Claude Lefort: "Negarse a pensar el totalitarismo".
Edgar Quinet |
He aquí lo que quisiera preguntarme: más allá de
las divergencias o las oposiciones que ha suscitado la interpretación
del fenómeno comunista, ¿acaso no hay una negación persistente a pensar
el totalitarismo? Por “pensar” entiendo: enfrentar aquello que, como muy
bien dijo Hannah Arendt, no tiene precedentes y nos abre una pregunta
que, a diferencia de un problema que podría tener solución, se imprime a
partir de ese momento en nuestra experiencia del mundo. Hace casi dos
años, tras la publicación de un libro que intitulé La Complication [La
complicación] (Lefort, 1999), asistí a algunas reuniones en las que
siempre me interrogaban sobre el sentido de la frase inicial de mi
prefacio: “el comunismo pertenece al pasado, en cambio la cuestión del
comunismo sigue estando en el corazón de nuestro tiempo”. La resistencia
a la idea de que la aventura totalitaria, más precisamente comunista,
no nos dejaba indemnes, tal resistencia, me pareció resueltamente tenaz.
Desde hace algún tiempo se habla mucho del “deber
de memoria”. Existen razones para sentirnos satisfechos por ello. Cuando
se hace un llamado a no olvidar los crímenes contra la humanidad, se
espera que el recuerdo nos mantendrá a salvo de reproducir las
abominaciones del pasado. Sin embargo, el deber de memoria corre
palpablemente el riesgo de resultar ineficaz si no está presente el
deber de pensar. Ahora bien, lo que debemos pensar es en el renunciar a
pensar, lo cual fue una de las condiciones para el establecimiento del
totalitarismo, una de las características principales, tanto del
comunismo como del nazismo y el fascismo. ¿Cómo no cuestionarse acerca
de este prodigioso fenómeno? ¿Acaso podemos hablar de un nuevo tipo de
poder, de un englobamiento de la sociedad por parte del Estado-partido,
sin tomar en cuenta el hecho —perdonen la extraña expresión— de que algo
le pasó al pensamiento? Este acontecimiento nos pone en alerta, sobre
todo porque no estamos acostumbrados a vincular política y pensamiento.
No tendríamos por qué sorprendernos, si pudiéramos conformarnos con
creer que los dirigentes totalitarios disponían plenamente de los medios
para sofocar la libertad de expresión y pensamiento. Nos bastaría con
observar el progreso de la tiranía en los tiempos modernos. Sin embargo,
el poder totalitario no se puede reducir a un poder tiránico o
despótico. Hannah Arendt toca un punto esencial cuando describe una
dominación que no sólo se ejerce desde el exterior, sino también desde
el interior. Para dar cuenta de este tipo de dominación, recurre a la
creencia en una ley de la historia o en una ley de la naturaleza,
concebida como ley de movimiento, donde la sujeción a una ideología se
concibe como “lógica de una idea” (Arendt, 1982 [1951]: vol. 3: 605), y a
la inclusión de los ciudadanos en el proceso general de la
organización. De cada uno de sus análisis, se desprende una conclusión:
la inhibición del pensamiento.
Arendt descubre el origen de los principios que han
guiado los movimientos totalitarios en las teorías o las
representaciones que surgieron en el siglo XIX. No hablaré aquí de esta
interpretación, pues ya lo hice en otro lugar. En cambio, lo que me
parece pertinente señalar es que en el siglo XIX, precisamente, nace la
sensibilidad hacia una dominación que se volvió invisible para quienes
la padecen y que encuentra su motor en un renunciamiento a pensar y, más
precisamente, en un negarse a pensar. A mi parecer, esta sensibilidad
se despierta como consecuencia de la experiencia de la Revolución
Francesa. Las esperanzas que habían surgido con la creación de una
sociedad en la que se reconocerían las libertades políticas, civiles e
individuales, habían sido sustituidas, efectivamente, por la dictadura
terrorista de un gobierno que se valía de la doctrina de la Salvación
Pública y, después, tras un intermedio en el que se había restaurado un
Estado de derecho, vino la dictadura bonapartista. Para los escritores
que hicieron una importante contribución a la cultura política moderna,
la gran pregunta es, en ese entonces, cómo se pasó de la libertad a la
servidumbre. Estoy pensando particularmente en Benjamin Constant, en
Guizot (al menos, en el periodo en el que fue líder de la oposición
liberal durante la Restauración) y también pienso en Tocqueville,
Michelet y Edgar Quinet. Basta por ahora que me refiera a Tocqueville y a
Quinet.
Tocqueville se preocupa por los peligros que
encierra la democracia, por el hecho de que los hombres ya no pueden
reconocer, por encima de ellos, una autoridad política incontestable,
sea por derecho divino, sea respaldada por la tradición, y porque son
llevados a dejarse dominar por la imagen de su semejanza y a basar el
criterio de sus juicios en el hecho de acomodarse a la opinión común. En
uno de los últimos capítulos de La democracia en América, Tocqueville
señala que “cada individuo tolera que se le sujete porque ve que no es
un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien tiene el extremo de
la cadena” (Tocqueville, 2001 [1835]: 634).† Imagina
una especie de opresión que no se asemejaría a nada de lo que la ha
precedido en el mundo. Dice buscar en vano una expresión que traduzca su
pensamiento, ya que “las voces antiguas de despotismo y de tiranía no
le convienen”. En un pasaje citado a menudo, describe la formación de un
poder inmenso y tutelar que se encargaría de asegurar cada detalle de
la vida de los ciudadanos, y completa esta imagen con las siguientes
palabras: “¿por qué no quitarles de una vez la perturbación de pensar y
la pena de vivir?” (Tocqueville, 2001 [1835]: 633).‡ La
perturbación de pensar: en eso consiste, desde la visión de
Tocqueville, el objetivo último de la nueva dominación, que aún no se
alcanza, es verdad. La expresión es notable porque sugiere que el
pensamiento sólo permanece alerta mientras el Sujeto pueda dejarse
sacudir por la duda.
En los primeros capítulos de La democracia en
América, Tocqueville ya se mostraba aterrado por los nuevos medios de
opresión del pensamiento, temibles por razones completamente distintas
que aquéllos que había utilizado la censura bajo la monarquía: “En
Norteamérica, la mayoría traza un círculo formidable en torno al
pensamiento” (Tocqueville, 2001 [1835]: 260).§ De este
modo, un escritor que cree poder expresar libremente sus pensamientos,
se vuelve víctima de una exclusión tan grande que llega a perder hasta
el deseo de pensar por sí mismo. Apenas es necesario precisar que
Tocqueville no se imaginaba lo que sería un Estado totalitario. En
realidad, este Estado no sólo se ocupa de adormecer a los ciudadanos,
asegurándoles placeres apacibles que los distraigan de los asuntos
públicos, sino que, por el contrario, quiere movilizarlos y
disciplinarlos al servicio de la construcción de un nuevo orden social.
Por su parte, Edgar Quinet (1803-1875) demuestra
estar tan atormentado como Tocqueville por la amenaza que pesa sobre el
pensamiento de su época. Sin embargo, hace gala de una audacia singular
al preguntarse lo que significa “no pensar”. Ése es el objetivo de
varios pequeños capítulos que aparecen en la última parte de su gran
obra, La Revolución, un tanto olvidada en nuestros días (Quinet, 1877
[1865-1867]).1 Sólo señalo de paso que escribía en la
época del Segundo Imperio. En cierto momento, sostiene que no es tan
difícil conducir a un pueblo, durante un tiempo, a abstenerse de pensar.
Al parecer, ésta es la enseñanza que extrae de la época en la que los
franceses, fascinados por Napoleón, le atribuyeron un saber infalible
que los dejó en “cierto estupor”. Sin embrago, en otro momento, rechaza
la hipótesis de una especie de parálisis del pensamiento. La
“bestialidad” moderna, lo que él llama la “simpleza”, no le parece una
propiedad exclusiva de las masas, sino también de los intelectuales.
Piensa que esta simpleza, en su primer grado, se manifiesta en el nuevo
reino del sofisma (Quinet, 1877 [1865-1867]: 351-356). Ya no habla de un
abandono del pensamiento, de un estado de cosas en el cual ya no se
quiere pensar, sino de una voluntad de no pensar, que va acompañada de
una movilización de la inteligencia: lo que se observa en la creación de
teorías diversas, guiadas por el menosprecio del individuo. Una vez,
Quinet se pregunta: “¿Acaso es menor la servidumbre porque sea
voluntaria?” (Quinet, 1877 [1865-1867]: 320). Desde luego, Quinet le
otorga la importancia debida al miedo que suscita la dictadura, pero
precisa que ésta crea una “ceguera voluntaria” (Quinet, 1877
[1865-1867]: 324).
Probablemente, la noción de servidumbre voluntaria
se tomó de Étienne de La Boétie. Este autor había escrito una obra
extremadamente subversiva, Discurso de la servidumbre voluntaria,
alrededor del año 1550 (La Boétie, 1986 [1550]). Montaigne, tras la
muerte de su amigo, emprendió el proyecto de insertar este Discurso en
el corazón de sus Ensayos; tuvo que renunciar a él, por miedo a servir a
los intereses de los protestantes, que utilizaban la obra como un
panfleto, y por miedo a contribuir a la crisis del reino. En resumen, La
Boétie se cuestionaba acerca de los fundamentos de la dominación,
cuando ésta no era producto de una conquista, ni se mantenía únicamente
por la fuerza de las armas. No respondía a sus propias preguntas,
absteniéndose así de ocupar, con respecto a sus lectores, la posición de
autoridad que confiere la posesión de la verdad. La Boétie se
sorprendía e incitaba a sorprenderse de que los hombres se mostraran
dispuestos a darle todo al príncipe: todo, sus bienes, sus padres o
allegados, incluso su vida. ¿Acaso será, preguntaba, que los hombres
sucumben al encanto del Uno y ven en el cuerpo del príncipe la imagen de
un gran ser colectivo del cual ellos serían los miembros? Permítaseme
citar estas cuantas líneas, todavía tan perturbadoras para un lector de
nuestro tiempo: Éste que os domina tanto no tiene más que dos ojos, no
tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene ni una
cosa más de las que posee el último hombre de entre los infinitos que
habitan en vuestras ciudades. Lo que tiene de más sobre todos vosotros
son las prerrogativas que le habéis otorgado para que os destruya. ¿De
dónde tomaría tantos ojos con los cuales os espía si vosotros no se los
hubierais dado? ¿Cómo tiene tantas manos para golpear si no las toma de
vosotros? Los pies con que huella vuestras ciudades, ¿de dónde los tiene
si no es de vosotros? ¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, si no es
por obra de vosotros mismos? ¿Cómo osaría perseguiros si no hubiera sido
en confabulación con vosotros [s'il n'avait intelligence avec vous]?
(La Boétie, 1986 [1550]: 14)
Al forjar el concepto de servidumbre voluntaria, La
Boétie nos confronta con un enigma, nos incita a reconsiderar el
fenómeno totalitario.
Ni la aceleración del cambio que hace surgir una
historia por encima de los hombres, una historia cuyo movimiento hace
ley, ni la formación de ideologías, tales como el marxismo o el
darwinismo, ni el éxito del modelo de la organización social, derivado
de la ciencia y la tecnología, son suficientes para explicar las
características del nuevo sistema de dominación. Éste tiende a obtener, y
durante un tiempo lo consigue, la sumisión a la omnipotencia de un
dirigente supremo y, al mismo tiempo, la participación activa de una
gran parte de la población en la realización de objetivos homicidas.
Pongámonos de acuerdo sobre este punto: es indudable que hemos conocido
formaciones políticas, como el nazismo o el comunismo, que se
beneficiaron de semejante devoción, de tal resolución, por parte de
muchos de los que se sometían a ella, de darle todo, incluyendo su vida,
al poder.
El régimen comunista requiere una atención
particular, no sólo en razón de la dimensión de los crímenes cometidos
en la época del estalinismo (no olvido que el genocidio de los judíos
marca un grado extremo en la escala de la criminalidad), sino porque
creo que existen otras dos razones. La primera es que el terror se
ejerció, en gran medida, sobre una masa de gente ordinaria, que obedecía
las órdenes recibidas, y que las víctimas se sometieron a la regla de
la confesión, hasta el punto de renunciar a su inocencia: ejemplo
extremo de la servidumbre voluntaria. La segunda razón es que —aquí me
sumo a la fina observación de Quinet— esta servidumbre estuvo
acompañada, entre los militantes comunistas, de una movilización de la
inteligencia, de una extraordinaria proliferación de argumentos
sofísticos. Harold Rosenberg, un escritor que formaba parte de la
izquierda liberal estadounidense, señalaba con un humor sombrío (en uno
de los ensayos de The Tradition of the New [La tradición de lo nuevo],
publicado en la década de 1950) que el militante era un intelectual que
no tenía necesidad de pensar (Rosenberg, 1960: 184). Intelectual, en el
sentido de que se mostraba capaz de hacer razonamientos artificiosos
para explicar o justificar, en cualquier circunstancia, la línea del
partido. Ahora bien, señalémoslo una vez más aquí: cualquiera que sea la
seguridad que la ideología le provee al militante, ésta sólo le otorga
un saber muy general. Con todo, le hace falta, al entrar en contacto con
los acontecimientos y frente a lo arbitrario de las decisiones de los
dirigentes, demostrar cierta inventiva para explicar lo que parece
inexplicable. Solzhenitsyn dio ejemplos convincentes de este arte de
desbaratar las objeciones del sentido común o de negar las evidencias.
No se piense que al evocar a La Boétie, o bien a
escritores del siglo XIX, pretendo subestimar la novedad del fenómeno
totalitario. Este fenómeno sólo puede aparecer en el mundo moderno, un
mundo que no sólo ha sido transformado por la Revolución Industrial, de
donde surgieron técnicas de movilización y reclutamiento de las masas en
el partido y técnicas de propaganda inéditas, sino un mundo que también
ha sido transformado por la revolución democrática. Esta última arruinó
todas las jerarquías tradicionales y destruyó las divisiones
características del antiguo espacio social. La posibilidad de establecer
un régimen capaz de conseguir la integración de los múltiples sectores
de actividad al Estado, la unificación de las normas que rigen las
relaciones entre los hombres en toda la sociedad, la posibilidad de
establecer un régimen capaz de borrar las huellas de la división entre
dominantes y dominados, tal posibilidad se delineó en una época en la
que, en las democracias, se afirmaba la soberanía del pueblo, al mismo
tiempo que se reconocía la pluralidad de intereses y de creencias.
Algunos historiadores intentan explicar el origen
de los regímenes totalitarios poniendo en evidencia la coyuntura que
éstos aprovecharon: la de una crisis social, económica y nacional. Sin
embargo, por justificado que esté y por fecundo que sea el estudio de
los hechos, no nos exime de enfrentar el enigma de un poder que logra
aparecer como una emanación del pueblo y el agente de su depuración, el
creador de un cuerpo social sano, liberado de sus parásitos, trátese de
los pequeños burgueses en Rusia o de los judíos en Alemania. Aquí está
la prueba, se ha dicho, de que la gran arma de los movimientos
totalitarios es la ideología, la teoría de la raza superior o del
proletariado misionero. Sin embargo, lo que se conoce como ideología
sólo es eficaz gracias a la creación de un partido de un nuevo género:
un partido que rompe con todas las demás formaciones políticas, se
libera del marco de la legalidad y se fija como objetivo la conquista
del Estado.
El modelo del Partido bolchevique resulta
particularmente instructivo porque se acompaña de una ideología mucho
mejor articulada que la del nazismo. Existe la tentación de imputarle a
la doctrina marxista la causa principal de su gran influencia. Al
hacerlo, nos estamos cegando ante la transformación de la doctrina, dado
que ésta se inserta en una organización que se caracteriza por la
estricta disciplina que se impone a sus miembros. Sus principios son muy
conocidos: división del trabajo revolucionario, profesionalización de
la militancia, exigencia de dedicación incondicional de cada uno a la
causa del Partido. La organización tiende a encontrar en sí misma su
propio fin, en razón de su identificación con el proletariado. En su
interior, se opera un proceso de identificación del militante con el
dirigente supremo. El Partido no se reduce, como se ha supuesto, a la
función de un instrumento al servicio de la aplicación de una doctrina.
La doctrina se modela conforme al imperativo de una absoluta unidad del
Partido. Fuera de sus fronteras, ningún acceso a la verdad es posible,
ninguna participación en la lucha revolucionaria es posible.
Para retomar una fórmula de Quinet (1877
[1865-1867]: 322): “el pensamiento sólo está autorizado para producirse á
condicion de someterse á ciertas máximas impuestas”.*
Por consiguiente, el marxismo se encuentra depurado, liberado de
cualquier elemento de incertidumbre. Su enseñanza está circunscrita a
los límites de la definición que dio Lenin. En síntesis, de la obra de
Marx y de Engels, ya no queda más que un solo lector. De este modo, se
van combinando un cuerpo colectivo, el grupo de los militantes
fusionaDos unos con otros, y un cuerpo de ideas, un dogma. El que los
militantes sean creyentes es un hecho seguro, pero sólo lo son en la
medida en que creen todos juntos; donde para cada uno, el Yo se pierde
en el Nosotros. Una vez que el partido está en el poder, el principio de
la organización se difunde a toda la sociedad. Por supuesto, no es
posible obtener la disciplina característica del Partido en todo el
conjunto de la población. No obstante, en cada sector de actividad, se
exhorta a los individuos a ajustarse unos a otros, a considerarse como
los agentes de un aparato. Este espectáculo de una sociedad
completamente consagrada a la organización es, precisamente, el que
inspira a Arendt para plantear la idea de una dominación desde el
interior, es decir, una dominación de tal naturaleza que aquellos que la
padecen se prestan a integrarse en un sistema que encubre la violencia
del poder.
Sin embargo, si sólo nos atuviéramos a este
fenómeno, estaríamos ignorando el proceso de incorporación de los
individuos dentro de un ser colectivo, proceso que me esforcé por
esclarecer, en el marco del Partido. Este proceso tiende a reproducirse a
gran escala, sin jamás, es verdad, alcanzar su objetivo. Efectivamente,
a todo lo ancho de la sociedad vemos surgir una inmensa cantidad de
colectivos que tienen, cada uno, la propiedad de representar una especie
de cuerpo cuyos miembros están regidos por un mismo fin: sindicatos
profesionales, movimientos de jóvenes, agrupaciones culturales o
deportivas, uniones de escritores o de artistas, academias de ciencias,
asociaciones de todo tipo, que están controladas por el Partido. Al
considerar esta inmensa red de organismos en los que están atrapados los
ciudadanos, se mide la novedad y la amplitud de la empresa totalitaria.
Se mide también la atracción que proporciona el hecho de pertenecer a
una comunidad que forma un solo bloque, que ofrece la imagen del Uno.
¿Acaso no podemos añadir que, por medio de estas múltiples
incorporaciones, se impone la creencia en la gran comunidad del pueblo,
la cual se refleja en el cuerpo visible del dirigente supremo? Me
inclino a pensar que, en lo más profundo, la imagen del cuerpo es la que
mantiene la fe en el Uno. Mientras que la organización puede ser objeto
de discurso, y celebrarse su virtud, la imagen del cuerpo se ancla en
el inconsciente, su eficacia simplemente es más fuerte; persiste aun
cuando la organización se haya estropeado. Entonces, ¿cómo no admitir
que la negación a pensar se encuentra en el corazón del sistema
totalitario? En este sistema, pensar consistiría en aceptar el riesgo de
sentirse excluido de la comunidad. Evidentemente, el miedo suscita el
renunciamiento a pensar.
¿Quién podría subestimar el efecto que tiene el
miedo bajo el reinado de un poder terrorista, o bien, cuando éste se ha
moderado, de un poder policiaco? Sin embargo, existe otro miedo que debe
tomarse en cuenta: el de perder la seguridad psíquica que provee la
pertenencia a un colectivo.
No quisiera que se creyera con esto que la facultad
de pensar puede desaparecer en un régimen totalitario. El comunismo dio
origen a una élite compuesta por individuos de todas las condiciones,
en su mayoría anónimos, pero, entre ellos, hubo unos cuantos que no
tuvieron miedo de darse a conocer: hablo de la élite de la disidencia.
No existe mejor ejemplo en nuestros tiempos de la resistencia
indestructible del pensamiento. Por otra parte, no hemos podido terminar
de evaluar el desastre que provocó la larga educación para no pensar
que recibió la gran mayoría. El nacionalismo, en su forma más agresiva,
la del odio hacia un supuesto enemigo, tratado como una especie de
subhumanidad, sustituye al comunismo en la Rusia de Putin o bien en la
Serbia de Milosevic.
En gran medida, los occidentales permanecieron
ciegos frente al sistema totalitario que se estableció en Rusia. Según
una tesis, el proyecto de edificar una sociedad sin clases se ejecutaba
de acuerdo con los principios del marxismo, pero se enfrentaba a
dificultades que la teoría no permitía prever, ya que la revolución
proletaria se había producido en un país donde el capitalismo todavía no
desarrollaba plenamente las fuerzas productivas; la dictadura del
Partido y el recurso al terror eran resultado del estado de retraso en
el que se encontraba Rusia, del fracaso de la revolución en Alemania y
de la hostilidad de las potencias capitalistas. De acuerdo con una
segunda tesis —la de los trotskistas—, los fundamentos del socialismo se
habían establecido a través de la estatización de los medios de
producción, pero, por las razones que acabo de mencionar, se había
injertado provisionalmente en el poder una burocracia parasitaria de
esencia proletaria. De acuerdo con una tercera tesis, la formación de
una clase de managers provenía de las transformaciones características
de cualquier sociedad industrial moderna. Otra tesis más combinaba la
idea de una sociedad burocrática con la idea de un capitalismo de
Estado: este fenómeno, aunque Marx no lo previó, resultaba inteligible
en el marco de su análisis.
Por diferentes que fueran para algunos estas
interpretaciones, o incluso opuestas, tenían en común el efecto de
apartar la pregunta que planteaba la llegada de un régimen de una
naturaleza desconocida, es decir, apartar la cuestión de lo político y
enfocarse, sea en un encadenamiento de acontecimientos, sea en los
fenómenos puramente sociales y económicos.
Para mi propósito, resulta más significativa la
concepción de un tipo de régimen totalitario cuyas características se
definen a partir de criterios empíricos, con respecto al tipo que
constituiría la democracia liberal. Carl Joachim Friedrich fue quien
introdujo estos criterios y, grosso modo, los adoptó Raymond Aron (Aron,
1965). Parecería que esta concepción tiene los atributos de un análisis
político. Sin embargo, ¿acaso es suficiente, para captar la novedad del
Partido Comunista, tratarlo como una variante, que fue muy particular,
del partido único? ¿Acaso basta con observar que el Partido dispone del
monopolio de la actividad política, que está armado con una ideología
cuya autoridad es absoluta, y que el Estado detenta el monopolio de los
medios de coerción y de propaganda y que somete la mayoría de las
actividades económicas y profesionales? Reducirlo a una dominación
completamente exterior no es pensar el totalitarismo sino negarse a
pensarlo.El derrumbe del comunismo, decía yo al inicio, no puso fin al
debate. Hace algunos años, dos obras de historiadores eminentes, El
pasado de una ilusión de François Furet y La tragedia soviética de
Martin Malia, trazaron un nuevo esquema de interpretación. Estos dos
autores explotan una rica documentación y tienen el mérito de volver a
colocar el fenómeno comunista en los horizontes del mundo moderno. Se
dieron a la tarea de combinar la primera tesis que mencioné, la de una
edificación del socialismo expuesta a obstáculos imprevistos, con la de
un Estado todopoderoso que merece el calificativo de totalitario. No
obstante, la primera tesis se modifica de manera fundamental: a
diferencia de los defensores de la causa del socialismo, estos
historiadores piensan que la conducta de los dirigentes soviéticos
estuvo guiada constantemente por una ilusión (Furet, 1995) o una utopía
(Malia, 1994). Todos estos dirigentes habrían creído en el socialismo,
todos, incluido Stalin, pero el socialismo no habría sido más que una
quimera. Así, su política terrorista se esclarecería si se admitiera
que, momento tras momento, se enfrentaron a las “consecuencias no
deseadas” de medidas que no habían tomado en cuenta la realidad y que se
vieron obligados a radicalizar sus métodos para no renunciar al
objetivo final. En resumen, François Furet y Martin Malia, al constatar
la descomposición del régimen, obtienen la prueba de su inconsistencia
y, al mismo tiempo, le reconocen una coherencia: la de su ideología.
No me detendré a criticar esta concepción de la
historia del comunismo. Se trata de una historia, si nos atenemos a la
letra, idealista; es decir, completamente regida por ideas —una historia
desde arriba que descuida el análisis de una nueva estructuración de
las relaciones sociales y, en primer lugar, el análisis del
funcionamiento del partido—. La ingenuidad consiste en tomar al pie de
la letra el discurso de los dirigentes. La simplificación consiste en
hablar del bolchevismo como de la expresión directa de la utopía
revolucionaria, sin tomar en cuenta los múltiples movimientos que han
compartido la creencia en una transformación radical de la sociedad. Lo
único que importa destacar es la voluntad de reducir el totalitarismo a
un episodio sin consecuencias, una digresión.
En términos de Furet (1995), el totalitarismo sólo
fue un paréntesis en el transcurso del siglo XX y, hoy en día, ya está
cerrado. En términos de Malia (1994), el hecho de que el totalitarismo
se haya desplomado como un castillo de naipes demuestra que nunca fue
más que un castillo de naipes (sic). En resumen, según la visión de
ambos, nuestro tiempo es el de un regreso a la realidad. Pero no se
preguntan por qué una ilusión o una utopía, tan ampliamente compartida,
pudo surgir del mundo real del siglo XX, cuya marcha se supone que
debemos reanudar; por qué la creación de sistemas totalitarios fue
imprevista y, durante mucho tiempo, desconocida tanto por la derecha
liberal, como por una amplia fracción de la izquierda, siendo que los
occidentales tenían “los pies sobre la tierra”; y, finalmente, por qué
el modelo comunista ejerció tanta influencia en todos los continentes.
Circunscribir el comunismo en un espacio y en un
tiempo es querer creerse protegido de acontecimientos que pueden socavar
los fundamentos de nuestras sociedades. No obstante, el hecho de que
estos acontecimientos se hayan producido debería volvernos más sensibles
a lo imprevisible. Debería hacernos sospechar de la idea de que la
democracia ya no tiene enemigos y de que, por sí misma, no es el foco de
nuevos modos de opresión del pensamiento, de nuevos modos de
servidumbre voluntaria, cuyas consecuencias ignoramos.
Conferencia pronunciada en el año 2000 con motivo de la instalación de los Archivos Hannah Arendt en Berlín.
Primera edición en francés como “Le refus de penser le totalitarisme”, en C. Lefort, Le Temps présent. Écrits 1945-2005, París, Belin, 2007, pp. 969-980.
Traducción del francés al español de Vania Galindo Juárez
Primera edición en francés como “Le refus de penser le totalitarisme”, en C. Lefort, Le Temps présent. Écrits 1945-2005, París, Belin, 2007, pp. 969-980.
Traducción del francés al español de Vania Galindo Juárez
Correspondencia: Centre de Recherches Politiques Raymond Aron/École des Hautes Études en Sciences Sociales/105 Boulevard Raspail/75006 París/Francia/correo electrónico: paccaud@ehess.fr (pendiente pedir autorización de traducción y publicación). communication@editions-belin.fr;
† [Traducción corregida: la edición del FCE dice “Cada individuo sufre porque se le sujeta (…)”; el original en francés dice: “Chaque individu souffre qu'on l'attache (…)”. Nota del editor; cursivas nuestras.]
‡ [Traducción corregida: la edición del FCE dice: “se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir”; el original en francés dice: “que ne peutil leur ôter entièrement le trouble de penser et la peine de vivre?”. Nota del editor; cursivas nuestras.]
§ [“Mayoría” en contraste con “minoría”, es decir, por mayoría ha de entenderse la parte que triunfa en una votación. Nota del editor.]
1 Nueva edición en francés con un prefacio de Claude Lefort: Quinet (1987). [Nota del editor: se cita por la traducción al español del siglo XIX: Quinet (1877)].
* [Nota del editor: conservamos la ortografía original del siglo XIX.]
Bibliografía
Arendt, Hannah (1982) [1951], Los orígenes del totalitarismo, versión española de Guillermo Solana, Madrid, Alianza, 3 vols.
Aron, Raymond (1965), Démocratie et totalitarisme, París, Gallimard.
Furet, François (1995), El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, trad. de Mónica Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica.
La Boétie, Estienne de (1986) [1550], Discurso de la servidumbre voluntaria o el contra uno, estudio preliminar, trad. y notas de José María Hernández Rubio, Madrid, Tecnos.
Lefort, Claude (1999), La Complication. Retour sur le communisme, París, Fayard. Malia, Martin (1994), The Soviet Tragedy: A History of Socialism in Russia, 1917-1991, Nueva York, The Free Press.
Quinet, Edgar (1987) [1865-1867], La Révolution, pref. de Claude Lefort, París, Belin. (1877) [1865-1867], La revolución, precedida de la crítica de la misma, trad. de Mariano Blanch, Barcelona, La Anticuaria.
Rosenberg, Harold (1960), “The Heroes of Marxist Science”, en The Tradition of the New, Nueva York, McGraw-Hill, pp. 178-198.
Tocqueville, Alexis de (2001) [1835], La democracia en América, pref., notas y bibliografía de J. P. Mayer, introd. de Enrique González Pedrero, trad. de Luis R. Cuéllar, México, Fondo de Cultura Económica.
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