La utilitat del coneixement "inútil"
Bertrand Russell |
El
Renacimiento, que estaba en su apogeo en Inglaterra en tiempos de
Bacon, implicaba una rebelión contra el concepto utilitarista del
conocimiento. Los griegos habían adquirido gran familiaridad con Homero,
como nosotros con las canciones de los cafés cantantes, porque les
gustaba, y ello sin darse cuenta de que estaban comprometidos en la
búsqueda del conocimiento. Pero los hombres del siglo XVI no podían
empezar a entenderlo sin asimilar primero una considerable cantidad de
erudición lingüística. Admiraban a los griegos y no querían verse
excluidos de sus placeres; por ello los imitaban, tanto leyendo los
clásicos como de otras formas menos confesables. El saber, durante el
Renacimiento, era parte de la joie de vivre, tanto como beber o hacer el
amor. Y esto es cierto no solamente de la literatura, sino también de
otros estudios más ásperos. Todo el mundo conoce la historia del primer
contacto de Hobbes con Euclides: al abrir el libro, casualmente, en el
teorema de Pitágoras, exclamó: "¡Por Dios! ¡Esto es imposible!", y
comenzó a leer las demostraciones en sentido inverso hasta que, llegado
que hubo a los axiomas, quedó convencido. Nadie puede dudar de que éste
fue para él un momento voluptuoso, no mancillado por la idea de la
utilidad de la geometría en la medición de terrenos.
Cierto
es que el Renacimiento dio con una utilidad práctica para las lenguas
antiguas en relación con la teología. Uno de los primeros resultados de
la nueva pasión por el latín clásico fue el descrédito de las decretales
amañadas y de la donación de Constantino. Las inexactitudes
descubiertas en la Vulgata y en la versión de los Setenta hicieron del
griego y del hebreo una parte imprescindible del equipo de controversia
de los teólogos protestantes. Las máximas republicanas de Grecia y Roma
fueron invocadas para justificar la resistencia de los puritanos a los
Estuardo y de los Jesuitas a los monarcas que habían negado obediencia
al papa. Pero todo esto fue un efecto, más bien que una causa, del
resurgimiento del saber clásico, que en Italia había sido plenamente
cultivado durante casi un siglo antes de Lutero. El móvil principal del
Renacimiento fue el goce intelectual, la restauración de cierta riqueza y
libertad en el arte y en la especulación, que habían estado perdidas
mientras la ignorancia y la superstición mantuvieron los ojos del
espíritu entre anteojeras.
Se
descubrió que los griegos habían dedicado parte de su atención a temas
no puramente literarios o artísticos, como la filosofía, la geometría y
la astronomía. Estos estudios, por tanto, se consideraron respetables,
pero otras ciencias quedaron más abiertas a la crítica. La medicina, es
cierto, se hallaba dignificada por los nombres de Hipócrates y Galeno,
pero en el período intermedio había quedado casi estrictamente limitada a
los árabes y a los judíos, e inextricablemente entremezclada con la
magia. De aquí la dudosa reputación de hombres como Paracelso. La
química todavía tenía peor reputación, y comenzó a alcanzar con
dificultades alguna respetabilidad en el siglo XVIII.
Y
de esta forma vino a resultar que el conocimiento del griego y del
latín, con unas nociones superficiales de geometría y quizá de
astronomía, fuera considerado como el equipo intelectual de un
caballero. Los griegos desdeñaban las aplicaciones prácticas de la
geometría, y solamente en su decadencia hallaron utilidad a la
astronomía, a guisa de astrología. En los siglos XVI y XVII,
principalmente, se estudiaron las matemáticas con desinterés helénico, y
se tendió a ignorar las ciencias que habían sido degradadas por su
conexión con la magia. Un cambio gradual hacia una concepción más amplia
y práctica del conocimiento, que había ido produciéndose a lo largo de
todo el XVIII, experimentó de pronto una aceleración al final de aquel
período a causa de la Revolución francesa y del desarrollo del
maquinismo: la primera dio un golpe a la cultura señorial, mientras el
segundo ofrecía un nuevo y asombroso campo de acción para el ejercicio
de las técnicas no señoriales. Durante los últimos ciento cincuenta
años, los hombres se han venido cuestionando, cada vez más
vigorosamente, el valor del conocimiento, y han llegado a creer, cada
vez con más firmeza, que el único conocimiento que merece la pena
adquirir es aquel que resulta aplicable en algún aspecto a la vida
económica de la comunidad.
En
países como Francia e Inglaterra, que tienen un sistema educacional
tradicional, el aspecto utilitario del conocimiento ha prevalecido sólo
parcialmente. Hay todavía, por ejemplo, en las universidades profesores
de chino que leen los clásicos chinos, pero que no conocen las obras de
Sun Yat-sén, que crearon la China moderna. Hay todavía personas que
conocen la historia antigua en tanto fue relatada por autores de estilo
depurado, es decir, hasta Alejandro en Grecia y Nerón en Roma, pero que
se niegan a conocer la mucho más importante historia posterior en razón
de la inferioridad literaria de los historiadores que la escribieron.
Aun en Francia e Inglaterra, sin embargo, la vieja tradición está
desapareciendo, y en países más actualizados, como Rusia y los Estados
Unidos, se ha extinguido totalmente. En los Estados Unidos, por ejemplo,
las comisiones de educación señalan que mil quinientas palabras son
todas las que la mayor parte de la gente utiliza en la correspondencia
comercial, y proponen, en consecuencia, que todas las demás se eviten en
el programa escolar. El inglés básico, una invención británica, va
todavía más allá y reduce el vocabulario necesario a ochocientas
palabras. La concepción del lenguaje como algo capaz de valor estético
está muriendo, y se está llegando a pensar que el único propósito de las
palabras es proporcionar información práctica. En Rusia, la persecución
de finalidades prácticas es todavía más intensa que en Norteamérica:
todo lo que se enseña en las instituciones de educación tiende a servir a
algún propósito evidente de carácter educacional o gubernamental. La
única escapada la permite la teología: alguien tiene que estudiar las
Sagradas Escrituras en el original alemán, y unos cuantos profesores
tienen que aprender filosofía para defender el materialismo dialéctico
contra la crítica de los metafísicos burgueses. Pero cuando la ortodoxia
se establezca más firmemente, aun esta estrecha rendija se cerrará.
El saber está comenzando a ser considerado en todas partes, no como un bien en si mismo, sino como un medio.
No
crear una visión amplia y humana de la vida en general, sino tan sólo
como un ingrediente de la preparación, ésto es parte de la mayor
integración de la sociedad, aportada por la técnica científica y las
necesidades militares. Hay más interdependencia económica y política que
en el pasado y, por tanto, hay una mayor presión social, que obliga al
hombre a vivir de una manera que sus convecinos estimen útil. Los
establecimientos docentes, excepto los destinados a los muy ricos o (en
Inglaterra) los que la antigüedad ha hecho invulnerables, no pueden
gastar su dinero como quieren, sino que han de satisfacer los propósitos
útiles del estado al que sirven, proporcionando preparación práctica e
inculcando lealtad. Esto es parte sustancial del mismo movimiento que ha
conducido al servicio militar obligatorio, a los exploradores, a la
organización de partidos políticos y a la difusión de la pasión política
por la prensa. Todos somos más conscientes de nuestros conciudadanos de
lo que solíamos, estamos más deseosos, si somos virtuosos, de hacerles
bien y, en todo caso, de obligarles a que nos hagan bien. No nos gusta
pensar que alguien esté disfrutando de la vida pertinente, por muy
refinada que pueda ser la calidad de su disfrute. Sentimos que todo el
mundo debería estar haciendo algo para ayudar a la gran causa
(cualquiera que ésta sea), tanto más por cuanto tantos malvados están
trabajando en contra de ella y tienen que ser detenidos. No gozamos de
descanso mental, por lo tanto, para adquirir ningún conocimiento,
excepto los que puedan ayudarnos en la lucha por lo que quiera que sea
que juzguemos importante.
Hay
mucho que decir en cuanto al estrecho criterio utilitarista de la
educación. No hay tiempo de aprenderlo todo antes de empezar a crearse
un medio de vida, y no hay duda de que el conocimiento "útil" es muy
útil. Él ha hecho el mundo moderno. Sin él no tendríamos máquinas, ni
automóviles, ni ferrocarriles, ni aeroplanos; debemos añadir que no
tendríamos publicidad ni propaganda modernas. El conocimiento moderno ha
dado lugar a un inmenso mejoramiento en el promedio de salud y, al
mismo tiempo, ha revelado cómo exterminar grandes ciudades con gases
venenosos. Todo lo que distingue nuestro mundo al compararlo con el de
otros tiempos, tiene su origen en el conocimiento "útil". Ninguna
comunidad se ha saciado todavía de él, y es indudable que la educación
debe continuar promoviéndolo.
También
tenemos que admitir que buena parte de la tradicional educación
cultural era estúpida. Los jóvenes consumían muchos años aprendiendo
gramática latina y griega, sin llegar a ser, finalmente, capaces de leer
un autor griego o latino, ni a sentir siquiera el deseo de hacerlo
(excepto en un pequeño porcentaje de los casos). Las lenguas modernas y
la historia son preferibles, desde cualquier punto de vista, al latín y
al griego. No solamente son más útiles, sino que proporcionan mucha más
cultura en mucho menos tiempo. Para un italiano del siglo XV, dado que
prácticamente todo lo que merecía la pena leer estaba escrito, si no en
su propia lengua, en griego o en latín, estos idiomas eran
indispensables llaves de la cultura. Pero desde aquellos tiempos se han
desarrollado grandes literaturas en diversas lenguas modernas, y el
proceso de la civilización ha sido tan rápido, que el conocimiento de la
antigüedad se ha hecho mucho menos útil para la comprensión de nuestros
problemas que el conocimiento de las naciones modernas y su historia
comparativamente reciente. El punto de vista tradicional del maestro de
escuela, admirable en los tiempos del resurgir cultural, se fue haciendo
cada vez más totalmente estrecho, ya que ignoraba lo que el mundo ha
hecho desde el siglo XV. Y no sólo la historia y las lenguas modernas,
sino también la ciencia, cuando se enseña apropiadamente, contribuye a
la cultura. Es posible, por tanto, sostener que la educación debe tener
otras finalidades que la utilidad inmediata, sin defender el plan de
estudios tradicional. Utilidad y cultura, cuando ambas se conciben con
amplitud de miras, resultan menos incompatibles de lo que parecen a los
fanáticos abogados de una y otra.
Aparte,
no obstante, de los casos en que la cultura y la utilidad inmediata
pueden combinarse, hay utilidad mediata, de varias clases distintas, en
la posesión de conocimiento que no contribuye a la eficiencia técnica.
Creo que algunos de los peores rasgos del mundo moderno podrían
mejorarse con un mayor estímulo a tal conocimiento y una menos
despiadada persecución de la mera competencia profesional.
Cuando
la actividad consciente se concentra por entero en algún propósito
definido, el resultado final, para la mayoría de la gente, es el
desequilibrio, acompañado de alguna forma de alteración nerviosa. Los
hombres que dirigían la política alemana durante la guerra cometieron
equivocaciones en lo que se refiere, por ejemplo, a la campaña
submarina, que llevó a los americanos al lado de los aliados, y que
cualquier persona que hubiera tratado el tema con la mente despejada
hubiera estimado imprudente, pero que ellos no pudieron juzgar
cuerdamente a causa de la concentración mental y la falta de descanso.
El mismo tipo, de situación se ve dondequiera que grupos de hombres,
emprenden tareas que imponen un, prolongado esfuerzo sobre los impulsos
espontáneos. Los imperialistas japoneses, los comunistas rusos, los
nazis alemanes, todos viven en una especie de tenso fanatismo que
procede del vivir demasiado exclusivamente en el mundo mental de
determinadas tareas que deben realizarse. Cuando las tareas son tan
importantes y tan realizables como suponen los fanáticos, el resultado
puede ser magnífico; pero en la mayor parte de los casos la estrechez de
miras ha determinado el olvido de alguna poderosa fuerza neutralizante o
ha hecho que todas aquellas fuerzas semejen la obra del diablo, que ha
de cumplirse por el castigo y el terror. Los hombres, como los niños,
tienen necesidad de jugar, es decir, de periódos de actividad sin más
propósito que el goce inmediato. Pero si el juego sirve su propósito, ha
de ser posible hallar placer e interés en asuntos no relacionados con
el trabajo.
Las
diversiones de los habitantes de las ciudades modernas tienden a ser
cada vez más pasivas y colectivas, y a reducirse a la contemplación
inactiva de las habilidosas actividades de otros. Sin duda, tales
diversiones son mejores que ninguna, pero no son tan buenas como podrían
serlo las de una población que tuviese, debido a la educación, un más
amplio campo de intereses intelectuales conectados con el trabajo. Una
mejor organización económica, que permitiera a la humanidad beneficiarse
de la productividad de las máquinas, conduciría a un muy grande aumento
del tiempo libre, y el mucho tiempo libre tiende a ser tedioso excepto
para aquellos que tienen considerables intereses y actividades
inteligentes. Para que una población ociosa sea feliz, tiene que ser
población educada, y educada con miras al placer intelectual, así como a
la utilidad directa del conocimiento técnico.
El
elemento cultural en la adquisición de conocimientos, cuando es
asimilado con éxito, conforma el carácter de los pensamientos y los
deseos de un hombre, haciendo que se relacionen, al menos en parte, con
grandes objetivos impersonales y no sólo con asuntos de importancia
inmediata para él. Se ha aceptado demasiado a la ligera que, cuando un
hombre ha adquirido determinadas capacidades por medio del conocimiento,
las usará en forma socialmente beneficiosa. La concepción estrechamente
utilitarista de la educación ignora la necesidad de disciplinar los
propósitos de un hombre tanto como su práctica técnica. En la naturaleza
humana no educada hay un considerable elemento de crueldad, que se
muestra de muchas formas, importantes o insignificantes. Los niños en la
escuela tienden a ser crueles con un nuevo niño, o con cualquiera cuyas
ropas no sean totalmente convencionales. Muchas mujeres (y no pocos
hombres) provocan todo el sufrimiento que pueden por medio de la
murmuración maliciosa. Los españoles disfrutan con las corridas de
toros; los ingleses disfrutan cazando. Los mismos crueles impulsos
adquieren formas más serias en la caza de judíos en Alemania y de kulaks
en Rusia. Todo imperialismo ofrece campo para tales impulsos, y en la
guerra son santificados como la más elevada forma del deber público.
De
modo que se debe admitir que gente con un alto nivel de educación es a
veces cruel; y creo que no puede haber duda de que esa gente es cruel
mucho menos frecuentemente que aquella cuya mente se ha dejado en
barbecho. El bravucón del colegio rara vez es un muchacho cuyo
aprovechamiento en los estudios está por sobre el promedio. Cuando tiene
lugar un linchamiento, los cabecillas son casi invariablemente hombres
muy ignorantes. Esto no es así porque el cultivo de la mente produzca
sentimientos humanitarios positivos, aunque puede hacerlo; es más bien
porque proporciona otros intereses que el mal trato a los vecinos, y
otras fuentes de respeto a la propia personalidad que la afirmación de
dominio. Las dos cosas más universalmente deseadas son el poder y la
admiración. Los hombres ignorantes, generalmente, no pueden conseguir
ninguna de las dos sino por medios brutales que llevan aparejada la
adquisición de superioridad física. La cultura proporciona al hombre
formas de poder menos dañinas y medios más dignos para hacerse admirar.
Galileo hizo más que cualquier monarca para cambiar el mundo, y su poder
excedió inconmensurablemente del de sus perseguidores. No tuvo, por
tanto, necesidad de aspirar a ser, a su vez, perseguidor.
Quizá
la ventaja más importante del conocimiento "inútil" es que favorece un
estado mental contemplativo. Hay en el mundo demasiada facilidad, no
sólo para la acción sin la adecuada reflexión previa, sino también para
cualquier clase de acción en ocasiones en que la sabiduría aconsejaría
la inacción. La gente muestra sus tendencias en esta cuestión de varias
curiosas maneras. Mefistófeles dice al joven estudiante que la teoría es
gris pero el árbol de la vida es verde, y todo el mundo cita esto como
si fuera la opinión de Goethe, en lugar de lo que éste suponía que era
probable que dijera el diablo a un estudiante. Hamlet es tenido por una
terrible advertencia contra el pensamiento sin acción, pero nadie tiene a
Otelo como una advertencia contra la acción sin pensamiento. Los
profesores como Bergson, por una especie de culto de moda al hom bre
práctico, condenan la filosofía y dicen que la vida, en su manifestación
más elevada, debería parecerse a una carga de caballería. Por mi parte,
estimo que la acción es mejor cuando surge de una profunda comprensión
del universo y del destino humano, y no de cualquier impulso
salvajemente apasionado de romántica pero desproporcionada afirmación
del yo. El hábito de encontrar más placer en el pensamiento que en la
acción es una salvaguarda contra el desatino y el excesivo amor al
poder, un medio para conservar la serenidad en el infortunio y la paz de
espíritu en las contrariedades. Es Probable que, tarde o temprano, una
vida limitada a lo personal llegue a ser insoportablemente dolorosa;
sólo las ventanas que dan a un cosmos más amplio y menos inquietante
hacen soportables los más trágicos aspectos de la vida.
Una
disposición mental contemplativo tiene ventajas que van de lo más
trivial a lo más profundo. Para empezar están las aflicciones de menor
envergadura, tales como las pulgas, los trenes que no llegan o los
socios discutidores. Al parecer, tales molestias apenas merecen la pena
de unas reflexiones sobre las excelencias del heroísmo o la
transitoriedad de los males humanos, y, sin embargo, la irritación que
producen destruye el buen ánimo y la alegría de vivir de mucha gente. En
tales ocasiones, puede hallarse mucho consuelo en esos arrinconados
fragmentos de erudición que tienen alguna conexión, real o imaginaria,
con el conflicto del momento; y aun cuando no tengan ninguna, sirven
para borrar el presente de los propios pensamientos. Al ser asaltados
por gente lívida de rabia, es agradable recordar el capítulo del Tratado
de las pasiones de Descartes titulado "Por qué son más de temer los que
se ponen pálidos de furia que aquellos que se congestionan". Cuando uno
se impacienta por la dificultad existente para asegurar la cooperación
internacional, la ansiedad disminuye si a uno se le ocurre pensar en el
santificado rey Luis IX antes de embarcar para las cruzadas, aliándose
con el Viejo de la Montaña, que aparece en Las mil y una noches como la
oscura fuente de la mitad de la maldad del mundo. Cuando la rapacidad de
los capitalistas se hace opresiva, podemos consolarnos en un instante
con el recuerdo de que Bruto, ese modelo de virtud republicana, prestaba
dinero a una ciudad al cuarenta por ciento y alquilaba un ejército
privado para sitiarla cuando dejaba de pagarle los intereses.
El
conocimiento de hechos curiosos no sólo hace menos desagradables las
cosas desagradables, sino que hace más agradables las cosas agradables.
Yo encuentro mejor sabor a los albaricoques desde que supe que fueron
cultivados inicialmente en China, en la primera época de la dinastía
Han; que los rehenes chinos en poder del gran rey Kaniska los
introdujeron en la India, de donde se extendieron a Persia, llegando al
Imperio romano durante el siglo I de nuestra era; que la palabra
"albaricoque" se deriva de la misma fuente latina que la palabra
"precoz", porque el albaricoque madura tempranamente, y que la partícula
inicial "al" fue añadida por equivocación, a causa de una falsa
etimología. Todo esto hace que el fruto tenga un sabor mucho más dulce.
Hace
cerca de cien años, un grupo de filántropos bienintencionados fundaron
sociedades "para la difusión del conocimiento útil", con el resultado de
que las gentes han dejado de apreciar el delicioso sabor conocimiento
"inútil".
Al
abrir al azar la Anatomía de la melancolía de Burton, un día en que me
amenazaba tal estado de ánimo, supe que existe una "sustancia
melancólica", pero que, mientras algunos piensan que puede ser
engendrada por los cuatro humores, "Galeno sostiene que solamente puede
ser engendrada por tres, excluyendo la flema o pituita, y su aserción
cierta es firmemente sostenida por Valerio y Menardo, al igual que
Furcio, Montalto, Montano... ¿Cómo -dicen- puede lo blanco llegar a ser
negro?". A pesar de tan incontestable argumento, Hércules de Sajonia y
Cardan, Guianerio y Laurencio son (así nos lo dice Burton) de opinión
contraria. Confortada por estas reflexiones históricas, mi melancolía,
fuera producida por tres o por cuatro humores, se disipó. Como cura para
una preocupación excesiva, pocas medidas más efectivas puedo imaginar
que un curso sobre tales controversias antiguas.
Pero
en tanto que -los placeres triviales de la cultura tienen su lugar en
el alivio de los problemas triviales de la vida práctica, los méritos
más importantes de la contemplación están relacionados con los males
mayores de la vida: la muerte, el dolor y la crueldad y la ciega marcha
de las naciones hacia el desastre innecesario. Para aquellos a quienes
ya no proporciona consuelo la religión dogmática, existe la necesidad de
algún sucedáneo, si la vida no se les hace polvorienta y áspera y llena
de agresividad fútil. Actualmente el mundo está lleno de grupos de
iracundos y egocéntricos, incapaces de considerar la vida humana como un
todo, y dispuestos a destruir la civilización antes que retroceder una
pulgada. Para esta estrechez ninguna dosis de instrucción técnica
proporcionará un antídoto. El antídoto, en tanto sea cuestión de la
psicología individual, ha de hallarse en la historia, en la biología, en
la astronomía, en todos aquellos estudios que, sin aniquilar el respeto
a la propia personalidad, capacitan al individuo para verse en su
verdadera perspectiva. Lo que se necesita no es este o aquel trozo
específico de información, sino un conocimiento tal que inspire una
concepción de los fines de la vida humana en su conjunto: arte e
historia, contacto con las vidas de los individuos heroicos y cierta
comprensión de la extrañamente accidental y efímera posición del hombre
en el cosmos -todo esto tocado por un sentimiento de orgullo por lo que
es distintivamente humano: el poder de ver y de conocer, de sentir
magnánimamente y de pensar y comprender-. La sabiduría brota más
fácilmente de las grandes percepciones combinadas con la emoción
impersonal.
La
vida, siempre llena de dolor, es más dolorosa en nuestro tiempo que en
las dos centurias precedentes. El intento de escapar al sufrimiento
conduce al hombre a la trivialidad, al engaño a sí mismo, a la invención
de grandes mitos colectivos. Pero esos alivios momentáneos no hacen a
la larga sino incrementar las fuentes de sufrimiento. Tanto la desgracia
privada como la pública sólo pueden ser dominadas en un proceso en que
la voluntad y la inteligencia se interactúen: el papel de la voluntad
consiste en negarse a eludir el mal o a aceptar una solución irreal,
mientras que el papel de la inteligencia consiste en comprenderlo,
hallar un remedio, si es remediable, y, si no, hacerlo soportable
viéndolo en sus relaciones, aceptándolo como inevitable y recordando lo
que queda fuera de él en otras regiones, en otras edades, y en los
abismos del espacio interestelar.
Bertrand Russell. Elogio de la ociosidad
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