sucedían rápidamente, y los grupos que cargaban hacia la
ventana se enredaban a veces con los que se retiraban.
Todo esto tiene una explicación práctica dentro de los límites
establecidos por las condiciones tecnológicas y ambientales básicas de
los maring. En primer lugar, el ansia de carne de cerdo es un rasgo
perfectamente racional de la vida de los maring, dada la escasez general
de carne en su dieta. Aunque pueden complementar en ocasiones su dieta
de vegetales básicos con ranas, ratas y algunos marsupiales, la carne de
cerdo domesticado es su mejor fuente potencial de proteínas y grasas
animales de alta calidad. Esto no significa que los maring sufran de
forma aguda una deficiencia en proteínas. Al contrario, su dieta de
ñames, batatas, taro y otros alimentos vegetales les proporciona una
gran variedad de proteínas vegetales que satisfacen, aunque no
sobrepasan, los niveles normales de nutrición. Sin embargo, la obtención
de proteínas del cerdo es otra cuestión. En general las proteínas
animales están más concentradas y son, desde el punto de vista
metabólico, más eficaces que las vegetales, de ahí que la carne sea
siempre una tentación irresistible para las poblaciones humanas que se
limitan principalmente a alimentos vegetales (nada de queso, leche,
huevos o pescado).
Además, hasta cierto punto, la cría de cerdos está bien fundada en la
ecología de los maring. La temperatura y humedad son ideales. El
ambiente húmedo y sombreado de las faldas de las montañas favorece la
cría de cerdos y permite a estos animales obtener una parte fundamental
de su alimento hozando libremente en el bosque. La prohibición absoluta
de la carne de cerdo -la solución en el Oriente Medio- sería una
práctica sumamente irracional y antieconómica en estas circunstancias.
Por otro lado, un crecimiento ilimitado de la población porcina sólo
puede acarrear una situación de competencia entre el hombre y el cerdo.
En semejantes casos, la cría de cerdos se convierte en una sobrecarga
para las mujeres y pone en peligro los huertos de los que depende la
supervivencia de los maring. A medida que aumente la población porcina
las mujeres maring tienen que trabajar cada vez más. Finalmente, se
encuentran con que ya no trabajan para alimentar personas, sino a los
cerdos. Por otra parte, cuando se empieza a explotar tierras vírgenes,
la eficiencia de todo el sistema agrícola cae en picado. Este es el
momento adecuado para el kaiko, a cuya celebración contribuyen los
antepasados cumpliendo la doble función de estimular un esfuerzo máximo
en la cría de cerdos y de evitar que éstos acaben con las mujeres y los
huertos. Ciertamente, su tarea es más difícil que la de Yahvé o Alá,
puesto que siempre es más fácil administrar un tabú total que otro
parcial. Sin embargo, la creencia de que debe celebrarse un kaiko tan
pronto como sea posible para hacer felices a los antepasados, libera
efectivamente a los maring de animales que se han vuelto parásitos e
impide que la población de cerdos se convierta en "algo demasiado
bueno".
Si los antepasados son tan inteligentes, ¿por qué no fijan simplemente
un límite al número de cerdos que cada mujer maring puede criar? ¿No
sería mejor mantener un número constante de cerdos en vez de permitir
que la población de cerdos pase por un ciclo de extremos de escasez y
abundancia?
Esta alternativa sería preferible sólo si cada clan de los maring
dispusiera de un tipo de agricultura completamente diferente, tuviera
gobernantes poderosos y leyes escritas, hubiese alcanzado un crecimiento
demográfico cero y careciese de enemigos: en una palabra, si no fueran
maring. Nadie, ni siquiera los antepasados, puede predecir qué número de
cerdos constituye "algo demasiado bueno", esto es, una cantidad
excesiva. El momento en que los cerdos se convierten en una carga no
depende de una serie de constantes, sino de un conjunto de variables que
cambian cada año. Depende de la población existente en toda la región y
en cada clan, de su estado de vigor físico y psicológico, de las
dimensiones de su territorio, de la extensión disponible de bosque
secundario, y de la situación e intenciones de los grupos enemigos en
los territorios vecinos. Los antepasados de los tsembaga no pueden decir
simplemente "no criaréis sino cuatro cerdos", puesto que no hay forma
de poder garantizar que los antepasados de los kundugai, dimbagai,
vimgagai, tuguma, aundagai, kauwasi, monambant y todos los demás se
vayan a poner de acuerdo sobre este número. Todos estos grupos han
entablado una lucha para hacer valer sus respectivos derechos a una
parte de los recursos de la tierra. La guerra y la amenaza de guerra
sondean y ponen a prueba estos derechos. El ansia insaciable de cerdos
por parte de los antepasados es una consecuencia de esta belicosidad de
los clanes maring.
Para dar satisfacción a los antepasados, se debe hacer un esfuerzo
máximo no sólo para producir tanto alimento como sea posible, sino
también para acumularlo en forma de piara de cerdos. Este esfuerzo, aun
cuando produce excedentes cíclicos de carne de cerdo, aumenta la
capacidad del grupo para sobrevivir y defender su territorio.
Esto se consigue diferentes maneras. En primer lugar, este esfuerzo
extra exigido por el ansia de cerdos de los antepasados eleva los
niveles de ingestión de proteínas para el grupo entero durante la tregua
del rumbim, lo que da lugar a una población más alta, más sana y más
vigorosa. Además, mediante la celebración del kaiko al finalizar la
tregua, los antepasados garantizan un consumo de dosis masivas de
proteínas y grasas de alta calidad en el período de mayor tensión
social, es decir, en los meses que preceden inmediatamente al
desencadenamiento de la lucha intergrupal. Finalmente, acumulando
grandes cantidades de comida extra en forma de carne de cerdo de gran
valor nutritivo, los clanes maring logran atraer y recompensar a aliados
cuando más necesidad tienen de ellos: justo antes de estallar la
guerra.
Los tsembaga y sus vecinos son conscientes de la relación entre éxito en
la cría de cerdos y poderío militar. El número de cerdos sacrificados
en el kaiko proporciona a los huéspedes una base precisa para evaluar la
salud, energía y determinación de los anfitriones. Un grupo que no
logre acumular cerdos no se hallará en condiciones de sostener una buena
defensa de su territorio, y no atraerá a aliados poderosos. No es una
simple premonición irracional de derrota la que se cierne sobre el campo
de batalla cuando no se les ofrece a los antepasados suficiente carne
de cerdo en el kaiko. Rappaport insiste -pienso que correctamente- en
que en un sentido ecológico fundamental, el número de cerdos excedentes
en un grupo indica su fuerza productiva y militar a la vez que valida o
invalida sus derechos territoriales. En otras palabras, desde el punto
de vista de la ecología humana, el sistema entero produce una
distribución eficiente de plantas, animales y hombres en la región.
Estoy seguro de que muchos lectores van a insistir entonces en que el
amor a los cerdos es inadaptativo y sumamente ineficiente, puesto que se
ajusta a periódicos estallidos bélicos. Si la guerra es irracional,
también lo es entonces el kaiko. Una vez más permitidme resistir a la
tentación de explicar todas las cosas a la vez. En el próximo capítulo
examinaré las causas materiales de la guerra de los maring. Pero de
momento permitidme señalar que la porcofilia no es causa de la guerra.
Millones de personas que nunca han visto un cerdo emprenden la guerra; y
la porcofobia (antigua y moderna) tampoco aumenta de una manera
ostensible el carácter pacífico de las relaciones intergrupales en el
Oriente Medio. Dada la frecuencia de la guerra en la prehistoria e
historia del hombre, no podemos sino asombrarnos ante el ingenioso
sistema ideado por los "salvajes" de Nueva Guinea para mantener largos
períodos de tregua. Después de todo, mientras el rumbim de sus vecinos
permanece plantado, los tsembaga no tienen que preocuparse de verse
atacados. ¡Ojalá pudiéramos decir lo mismo de las naciones que plantan
mísiles en vez de rumbim!
Las guerras que emprenden tribus primitivas dispersas como los maring
suscitan dudas acerca de la cordura de los estilos de vida humanos.
Cuando las naciones-estado modernas emprenden la guerra, a menudo nos
rompemos la cabeza tratando de encontrar la causa precisa, pero rara vez
faltan explicaciones alternativas plausibles entre las cuales elegir.
Los libros de historia están repletos de detalles de guerras emprendidas
para controlar rutas comerciales, recursos naturales, mano de obra
barata o mercados de masas. Las guerras de los imperios modernos pueden
ser lamentables, pero no son inescrutables. Esta distinción es básica
para la "detente" nuclear actual, que se funda en el supuesto de que las
guerras implican algún tipo de equilibrio racional de ganancias y
pérdidas. Si Estados Unidos y Rusia van a perder evidentemente más de lo
que posiblemente puedan ganar mediante un ataque nuclear, es probable
que ninguno de ellos desencadene una guerra como solución a sus
problemas. Pero sólo cabe esperar que este sistema impida la guerra si
las guerras en general se relacionan con condiciones prácticas y
mundanas. La probabilidad de la autoaniquilación no disuadirá de la
guerra si ésta se desencadena por razones irracionales e inescrutables.
Si las guerras se emprenden, como creen algunos, principalmente porque
el hombre es "belicoso" o "agresivo" por instinto, porque es un animal
que mata por deporte, por gloria, por venganza, o por puro amor a la
sangre y a la excitación violenta, entonces ya podemos ir despidiéndonos
de esos mísiles.
Los motivos irracionales e inescrutables predominan en las explicaciones
actuales de la guerra primitiva. Puesto que la guerra tiene
consecuencias mortales para los que participan en ellas, parece
presuntuoso dudar que los combatientes saben por qué están combatiendo.
Pero la respuesta a nuestros enigmas de la vaca, el cerdo, las guerras o
las brujas no se encuentra en la conciencia de los participantes. Los
propios beligerantes rara vez captan las causas y consecuencias
sistemáticas de sus batallas. Suelen explicar la guerra describiendo los
sentimientos y motivaciones personales experimentadas inmediatamente
antes del desencadenamiento de las hostilidades. Un jíbaro a punto de
ponerse en camino para emprender una cacería de cabezas, acoge con
satisfacción la oportunidad de capturar el alma del enemigo; el guerrero
crow anhela tocar el cuerpo del enemigo fallecido para demostrar su
valor; algunos guerreros se inspiran en el pensamiento de la venganza,
otros en la perspectiva de comer carne humana.
Estos anhelos exóticos son bastante reales, pero son la consecuencia, no
la causa, de la guerra. Movilizan el potencial humano de violencia y
ayudan a organizar la conducta guerrera. La guerra primitiva, al igual
que el amor a las vacas o el aborrecimiento del cerdo, se funda en una
base práctica. Los pueblos primitivos emprenden la guerra porque carecen
de soluciones alternativas a ciertos problemas; soluciones alternativas
que implicarían menos sufrimiento y menos muertes prematuras.
Los maring, como muchos otros grupos primitivos explican el
desencadenamiento de la guerra por la necesidad de vengar actos
violentos. En todos los casos recogidos por Rappaport, clanes que antes
eran amigos iniciaron las hostilidades tras alegar actos específicos de
violencia. Las provocaciones citadas más frecuentemente eran rapto de
mujeres, violación, disparar sobre un cerdo en el huerto, robo de
cosechas, caza furtiva y muerte o enfermedad provocada mediante
brujería.
Una vez que dos clanes maring han entablado una guerra en la que ha
habido muertes, nunca les faltará motivo para reanudar las hostilidades.
Cada muerte en el campo de batalla era rumiada por los parientes de la
víctima, que sólo quedaban satisfechos tras haber igualado la partida
matando a un enemigo. Cada combate proporcionaba motivo suficiente para
el próximo, y los guerreros maring emprendían a menudo la guerra con el
deseo ardiente de matar a determinados miembros del grupo enemigo, es
decir, aquellos que diez años antes habían sido responsables de la
muerte del padre o del hermano.
Ya he relatado parte de la historia de cómo los maring se preparaban
para la guerra. Tras arrancar el rumbim sagrado, los clanes beligerantes
celebran los grandes festivales del cerdo en los que intentan reclutar
nuevos aliados y consolidar las relaciones con grupos amigos. El kaiko
es un acontecimiento ruidoso; algunas de sus fases duran meses, de modo
que no es posible lanzar un ataque por sorpresa. De hecho, los maring
esperan que la opulencia de su kaiko desmoralizará a sus adversarios.
Ambas partes hacen preparativos para la batalla mucho antes de los
primeros encuentros. Mediante intermediarios se acuerda como terreno
educados para el combate una zona deforestada localizada en la región
fronteriza entre los grupos combatientes. Ambas partes participan por
turno en el desbroce de la maleza de este lugar, iniciándose la lucha el
día acordado.
Antes de partir para el terreno del combate, los guerreros forman un
círculo en torno a sus magos de la guerra, quienes se arrodillan junto
al fuego sollozando y conversando con los antepasados. Los magos arrojan
trozos de bambú verde a las llamas. Cuando el calor hace que el bambú
explote, los guerreros golpean el suelo con los pies, gritan Ooooooh, e
inician la marcha hacia el campo de batalla en fila india, brincando y
cantando en el camino. Las fuerzas que se enfrentan forman en los
extremos opuestos del calvero al alcance de sus respectivas flechas.
Fijan en el suelo sus escudos de madera del tamaño del hombre, se ponen a
cubierto y profieren amenazas e insultos contra el enemigo. De vez en
cuando, guerrero abandona de repente su escudo para insultar a sus
adversarios, volviendo a su punto de partida tan pronto como una lluvia
de flechas se dirige hacia su posición. En esta primera fase del combate
se producen pocas bajas y los aliados de los dos bandos tratan de
acabar la guerra tan pronto como alguien resulta herido de gravedad. Si
cualquiera de las partes insiste en continuar con la venganza, la lucha
se intensifica. Los guerreros utilizan entonces hachas y lanzas; los
bandos opuestos se acercan, y en cualquier momento uno de los dos puede
precipitarse contra el otro en un intento decidido de provocar muertes.
Tan pronto como se produce una muerte, hay una tregua. Durante un día o
dos, todos los guerreros permanecen en sus aldeas para realizar rituales
funerarios o glorificar a sus antepasados. Pero si ambos bandos siguen
igualados, pronto vuelven al terreno de combate. A medida que se
prolonga la lucha, los aliados se cansan y están tentados a regresar a
sus aldeas. Si se producen más deserciones en un grupo que en otro, la
fuerza más poderosa puede intentar atacar a la más débil para expulsarla
del campo. El clan más débil recoge sus bienes muebles y se refugia en
las aldeas de sus aliados. Anticipando la victoria, los clanes más
fuertes pueden tratar de aprovechar la ventaja arrastrándose por la
noche hasta la aldea enemiga, prendiéndole fuego y matando tanta gente
como encuentren a su paso.
Cuando se produce una derrota, los vencedores no persiguen al enemigo,
sino que se dedican a matar a los rezagados, incendiar las viviendas,
destruir las cosechas y robar los cerdos. Diecinueve de las veintinueve
guerras conocidas entre los maring finalizaron con el aplastamiento de
un grupo por otro. Inmediatamente después de un aplastamiento, el grupo
victorioso regresa a su aldea, sacrifica el resto de los cerdos y planta
el nuevo rumbim, con lo que se inicia el período de tregua. No ocupa de
un modo directo las tierras del enemigo.
Una derrota decisiva en la que muere mucha gente puede llevar a un grupo
a no volver jamás a su antiguo territorio. Las líneas de filiación de
los vencidos se funden con las de sus aliados y anfitriones, mientras
que los vencedores y los aliados de éstos ocupan su territorio. A veces,
el grupo derrotado cede sus tierras fronterizas a los aliados entre los
que ha buscado refugio. El profesor Andrew Vayda, que ha estudiado las
consecuencias de las guerras en la región de la Cordillera Bismarck,
afirma que independientemente de que la derrota infligida a un grupo sea
o no decisiva, lo más probable es que éste establezca su nuevo
asentamiento lejos de las fronteras enemigas.
Gran parte del interés se centra en la cuestión de si el combate y los
ajustes territoriales entre los maring se derivan de los que se ha
llamado vagamente "presión demográfica". Si entendemos por esta
expresión la incapacidad absoluta de un grupo para satisfacer los
requisitos calóricos mínimos, entonces no podemos decir que exista una
presión demográfica en la región maring. Cuando los tsembaga celebraron
su festival de cerdos en 1963, la población humana se elevaba a 200
individuos y la porcina a 169. Rappaport calcula que los tsembaga tenían
bastantes tierras de bosque sin explotar en su territorio para
alimentar una población adicional de 84 personas (o 84 cerdos adultos)
sin provocar un daño permanente en el manto forestal o degradar otros
aspectos vitales de su hábitat. Pero me opongo a definir la presión
demográfica como el inicio de deficiencias nutritivas reales o el inicio
real de daños irreversibles en el medio. En mi opinión, la presión
demográfica se produce cuando la población empieza a acercarse al punto
de deficiencias calóricas o proteínicas, o cuando empieza a crecer y
consumir a un ritmo que más pronto o más tarde degradará y esquilmará la
capacidad del medio para mantener la vida.
El tamaño de la población en el que empiezan a producirse las
deficiencias nutritivas y la degradación constituye el límite superior
de lo que los ecólogos llaman "capacidad de sustentación" (carrying
capacity: N.T. La capacidad de sustentación es un concepto fundamental
en la antropología ecológica. Rappaport calcula la capacidad de
sustentación del territorio tsembaga, es decir, el máximo número de
personas y cerdos que pueden ser sustentadas durante jun período de
tiempo sin modificar el consumo de los individuos tsembaga y sin
producir una degradación en el medio ambiente, aplicando la siguiente
fórmula recogida de Carneiro: P=(T:R+Y)*Y:A donde: P=es la población que
puede ser sustentada; T= total de tierra cultivable; R=duración del
período de barbecho en años; Y=duración del período de cultivo en años;
A=el área de tierra cultivada requerida para proporcionar a un
"individuo medio" la cantidad de alimento que ordinariamente se deriva
de plantas cultivadas por año.) del hábitat. La mayor parte de
las sociedades primitivas poseen, al igual que los maring, mecanismos
institucionales para restringir e invertir el crecimiento demográfico
por debajo de la capacidad de sustentación. Este descubrimiento ha
producido mucha perplejidad. Puesto que grupos humanos concretos reducen
la población, la producción y el consumo anticipándose a las
consecuencias claramente negativas que provoca el rebasar la capacidad
de sustentación, algunos expertos sostienen que la presión demográfica
no pude ser la causa de estas reducciones. Pero no es necesario observar
la obstrucción de una válvula de seguridad y la explosión de una
caldera para juzgar que la función de la válvula es impedir normalmente
la autodestrucción de la caldera.
Tampoco es gran misterio cómo estos mecanismos interruptores -los
equivalentes culturales de los termostatos, las válvulas de seguridad y
los interruptores eléctricos- llegaron a formar parte de la vida tribal.
Como sucede con otras novedades evolutivas adaptativas, los grupos que
inventaron o adoptaron instituciones de este tipo sobrevivieron con más
consistencia que los que sobrepasaron el límite de la capacidad de
sustentación. La guerra primitiva no es ni caprichosa ni instintiva;
constituye simplemente uno de los mecanismos de interrupción que ayudan a
mantener las poblaciones humanas en un estado de equilibrio ecológico
con sus hábitat.
La mayor parte de nosotros preferiría considerar la guerra no como
salvaguardia, sino como amenaza a relaciones ecológicas bien fundadas
provocada por una conducta incontrolable e irracional. Muchos amigos
míos piensan que es pecado decir que la guerra es una solución racional a
cualquier tipo de problemas. Sin embargo, entiendo que mi explicación
de la guerra primitiva como adaptación ecológica proporciona más razones
para el optimismo, en lo que atañe a las perspectivas de poner fin a la
guerra moderna, que las teorías populares en la actualidad de un
instinto agresivo. Como he dicho con anterioridad, si las guerras son
provocadas por instintos homicidas innatos, entonces poco es lo que cabe
hacer para impedirlas. En cambio, sin son provocadas por relaciones y
condiciones prácticas, entonces podemos reducir la amenaza de guerra
modificando estas condiciones y relaciones.
Puesto que no quiero ser tildado de defensor de la guerra, permitidme
hacer la siguiente puntualización: afirmo que la guerra es un estilo de
vida ecológicamente adaptativo entre los pueblos primitivos, no que las
guerras modernas sean ecológicamente adaptativas. La guerra actual a
base de armas nucleares puede intensificarse hasta el punto de la
aniquilación mutua total. Hemos llegado, así, a una fase en la evolución
de nuestra especie en la que el próximo gran avance adaptativo debe ser
o bien la eliminación de las armas nucleares o bien la eliminación de
la guerra misma.
Cabe inferir las funciones reguladoras o mantenedoras del sistema de la
guerra maring a partir de diferentes elementos de juicio. En primer
lugar, sabemos que la guerra estalla en el momento en que la producción y
el consumo se hallan en auge y las poblaciones porcina y humana se
recuperan de los bajos niveles alcanzados al finalizar el combate
anterior. El festival de cerdos, que actúa como mecanismo de
interrupción y las hostilidades posteriores no coinciden con los mismos
máximos en cada ciclo. Algunos grupos clánicos intentan hacer valer sus
derechos sobre la tierra en niveles situados por debajo de los máximos
anteriores como consecuencia de una recuperación desproporcionadamente
rápida de los vecinos enemigos. Otros pueden aplazar su festival de
cerdos hasta transgredir realmente el umbral de la capacidad de
sustentación de su territorio local. Sin embargo, lo importante no
consiste en los efectos reguladores de guerra sobre la población de uno u
otro clan, sino sobre la población de la región de los maring en su
totalidad.
La guerra primitiva no alcanza sus efectos reguladores principalmente
por las muertes ocurridas en el combate. Las bajas habidas no afectan de
una manera sustancial al índice de crecimiento demográfico, ni siquiera
entre las naciones que practican formas industrializadas de matar. Las
decenas de millones de muertes provocadas por las batallas del siglo XX
sólo constituyen una ligera vacilación en el implacable empuje
ascendente de la curva del crecimiento. Consideremos el ejemplo de
Rusia: en el punto culminante de la lucha y del hambre durante la
Primera Guerra Mundial y la revolución bolchevique, la correlación entre
la población proyectada para tiempos de paz y la población real en
época de guerra sólo difería en unos puntos de porcentaje. Una década
después de haber cesado la lucha, la población se había recuperado
totalmente y volvía justamente al punto de la curva en que habría estado
si no hubiera ocurrido la guerra y la revolución. Otro ejemplo: en
Vietnam, pese a la intensidad extraordinaria de los combates terrestres y
aéreos la población creció sin interrupción alguna durante la década de
los 60.
Aludiendo a catástrofes como la Segunda Guerra Mundial, Frank
Livingstone, profesor de la Universidad de Michigan, ha afirmado
categóricamente: "Cuando consideramos que estos sacrificios sólo ocurren
aproximadamente una vez por generación, parece inevitable la conclusión
de que no tienen efecto alguno en el crecimiento o tamaño de la
población". Una de las razones para esto estriba en que la mujer
corriente es muy fecunda y puede parir con facilidad ocho o nueve veces
durante los veinticinco a treinta y cinco años en los que puede dar a
luz. En la Segunda Guerra Mundial, el número total de muertes provocadas
por la guerra no superó el 10 por 100 de la población, y un ligero
incremento en el número de nacimientos por mujer pudo enjugar con
facilidad el déficit en pocos años. (También contribuyó a esto una
reducción en las tasas de mortalidad infantil y en la tasa de mortalidad
en general.)
No puedo formular ahora las tasas reales de mortalidad provocadas por
las guerras entre los maring. Pero entre los yanomamo, una tribu situada
en la frontera entre Brasil y Venezuela, y considerada como uno de los
grupos primitivos más belicosos del mundo, cerca del 15 por 100 de los
adultos mueren como consecuencia de la guerra. En el próximo capítulo
relataré muchas cosas sobre los yanomamo.
La razón más importante para subestimar la guerra como medio de control
demográfico consiste en que en cualquier parte del mundo son los varones
los beligerantes y las víctimas principales de los enfrentamientos en
el campo de batalla. Entre los yanomamo, por ejemplo, sólo el 7 por 100
de las mujeres adultas mueren en batalla frente al 33 por 100 de los
varones adultos. Según Andrew Vayda, el aplastamiento más sangriento
entre los maring produjo la muerte de catorce hombres, seis mujeres y
tres niños de una población de 300 personas en el clan derrotado.
Podemos descartar las muertes de varones en combate puesto que no tienen
prácticamente ningún efecto en el potencial reproductivo de grupos como
los tsembaga. Aun si se exterminara al 75 por 199 de los varones
adultos en una sola batalla, las hembras supervivientes podrían enjugar
con facilidad el déficit en una sola generación.
Los maring y los yanomamo, al igual que la mayor parte de las sociedades
primitivas, practican la poliginia, lo cual significa que muchos
hombres tienen varias esposas. Todas las mujeres se casan tan pronto
como pueden tener hijos y permanecen casadas mientras dura su vida
reproductiva. Cualquier varón normal puede dejar embarazadas a cuatro o
cinco mujeres fértiles durante la mayor parte del tiempo. Cuando fallece
un hombre maring, hay muchos hermanos y sobrinos que esperan incorporar
la viuda a su hogar. Incluso desde el punto de vista de la
subsistencia, se puede prescindir totalmente de la mayor parte de los
varones, cuya muerte en combate no crea necesariamente dificultades
insuperables a su viuda e hijos. Entre los maring, como ya he mencionado
en el capítulo anterior, las mujeres son las que más trabajan en los
huertos y en la cría de los cerdos. Esto es cierto para todos los
sistemas de subsistencia basados en la agricultura de tala y quema del
mundo. Los hombres contribuyen a las tareas hortícolas quemando el manto
del bosque, pero las mujeres están perfectamente capacitadas para
realizar por sí solas este trabajo pesado. En la mayor parte de las
sociedades primitivas, siempre que hay que transportar cargas pesadas
-leña o cesta de ñames- se considera a las mujeres, no a los hombres
como "bestias de carga" adecuadas. Dada la aportación mínima de los
varones maring a la subsistencia, cuanto mayor es el porcentaje de
mujeres en la población, mayor es la eficiencia global de la producción
alimentaría. En lo que atañe a la comida, los hombres maring son como
los cerdos: consumen mucho más de lo que producen. Las mujeres y los
niños comerían mejor si se dedicaran a criar cerdos en vez de hombres.
Por consiguiente, el significado adaptativo de la guerra de los maring
no puede radicar en el efecto bruto de las muertes en combate sobre el
crecimiento de la población. Al contrario, pienso que la guerra preserva
el ecosistema maring mediante dos consecuencias más bien indirectas y
menos conocidas. Una de ellas se relaciona con el hecho de que, a
resultas de la guerra, los grupos locales se ven forzados a abandonar
las áreas de los huertos de primera calidad cuando todavía no han
alcanzado el techo de la capacidad de sustentación. La otra consiste en
que la guerra incremente la tasa de mortalidad infantil femenina; y así
pese a la insignificancia demográfica de la mortalidad masculina en
combate, la guerra actúa como regulador efectivo del crecimiento de la
población regional.
En primer lugar, voy a explicar el abandono de las tierras hortícolas de
primera calidad. Hasta años después de producirse un aplastamiento, ni
vencedores ni vencidos explotan el área central de los huertos del grupo
derrotado, integrado por los mejores lugares de bosque secundario de
altitud media. Este abandono, aunque temporal, contribuye a mantener la
capacidad de sustentación de la región. Cuando los kundegai derrotaron a
los tsembaga en 1953, arrasaron sus huertos, destruyeron los árboles
frutales, profanaron los cementerios y los hornos de los cerdos adultos
que encontraron y se llevaron a sus a aldeas todas las cría de los
mismos. Como señala Rappaport, las depredaciones se orientaban a hacer
imposible la vuelta de los tsembaga a su propio territorio en vez de a
la adquisición de un botín. Los kundegai, temiendo la venganza de los
espíritus ancestrales de los tsembaga, se retiraron a su propio
territorio. Una vez allí, colgaron ciertas piedras de combate mágicas en
bolsas de red en el interior de un refugio sagrado. Estas piedras sólo
se descolgaban cuando los kundegai se hallaban en situación de dar
gracias a sus propios antepasados en el siguiente festival de cerdos.
Mientras las piedras permanecían suspendidas, los kundegai temían a los
espíritus de los tsembaga y se abstenían de trabajar sus huertos o cazar
en su territorio. Finalmente, sucedió que los mismos tsembaga volvieron
a ocupar las tierras abandonadas. Como ya he dicho, en otras guerras
los vencedores o sus aliados acaban explotando las tierras abandonadas
temporalmente en la huida. Pero, en cualquier caso, el efecto inmediato
de un descalabro militar cosiste en que las zonas del bosque cultivadas
de forma intensiva se dejan en barbecho mientras que áreas previamente
sin explotar -las zonas fronterizas del territorio del perdedor- se
ponen en cultivo.
En las tierras altas de Nueva Guinea así como en todas las demás
regiones forestales tropicales, la tala y quema repetidas de la misma
área constituyen una amenaza para la capacidad de recuperación del
bosque. Si el intervalo entre sucesivas rozas es muy corto, el suelo se
vuelve seco y duro, y los árboles pueden volver a crecer. Las hierbas
invaden el emplazamiento de los huertos y todo rico bosque primario en
praderas erosionadas y barrancosas que no se pueden explotar mediante
una agricultura de tipo tradicional. Sabemos que esta secuencia ha
producido millones de acres de praderas en todo el mundo.
Entre los maring, se ha producido una deforestación relativamente
pequeña. Hay algunas zonas de praderas permanentes y de bosques
secundarios degradados en el territorio de grupos grandes y agresivos
como los kundegai (el grupo responsable del aplastamiento de los
tsembaga en 1953). Pero la destrucción de formas de vida consecuencia
del intento de forzar al bosque a mantener más cerdos y hombres de los
que puede tolerar, se evidencia en muchas regiones cercanas de las
tierras altas de Nueva Guinea. Por ejemplo, un estudio reciente sobre la
región foré meridional emprendido por el doctor Arthur Sorensen,
miembro de Los Institutos Nacionales de la Salud, muestra que los foré
han causado daños irreversibles de gran escala en el hábitat de su
bosque primario, en un área de cuatrocientas millas cuadradas de la
Cordillera Central. La espesa hierba kunai ha invadido los
emplazamientos de huertos y caseríos abandonados, siguiendo al
movimiento de asentamiento a medida que se interna en los bosques
vírgenes. Cabe constatar una destrucción general del bosque en las
regiones en las que se ha practicado la horticultura durante muchos
años. En mí opinión el ciclo regulado por el ritual de guerra, paz del
rumbim y sacrificio de cerdos ha ayudado a proteger el hábitat de los
maring de un destino similar.
Pese a todos los extraños acontecimientos que tienen lugar durante el
ciclo ritual -plantación del rumbim, sacrificio de cerdos, suspensión de
las piedras de combate mágicas y la misma guerra- el problema que más
llama mi atención, que más fascinante me parece no es otro que el de la
regulación temporal. En la región habitada por los maring, los huertos
deben quedar en barbecho durante un mínimo de diez a doce años
consecutivos antes de poder quemarlos y replantarlos sin peligro de
degradarse en pradera. Los festivales del cerdo se celebran también
aproximadamente dos veces en cada generación, es decir, cada diez o doce
años. Esto no puede ser una simple coincidencia. Por consiguiente, creo
que ahora podemos responder al menos a la pregunta: "¿Cuándo tienen los
maring cerdos suficientes para dar gracias a los antepasados?" La
respuesta es: "Tienen cerdos suficientes cuando el bosque ha vuelto a
crecer en el área de los antiguos huertos del grupo vencido".
Los maring, al igual que otros pueblos que practican la tala y la quema,
viven de "comerse el bosque": quemando árboles y cultivando en las
cenizas. El ciclo ritual y la guerra ceremonial les impiden "comer"
demasiado bosque con excesiva rapidez. El grupo derrotado se retira de
las tierras mejor adaptadas por su topografía para la horticultura. Esto
permite la regeneración del manto forestal en aquellos sectores que la
voracidad de los maring y sus cerdos pone en peligro. Durante la
estancia entre sus aliados, los vencidos pueden volver a explotar partes
de su territorio, pero en lugares del bosque primario alejados de sus
enemigos que no corren peligro alguno. Si consiguen criar muchos cerdos y
recuperan su fuerza con ayuda de sus aliados, intentarán volver a
ocupar sus tierras y ponerlas de nuevo en plena producción. El ritmo de
guerra y paz, fuerza y debilidad, abundancia de cerdos y escasez de
cerdos, huertos centrales y huertos periféricos, esto evoca los ritmos
correspondientes en todos los clanes vecinos. Aunque los vencedores no
tratan de ocupar inmediatamente el territorio del enemigo, plantan los
huertos más cerca de la frontera del territorio del enemigo aplastado
que antes de la guerra. Lo que todavía es más importante, su población
de cerdos se ha reducido drásticamente, lo que provoca al menos una
reducción temporal en el índice de crecimiento hacia el umbral de la
capacidad de sustentación del territorio. Cuando la población porcina se
acerca a su máximo, los vencedores descuelgan las piedras de combate
mágicas, arrancan el rumbim y se preparan para entrar en el territorio
desocupado y regenerado de nuevo, en son de paz si sus enemigos de antes
son todavía demasiado débiles para entablar un combate con ellos, o con
ánimo vengativo si sus enemigos anteriores se han reforzado.
En las pulsaciones vinculadas de gente, cerdos, huertos y bosques
podemos comprender por qué los cerdos adquieren una santidad ritual
considerada incompatible con el carácter de los cerdos en otras partes
del mundo. Puesto que un cerdo adulto come tanto bosque como un hombre
adulto, el sacrifico de cerdos reduce el sacrificio de hombres en el
clímax de cada ritmo sucesivo. No es pues de extrañar que los
antepasados ansíen los cerdos; de lo contrario, ¡tendrían que “comerse” a
sus hijos e hijas!
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