Julio Quesada: "Paràbola del buròcrata i el tècnic".
Estamos obligados filosófica y literariamente a comenzar este análisis con Las flores del mal
de Baudelaire, cuya primera edición data de 1857. Su primera página y
primer poema está dedicado “Al lector”. Los doce últimos versos dicen
así: “Mas, entre los chacales, las panteras, los linces, / Los simios,
las serpientes, escorpiones y buitres, / Los aulladores monstruos,
silbantes y rampantes, / En la, de nuestros vicios, infernal mezcolanza
// ¡Hay uno más malvado, más lóbrego e inmundo! / Sin que haga feas
muecas ni lance toscos gritos/ Convertiría, con gusto, a la tierra en
escombro / Y, en medio de un bostezo, devoraría al Orbe; // Es el tedio!
—Anegado de un llanto involuntario, / Imagina cadalsos, mientras fuma
su yerba. / Lector, tú bien conoces al delicado monstruo, / Hipócrita
lector —mi prójimo—, mi hermano”.
Estas flores
enfermizas, como el mismo poeta califica a sus poemas, están dedicadas a
su maestro, Teófilo Gautier. Nada de particular, si no fuera porque la
poesía de Gautier tenía un “imperativo poético”: “Más vale la barbarie
que el aburrimiento”.
Investigadores de nuestra
civilización como Georges Steiner y Zygmunt Baumann han llamado la
atención sobre este aspecto del problema del mal: 1) que la modernidad
encierra en sí misma el itinerario que nos lleva a Auschwitz, y 2) que
por tal modernidad ambos autores entienden tanto profundo tedio, vacío o
ennui, como fabricación en serie y actividad febril.
Nuestro
poeta de la noche y de los prostíbulos tuvo sobre su propio suelo
cultural, sobre la refinada vida civilizada que se vivía en París, una
intuición que los filósofos estudiarán y desarrollarán: la profunda
relación entre el tedio, lo rutinario, la mecanización de nuestras
vidas, y esa válvula de escape que se esconde en el corazón del hombre y
en el corazón de la fábrica de la cultura, y que sueña con cadalsos.
Pero el poeta avisa, y esto es lo filosóficamente decisivo para nuestro
análisis, que este hombre que sueña con devorar al mundo no tiene nada
de diabólico, no lanza gritos, ni vomita espumarajos verdes por la boca
(“El Exorcista”), ni siquiera huele a azufre. Tan sólo se trata de un
hombre corriente, acaso hasta de un buen padre de familia; tan sólo se
trata de un modélico Funcionario del Tedio, simplemente estamos hablando
de un burócrata.
Pero, ¿qué tiene que
ver la burocracia con el problema del mal? Después de Eichmann en
Jerusalén —libro en donde Hannah Arendt recoge los pormenores del famoso
proceso contra este nazi, diseñador directo de la planificación de la
muerte de, aproximadamente, un millón de judíos—, después de la
investigación que llevó a cabo Hannah Arendt empezamos a comprender que
Baudelaire tenía razón, aunque las autoridades de su tiempo no sólo no
lo creyeran, sino que el Tribunal Correccional de París condenara la
primera edición de Las flores del mal, suprimiendo seis poemas por falta de moralidad. Ahora sabemos de qué estaba enfermo ese funcionario modélico: era banal.
Es decir, que lo que Arendt viene a subrayar es que detrás de Eichmann
no hay ningún instinto diabólico, especialmente perverso, ni se trata de
un estúpido sino de un hombre con carrera; de ahí que defina a este mal
como mal banal, y, de ahí, a su vez, el significativo subtítulo de esta
obra: Ensayo sobre la banalidad del mal. “Fue —escribe—, como si aquellos últimos minutos resumieran la lección de la terrible vaciedad del mal,
ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”. A la
luz de esto —Eichmann sólo estaba “cumpliendo órdenes”, aunque él
trataba de que las víctimas no sufrieran “demasiado” (mentiras
del acusado, comprobadas por parte de los fiscales)— parecería,
entonces, como si el secreto del mal, que viene preocupando desde
Epicuro hasta nuestros días, fuera que carece de misterio.
En lo tocante al problema del mal tal y como se ha expresado en el siglo XX, no estamos ante un drama sino ante una tragedia:
y es la conclusión de Arendt y Baumann, ya que la civilización puede
perfectamente dejar de pensar aunque siga conectada, corazón de la modernidad, a una razón que sabe cómo solucionar problemas técnicos del tipo de la Solución Final.
El mal banal no es ausencia de racionalidad moderna, sino la puesta en práctica del domino del saber sobre el pensar.
Dicho de otro modo, la solución a la que llegaron los nazis después de
planteado “el problema” por Hitler en 1941 —carta que recibe Heydrich el
31 de julio de Hermann Goring para que preparase “la solución general (Gesamtlösung)
del problema judío, en la zona de influencia alemana en Europa”, y que
presentara una “propuesta general… para la ejecución de la tan deseada
Solución Final (Endlösung) del problema judío” —no hubiera sido posible sin la profunda alianza moderna que se da entre burocracia y técnica.
Gasear y quemar a 24.000 personas en un solo día de agosto de 1944, y
en un solo campo de extermino, es lo que a la filosofía le obliga a
sorprenderse, vamos a decirlo con Aristóteles, ante lo que este suceso
histórico, auténtico giro copernicano del mal, tiene de aporía.
Si
resulta, como nos parece, que filósofos e historiadores (como Heidegger
y Nolte) no desean encarar el recuerdo del horror de frente, la razón
no hay que buscarla exclusivamente desde la perspectiva nacional
alemana: ¿cómo enseñar lo que pasó en Auschwitz y Treblinka?, ¿qué lugar
tienen los campos de la muerte en una Historia de Alemania cuando lo
que se pretende, precisamente, es “reescribir” la historia para que todo
aparezca como políticamente correcto (por ejemplo, la cohabitación
entre “hermenéutica” y “relativismo nihilista” cuando se afirma que no
hay hechos en sí sino sólo “interpretaciones”, da lugar a la
desaparición de las diferencias entre “verdugos” y “víctimas”), sino,
más bien, en el carácter ontológico que encierra el problema del mal.
El
Holocausto como “problema ontológico” significa que le tenemos que
decir definitivamente adiós a nuestros educados, civilizados, fantasmas
cartesianos; que la hipótesis del “genio maligno” ha tomado, o debería
tomar, a la luz de los crímenes en masa cometidos en el siglo XX, una
prioridad ontológica porque atañe directamente al ser de nuestra
civilización. Ya no dudamos, sino que encaramos una sospecha corrosiva:
ni el Holocausto, ni los asesinatos llevados a cabo por el formidable
aparato de Stalin montado en torno a la NKVD, pueden seguir
representándose, para mantener el tipo frente al resto del mundo y ante
nuestra propia conciencia, como si sólo se trataran de “desvíos”
aislados en la recta marcha hacia el Progreso que, debemos recordar, es
como se autodefine filosóficamente la esencia de la Modernidad basada en
la razón. Pero el Holocausto no es un inesperado cáncer que brota por
arte de magia en el saludable cuerpo de la civilización occidental,
sino, todo lo contrario, su acontecimiento histórico nos desvela el
rostro de una verdad pavorosa que no queremos admitir: el rostro oculto
de nuestra propia sociedad.
Como nos ha revelado
quien estuvo allí, Primo Levi, a Auschwitz debemos estudiarlo,
“entenderlo”, desde el punto de vista moderno: el sistema de fábricas.
Identidad y diferencia: en vez de producir mercancías, los seres
humanos ocupaban el lugar de la materia prima. Su producto final era la
muerte, obviedad desgraciada; pero lo obvio es más profundo aunque fuera
el modelo social de vida moderna, es decir, producción de muertes en
tanto concepto de productividad cuya economía evaluaba sistemáticamente
tanto las “unidades”, como el “tiempo”, que los equipos especializados
especificaban en las tablas de producción de cada sección del campo de
exterminio. Lugar que hubiera sido otro si en su horizonte, o paisaje de
producción, no se alzaran las chimeneas, otro símbolo del sistema
moderno de fábricas, de donde salía humo acre, como describe Primo Levi,
producido por la cremación de la carne humana. Y de igual forma que la
red de ferrocarriles alemanes, envidia de todo el mundo, llevaba puntual
y eficazmente el cargamento de un lado a otro, también esta misma red
de comunicación llevaba la materia prima hasta las fábricas. Las
víctimas que eran gaseadas inhalaban bolitas de ácido prúsico,
producidas por la avanzada tecnología química alemana. Los crematorios
fueron diseñados por ingenieros. Las torturas que nos harían progresar
científicamente fueron calculadas por eminentes médicos. La burda
ideología del partido nazi fue re-fundada filosófica, histórica y
jurídicamente por magníficos profesores universitarios al completo
servicio de este sistema de producción. En fin, los administradores se
hicieron cargo de montar y poner en marcha la dinámica que fluidificaría
todos estos compartimentos, auténtica división del trabajo, y que dará
lugar a esa vitoreada “precisión alemana”, alma mater del
sistema burocrático que funcionó con tanto entusiasmo y eficiencia en la
transmisión y sagrada obediencia de órdenes, aunque fueran las más
descabelladas.
Por supuesto que no estamos
afirmando que la civilización moderna sea la “condición suficiente” del
Holocausto, pero sí su “condición necesaria”. Lo que queremos subrayar
es que el problema del mal, tal y como se expresa históricamente en
Auschwitz, sería imposible sin esta racionalización metódica de la muerte. Método que atañe al ser de la modernidad técno-burocrática en seis aspectos fundamentales:
1. La Administración (no sólo el racismo visceral de Hitler contra los judíos) pone en marcha una planificación que el espíritu burocrático lleva a cabo con una meticulosidad tan rígida como eficiente.
2. El Ejército puso en acción esta máquina de destrucción bajo el sello de la también vitoreada disciplina e insensibilidad de la precisión militar “prusiana”.
3. La Industria
transformó los campos de la muerte en fuentes de ahorro que funcionaban
como fábricas: “Los cadáveres eran tratados como materia prima —escribe
Primo Levi—, de la que se extraía el oro de los dientes, los cabellos
como materia textil, las cenizas como fertilizantes agrícolas”. Todo
estaba calculado con una “locura geométrica”. El Block 29 del campo, nos
recuerda, tenía siempre las ventanas cerradas porque era el Frauenblock, es decir, prostíbulo servido por las muchachas polacas y reservado a los Reichsdeutsche.
4. La Banca
—lo hemos podido comprobar hoy día tras las reclamaciones y denuncias
de supervivientes y familiares judíos despojados de sus bienes— se
encargó de hacer desaparecer legalmente los ahorros de los judíos, bien invirtiéndolos directamente en la industria de guerra o ya mandándolos a la “neutral” Suiza.
5. El Partido nazi abonó, ideológicamente, la creencia en una ciencia alemana como destino o misión histórica, cuyo cumplimiento exigía la transformación de la virtud del honor en lealtad al Führer. La individualidad de la conciencia, como en una cadena de montaje,
era absolutamente impensable. El concepto de lo político
(“decisionismo”) en Carl Schmitt y la “refundación” de la percepción y
de la polis en Martin Heidegger son modélicos ejemplares de la
contribución de la Academia al nazismo con todas sus consecuencias.
6. La Iglesia católica
(aunque en general todas las Iglesias), santo y seña de la civilización
occidental en tanto piedad y ayuda al prójimo, se abstuvo de intervenir
desde el púlpito ante sus fieles. Llegándose a esta aporía
teológico-política (que diría Spinoza): mientras Galileo seguía
excomulgado y sus libros en el Índice de la Inquisición, al mismo tiempo
el Estado Vaticano firmaba tratados con el III Reich.
Se trata de todo un dispositivo
calculado racionalmente, causas-efectos, para resolver lo que según
Hannah Arendt era el verdadero problema de la Solución Final: ¿cómo vencer la “piedad animal” que sienten los hombres normales ante el sufrimiento físico?
Ahí es donde interviene lo que Max Weber denominó “el honor del
funcionario”, al que hemos aludido anteriormente, virtud que consiste en
su capacidad para llevar a cabo “a conciencia” las órdenes de la
autoridad superior. No inconscientemente, sino procurando que esa puesta
en práctica de las órdenes coincidiera con sus propias convicciones; de
forma, pues, que el honor del funcionario consiste en una síntesis
perfecta, sin el menor resquicio de duda, entre “una elevada disciplina
moral” y “la negación de uno mismo”. Y por esta transformación moral del
honor pudo Eichmann, una y otra vez, insistir en que él no sólo estaba
obedeciendo una orden, sino que estaba acatando la ley.
Hannah Arendt, con mucha perspicacia, comenta al respecto que la Ley del Funcionariado —el Füherprincip— era “una parodia” del “imperativo categórico de Kant” ya que esta Ley apoyaba la subordinación burocrática en lugar de la autonomía individual: “Actúa como si el fundamento de tu actuación fuera el mismo que el del legislador o el de las leyes de la tierra”.
Pues
bien, en la medida que los hombres (no hablamos de “asesinatos natos”,
lo que resolvería nuestro problema) han logrado vencer esta piedad en el
marco del acatamiento a una ley positiva, podemos decir no ya que la
modernidad ha fracasado, sino algo mucho más profundo, y, de ahí, que
denominemos a esta cuestión como “problema ontológico”, porque lo que ha
estallado es el propio ser del hombre tal y como lo creíamos: incapaz
de atacar deliberadamente el principio del bien que, eso se suponía,
fundamentaba a nuestra sociedad. El Holocausto es la demostración de que
la civilización ha fracasado, de que la civilización moderna no puede
en ningún momento salvarnos de nuestra propia imaginería del terror, de
que “civilización” y “barbarie” (en la conjunción que la época moderna
nos ha brindado como parte del progreso) parecen ser las dos caras de
una misma moneda. Esta es la verdad pavorosa que nos cuesta trabajo
admitir. Y es en este sentido en el que podemos decir que no estamos en
una época “postmoderna”, sino, y como advertía George Steiner En el castillo de Barbazul, en una peligrosa “postcultura” puesto que ya hemos conseguido, técnicamente, construir el Infierno aquí en la tierra, dejando muy atrás “el orden y las simetrías más importantes de la civilización occidental”.
A
partir de esta conciencia necesitamos, de nuevo, la ayuda del viejo
Kant, porque si ha habido un filósofo que, como la última mujer de
Barbazul, se ha atrevido a encarar lo que había tan celosamente guardado
en aquella habitación del castillo, ese filósofo, a nuestro juicio, no
es otro que Kant. Ya nadie puede dudar de que lo que tan celosamente
guarda nuestra razón bienpensante —Nihil est sine ratione— en ese “cuarto oscuro de la conciencia” —la expresión es de Nietzsche en Verdad y mentira en sentido extra-moral— es la realidad, la positividad, del mal. El odio no es una falta de amor, sino un amor negativo.
Julio Quesada Martín, La filosofía y el mal ,Editorial Síntesis, Madrid, 2004.
Versión revisada de un capítulo del libro.
Comentaris