Trias:'la filosofia fins ara ha intentat transformar el món, del que es tracta, a partir d'ara, és d'interpretar-lo'

Pero a él llegué algo más tarde, con 20 años. Yo ya estaba con Nietzsche, con Savater y con Cioran; y había estado con Bertrand Russell y con Platón; y con otro filósofo que fue muy importante para mí: el Juan de Mairena de Machado.
A Trías no me había aproximado aún. Entonces, siendo estudiante en
Madrid, vi anunciada su participación en el paraninfo de Letras de la
Complutense, junto a Carlos París y Luis Racionero. Gracias a internet puedo decir la fecha: 17 de marzo de 1987. Acudí con un compañero del colegio mayor, que se apellidaba Cuadrado
y era bastante cuadriculado. Cuadriculadas fueron también las
intervenciones de París y Racionero. La de París, cuadriculadamente
marxista. La de Racionero, cuadriculadamente taoísta. Tuvieron lugar por
este orden, que era en el que estaban sentados. Trías fue el tercero.
Éramos pocos en la gran sala en declive, unos 15 o 20. Pronto supimos
que, además de pocos, éramos unos privilegiados.
Empezó con una cita de Marx, su conocida tesis sobre Feuerbach:
“Hasta ahora los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo.
De lo que se trata es de transformarlo”. Propuso un ejercicio: invertir
los términos y probar la verdad de la frase resultante. Esta quedaba
así: “Hasta ahora los filósofos no han hecho más que transformar el
mundo. De lo que se trata es de interpretarlo”. Pasó a probarla.
Primero, mostrando cómo los filósofos habían, en efecto, transformado el
mundo con la filosofía. Esta suponía una intervención y un
constreñimiento. Los filósofos, descontentos con el mundo, lo habían
transformado en sus sistemas. Frente a ello, Trías sugería la tarea de
acercarse al mundo sin transformarlo: de salir a su encuentro, o de
recibirlo; de estar atento a él, a la mirada y a la escucha; de
interpretarlo. Siguió dando vueltas sobre detalles que no recuerdo,
hasta que en un cierto momento —y este fue el momento deslumbrante—
indicó que había que entender la idea de interpretación también en su
sentido musical. Se trataba, pues, de interpretar el mundo como el
músico interpreta una partitura: pero una partitura móvil, más próxima a
la del jazz que a la de la música clásica; una partitura que, en
realidad, va haciéndose conforme el intérprete la ejecuta; según un
juego de recurrencias —de acercamientos y alejamientos en espiral— que
Trías denominaba principio de variación. Vivir era ejecutar variaciones musicales; y pensar también: porque las dos cosas iban juntas.
Escucharlo
aquella mañana ha sido uno de los grandes momentos intelectuales (y
estéticos) de mi vida. Recuerdo mi autoconciencia, de pronto, de estar
muy metido. De sentir, casi físicamente, el hilo de la verdad que
nos tenía magnetizados. Hasta el cuadriculado Cuadrado estaba absorto. Y
el propio Racionero, mirando a Trías a su derecha. Pero no era una
adhesión irracional, como la que se tiene a un brujo; sino que estaba animada por la racionalidad: una razón, ciertamente, con efectos
poéticos y musicales (Trías hablaba con cadencia hospitalaria), pero
ante todo razón. Al término, me despedí de Cuadrado y corrí a comprar
libros de Trías.
Fue la misma primavera en que me aficioné a Octavio Paz,
y en realidad las dos pasiones las viví juntas al comienzo. Encontraba
ciertas correspondencias entre uno y otro, que tenían que ver justamente
con la visión analógica, el simbolismo y el cruce de la pasión con la
razón; advertía pasajes entre la “otra voz” de Paz y el “límite” de
Trías. Y entre ambos despertaron mi devoción por Duchamp: Octavio Paz con su libro Apariencia desnuda y Trías con la segunda parte de Los límites del mundo:
“Crítica de la transparencia pura”, que es uno de los textos más
hermosos —y profundos y lumínicos— de la prosa española de nuestro
tiempo. Yo, que soy más de la literatura que de la filosofía (aunque a
la literatura le reclamo filosofía), admiro principalmente a Trías como
escritor: como escritor filosófico.
Ahora
que su obra está conclusa, puede observarse en ella un movimiento de
ola, que se forma, rompe en la playa, reposa y vuelve. Sería una ola
arquitectónico-musical. En su formación, en el avance que acumula
materiales, estarían las obras de su primer periodo: La filosofía y su sombra, Metodología del pensamiento mágico, Teoría de las ideologías, Filosofía y carnaval, La dispersión, Drama e identidad, El artista y la ciudad, La memoria perdida de las cosas, Meditación sobre el poder, Tratado de la pasión, Lo bello y lo siniestro, y sus estudios sobre Thomas Mann, Goethe, Hegel y Joan Maragall. En su rompimiento, sus obras de madurez, las que constituyen propiamente su sistema, el de la “filosofía del límite”: Filosofía del futuro —que vendría a ser un epílogo de la anterior etapa y un prólogo de la siguiente—, Los límites del mundo —su obra central—, La aventura filosófica, Lógica del límite y La razón fronteriza.
De este cuerpo se desgajan esquirlas, unas diríamos que hacia los
lados, como en sus libros sobre ética y política, y en sus insistencias
estéticas (sobre Vértigo o Calderón); y otras hacia el
frente, hacia más allá de la filosofía, en sus libros sobre la religión y
el espíritu, entre los cuales está uno de sus más importantes: La edad del espíritu. Sigue un momento de reposo, de recapitulación, con El árbol de la vida, El hilo de la verdad y Ciudad sobre ciudad. Y por fin se produce el repliegue, el regreso al mar con todo lo ganado (y perdido): sus últimas obras sobre música, El canto de las sirenas y La imaginación sonora, y el anunciado inédito, ya póstumo, De cine. Aventuras y extravíos.
La
sensación al leer a Trías es de grandeza: de intensificación y de
conjunción. El buen filósofo siembra asombro, y Trías era (seguirá
siendo en sus libros) un buen filósofo. Podría aplicársele esto de Schiller:
“Noble es, en general, todo espíritu que posee el don de transformar el
negocio más nimio y el objeto más pequeño en un infinito, por el modo
de tratarlo”. Su actitud era, como él mismo reconocía, la del compositor
musical; y podría decirse que era un compositor filosófico que componía
“sinfonías de ideas”. Así llama a las partes de Los límites del mundo; como denomina “singladuras” a los capítulos de La aventura filosófica.
De sus ideas me calaron la de la filosofía como “decir y hacer verdad” y
como “exploración del límite”; la de la pasión como fuente de
conocimiento; la de “dejarse afectar por el mundo”; la del “corazón
atroz de la belleza”; la del fundamento último de la ética como kafkiana
“voz del padre”; la del amor como “cuidado por la finitud del otro”; la
de que la relación que el artista mantiene con su obra es (debe ser) de
asistencia mutua; la de que hay una vía subterránea entre Platón y
Nietzsche, y es la fecundidad (en todos los sentidos); la del hombre
como “especie erótica y guerrera” y como “fronterizo”; la del ser como
“singular sensible en devenir”; la del mencionado “principio de
variación”, entre musical y ontológico; y la idea, en fin, del espacio-luz.
Para Trías la muerte era el salto de la totalidad del hombre al espacio-luz. En algún momento, a propósito de Goethe,
distingue entre las vidas que se consumen en un fulgor, románticamente,
y aquellas otras que aspiran a durar y dar frutos tardíos, como un
árbol. Trías se estaba preparando para esto, y hubiera sido un excelso
anciano; pero su muerte le ha dejado un halo romántico a su, por otra
parte, lograda madurez. De algún modo, ha dejado atado su vigor. Y queda
un eco pitagórico, el del siete de sus 70 años; que ahora se combina
con el tres de su nombre. Si tuviera que escoger solo tres de sus libros
serían Tratado de la pasión, Los límites del mundo y La aventura filosófica. Y si tuvieran que ser siete, añadiría El artista y la ciudad, Drama e identidad, Meditación sobre el poder y Lo bello y lo siniestro.
No he leído los últimos libros que publicó. Son obras que están ahí,
para algún día. Y me gusta ahora habérmelas dejado, para ese día oír su
voz desde el otro lado ya. Como la de los grandes filósofos.
José Antonio Montano, La grandeza de Trías, jotdown.es, 21/02/2013
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