Alvin Plantinga: 'No existeix una oposició profunda entre ciència i religió'.
Alvin Plantinga |
La humanidad no se había terminado de acostumbrar aún a una física que
no fuese preámbulo de la fe cuando la religión recibió el segundo gran
embate por parte de la ciencia moderna. Habían transcurrido más de dos
siglos desde la disputa heliocéntrica y los tiempos eran muy distintos.
En esta ocasión no hubo cardenales contemporizadores ni procesos
inquisitoriales. No hubo tampoco retractaciones, ni necesidad de un eppur si muove
tras ellas. El desafío se planteó sin paños calientes. Fue preciso
esperar décadas para buscar una endeble nueva entente entre la ciencia y
la religión. El origen de las especies mediante la selección natural y, sobre todo, El origen del hombre,
ambos de Charles Darwin, socavaron más firmemente las creencias
religiosas de lo que lo había hecho la física de Galileo, probablemente
porque surgieron en una época en que las iglesias habían perdido buena
parte de su influencia social y la lucha de clases alcanzaba sus cotas
más violentas.
Si la física no habla a favor de la existencia de Dios y la biología
evolutiva denuncia como un embuste que el ser humano haya sido creado a
imagen y semejanza del Creador, si, por otro lado, a partir de la
dialéctica trascendental de Kant, la filosofía se ha rendido
mayoritariamente en su intento de encontrar pruebas irrefutables de la
divinidad, se diría que las creencias religiosas habían de tener sus
días contados. Pero, de modo sorprendente, lejos de languidecer, las
religiones perviven y conocen hoy nuevos esplendores, si su brillo ha de
medirse por el número de fieles que las profesan. En este punto, es
especialmente conveniente no dejarse engañar por lo que observamos a
nuestro alrededor: el mundo es más grande que Europa. Algunos
intelectuales creen que este reverdecimiento de la religión proviene de
la incultura, de la carencia de instrucción intelectual, del fracaso, en
suma, de nuestros sistemas educativos y de difusión de la cultura y la
ciencia. En su opinión, la razón humana ha elaborado un armazón teórico
con la suficiente potencia para acabar con la fe religiosa, que, para
ellos, es pura superstición. Siguiendo el modelo de los libertinos
franceses, evocando a Voltaire, escriben obras promoviendo el ateísmo y
diversas instituciones publicitan la negación de Dios. En los últimos
años, en el panorama literario español, se traducen con avidez las obras
de dos de los ateos más famosos de nuestros días, Michel Onfray y
Richard Dawkins. ¿Cuándo se darán cuenta estos promotores del ateísmo de
que el asunto se decide en otro terreno distinto del intelectual?
Cuando se habla de la adhesión a una fe, los razonamientos son
secundarios. Estos vienen siempre después, cuando la opción está tomada y
esta se realiza en lo secreto del corazón de cada ser humano. No
obstante, y con independencia de los efectos sociológicos que produzca,
la meditación intelectual acerca de la verosimilitud de la, digámoslo
así, hipótesis de Dios es un ejercicio fascinante de reflexión.
A este diálogo inacabado e interminable se ha sumado con brío desde
hace años Alvin Plantinga, conocido filósofo en los círculos académicos
de la ortodoxia analítica. Plantinga no teme enfrentar sus razones con
las del ateísmo de Dawkins y otros. Esta ausencia de temor a tocar
ciertos temas y a ir contracorriente –Dawkins graba documentales
proateos que después emite la BBC en horario de máxima audiencia– es una
de las ventajas de vivir en Estados Unidos. Sería difícil que una obra
como la de Plantinga se hubiera gestado entre nosotros.
El ateísmo al que se opone Plantinga (Where the Conflict Really Lies. Science, Religion & Naturalism, Oxford University Press, Oxford 2011), y que él prefiere denominar naturalismo,
por razones de peso que luego se verán, es el propugnado por filósofos
anglosajones como el citado Richard Dawkins, Daniel Dennett, Christopher
Hitchens o Sam Harris, que en el planteamiento darwiniano creen obtener
la munición suficiente para arrasar el edificio de la teología natural y
revelada. Para estos filósofos, la teoría de la evolución a través de
la selección natural demuestra que es perfectamente dispensable la
hipótesis de la existencia de Dios, que la vida no es producto de una
mente que la haya diseñado, sino resultado de un procedimiento ciego y
que, en consecuencia, el hombre no es imagen de Dios ni hay providencia
divina y que aquellos rasgos que en el ser humano parecen reclamar más
un origen sobrenatural, como el sentimiento moral o el estético, son
explicables por las necesidades biológicas de adaptarse al medio. El
título de la última obra de Richard Dawkins traducida al castellano, El espejismo de Dios, es de por sí suficientemente elocuente de la postura que encierra.
Frente a esta argumentación, la tesis central del libro de Plantinga es
rotunda. Por una parte, niega que se dé un conflicto profundo entre la
ciencia (especialmente la biología evolutiva) y la religión, admite sólo
un conflicto superficial entre ambas que no pone en riesgo la
razonabilidad de las creencias religiosas del hombre contemporáneo. Y,
por otra parte, ya que no hay mejor defensa que un fulminante ataque,
declara que, a pesar del superficial acuerdo entre la ciencia y el
ateísmo naturalista, lo que se produce de verdad es un profundo
desacuerdo entre ambos y una concordancia básica entre la ciencia y la
religión. Por consiguiente, la demostración de su posición le obliga a
Plantinga a mostrar sucesivamente que muchos de los conflictos que los
ateos evolucionistas creen advertir entre los descubrimientos biológicos
y las grandes religiones monoteístas son falsos conflictos. En
segundo lugar, que ciertamente se da algún conflicto, aunque meramente
superficial, entre estas religiones y la biología evolutiva. Tercero,
expone la esencial concordancia de fondo entre las creencias religiosas y
los descubrimientos de la ciencia contemporánea. Y, por último, la
parte relativamente más original de la obra, desarrolla lo que él
considera el profundo e irresoluble conflicto entre el ateísmo
naturalista y la ciencia actual.
Para las creencias judeocristianas y, en menor medida, para el islam,
el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Ser imagen de
Dios implica que el teísta atribuye al hombre los rasgos que cree que
se dan en su máxima perfección en el ser divino, especialmente su
conocimiento y su voluntad. Y, si bien es verdad que para el
cristianismo el pecado original pudo dañar ambas capacidades de modo muy
considerable, entre las confesiones cristianas sigue siendo mayoritaria
la creencia en la capacidad cognoscitiva del ser humano. Los fideísmos e
irracionalismos siempre fueron minoritarios, excentricidades dentro de
la historia del cristianismo. Por eso, la posible existencia de un
conflicto entre la ciencia contemporánea –entendida como el fruto más
logrado de la racionalidad humana– y partes sustanciales del credo
cristiano se tiene por un peligro inmenso para una fe que, si bien no se
considerada fundada en la razón –el cristianismo expulsó pronto de su
seno la tentación gnóstica–, pretende ser racional en el sentido de que
no es en sí misma contradictoria ni se opone tampoco a lo que la razón
ha mostrado en otros ámbitos. Sin embargo, frente a la propuesta
cristiana, o meramente teísta, de una fe que no entra en confrontación
con lo que la razón natural logra conocer en otras esferas, se erige
para muchos la peligrosa idea de Darwin, como se lee en el
título de una obra de Richard Dennett (Barcelona, Galaxia Gutenberg,
1999), con el que Plantinga debatió largamente hace poco por extenso
según atestigua la obra que firman ambos: Science and Religión: Are they Compatible?, Nueva York, Oxford University Press, 2011.
No es frecuente que se repare en la similitud de la economía de libre
mercado defendida por los liberales clásicos y la teoría de la selección
natural de Darwin. Con todo, la influencia de Adam Smith en el
pensamiento del creador de la teoría de la selección natural está fuera
de toda duda1.
En ambos casos, se llega a la solución óptima sin que sea buscada
conscientemente. Persiguiendo el lucro personal, se consigue, sin
pretenderlo, la mejor organización económica posible. Sin que exista una
mente divina que diseñe los organismos vivos, la selección natural, una
fuerza ciega que promueve la reproducción de los más aptos y la
perpetuación de sus rasgos diferenciales, produce inconscientemente el
rico espectáculo de la vida en todas sus manifestaciones. Tanto en el
mercado como en la biología actúa una mano inconsciente, impremeditada. Y
si el Estado ya no es necesario para organizar la vida económica, Dios
será también superfluo para explicar el despliegue de las formas
vitales.
La expresión teoría de la evolución comprende, al menos, tres
sentidos. Dejemos a un lado, por obsoleta, su significación primaria
como teoría que expone la forma en que el organismo vivo se desarrolla
desde su estadio más inicial hasta su fase adulta, es decir, su
crecimiento, entendido por la biología tradicional como un despliegue de lo que ya está contenido en el huevo original. Sin duda, este es el sentido etimológico del término evolución,
que no es más que la acción de desenvolver lo que está plegado. Sin
embargo, la biología moderna, a partir de la segunda mitad del siglo
XIX, desatiende este uso del término porque lo reserva para expresar ya
no el desarrollo ontogenético, el crecimiento y la diferenciación del individuo, sino su despliegue filogenético, el crecimiento y la diferenciación del tronco familiar.
Pero, aun en este nuevo sentido que designa la diversificación de las
especies, la teoría de la evolución puede significar la simple
afirmación del transformismo, la tesis de que las especies de seres
vivos actuales no han existido siempre, sino que provienen de la
modificación de otras especies que existieron en otras épocas. Por
teoría de la evolución puede igualmente entenderse la descripción de
cómo se han transformado las especies vivas unas en otras; dicho de otra
forma, el dibujo del árbol de la vida, la genealogía de las especies,
con el mayor detalle posible. Por último, la teoría de la evolución
puede restringirse a la hipótesis de la manera en que una especie se
transforma en otra, y consistiría en poner de relieve la fuerza que
produce este cambio, en explicar su mecanismo. Darwin ha pasado a la
historia de la ciencia sobre todo por proponer como explicación del
proceso evolutivo la teoría de la selección natural.
Para Plantinga, de la teoría darwinista con añadidos de los
descubrimientos de la genética pueden desgajarse una serie de
afirmaciones de interés para calibrar su potencial incompatibilidad con
el núcleo del pensamiento teísta. En primer lugar, la teoría de la
evolución requiere la aceptación de una gran antigüedad de la Tierra y
de la vida sobre ella. Según las últimas estimaciones, nuestro planeta
pudo haber surgido hace unos cuatro mil quinientos millones de años y la
vida sobre la ella hace más de tres mil millones de años. Cifras
astronómicamente alejadas de los cálculos habituales en la época de
Darwin y apoyados en el establecimiento de genealogías bíblicas que
situaban la aparición del ser humano hace aproximadamente unos diez mil
años, y de la Tierra y de todo lo demás unos cinco días antes, de
acuerdo con el relato del Génesis. En segundo lugar, la teoría de Darwin
pretende que la vida ha progresado desde formas relativamente simples
como virus y bacterias hasta otras bastante complejas. Este proceso de
diversificación de la vida, en tercer lugar, se apoya en el hecho de que
los seres vivos se reproducen a través de descendientes que no
presentan exactamente todos los caracteres que muestras sus
progenitores. Hay, podría decirse, una descendencia con modificaciones.
En cuarto lugar, e intrínsecamente vinculado con el punto anterior de la
descendencia con modificaciones, se establece la existencia de un único
antepasado común de todos los organismos, de manera que existen
relaciones de familia entre todos los seres vivos, que son primos más o
menos lejanos entre sí. En quinto lugar, se pretende que existe un
mecanismo natural que explica el proceso de diversificación de
la vida. Hay varios candidatos para este puesto. El más popular es la
mutación aleatoria del material genético sobre el que operará
posteriormente la selección natural. Por último, Plantinga cita un
componente más del darwinismo, aunque advierte que, en sí mismo, no es
parte de la teoría de de la evolución estrictamente considerada. Se
trata de la pretensión de que la vida ha surgido a partir de la materia
inorgánica mediante un proceso todavía muy desconocido. Las cuatro
primeras tesis mencionadas describen el transformismo; la quinta es la
tesis propiamente darwinista de la selección natural y la sexta, un
complemento a la teoría evolutiva que aparentemente aleja todavía más la
presunta necesidad de recurrir a Dios para explicar la vida.
Siendo así la teoría evolutiva, ¿dónde surge el conflicto entre lo que
se acepta por fe y lo que se conoce gracias a la ciencia? Naturalmente
que la antigüedad de la Tierra, presupuesto indispensable para que el
lento proceso de la selección natural obtenga resultados, choca de plano
con una lectura literal de la Biblia. Y aunque se encuentran creyentes
–no sólo en el mundo musulmán y judío, sino también entre los
fundamentalistas cristianos– que aceptan la literalidad del relato
bíblico, son mayoría los teístas dispuestos a interpretar el
texto sagrado. Consciente de estas dificultades, un autor tan antiguo
como san Agustín ya había propuesto una lectura del relato del Génesis
en el que los días no duraban veinticuatro horas. Y cuatro siglos antes,
en el mundo hebreo había dado este paso Filón de Alejandría. Más arduo
de solventar es otro elemento de desencuentro entre las creencias
teístas y la teoría de la evolución. De acuerdo con aquellas, el ser
humano es creado por Dios, y esto supone que es querido por sí
mismo y buscada a propósito su existencia. Ni la especie humana, ni cada
uno de sus miembros ha surgido por azar, sino que Dios conocía y quería
a cada individuo humano desde toda la eternidad, antes de que se
formase en el vientre de su madre (Jeremías 1, 5).
Según el parecer de Plantinga, sin contradecir su fe, un teísta puede
admitir que Dios, para crear al ser humano, haya elegido un camino más
largo que el fiat que le atribuyen las Sagradas Escrituras. Ha
podido crear un mundo en que se diera la evolución biológica que
desembocase en el surgimiento del ser humano. La gran antigüedad de la
Tierra, el progreso o transformación de unas especies en otras, la
reproducción con modificaciones y el antepasado común no contradicen el
creacionismo que confiesa el teísta. Incluso puede admitir que el
mecanismo que subyace a la transformación de las especies sea la
selección natural descrita con fascinación por Darwin sobre el modelo de
la selección humana realizada por agricultores y ganaderos. El único
punto, pues, de discrepancia, de conflicto genuino, radica en que las
mutaciones, que son la materia prima que precisa la selección natural
para operar, sean causadas siempre por azar, es decir, no
producidas conscientemente por una mente que tiene un diseño previo y
que en ocasiones suscita las oportunas modificaciones del genoma como
medio para realizarlo, ya que el teísta cree que la existencia del ser
humano no es un producto azaroso del proceso evolutivo.
La elocuencia desbordante de Dawkins y sus colegas confunde porque,
lejos de centrar el debate entre naturalismo ateo y teísmo en los puntos
de conflagración real –la ausencia de diseño–, mete en un mismo saco a
todos los creacionistas para atacarlos y ridiculizarlos por no aceptar,
por ejemplo, que los fósiles muestran la existencia de especies extintas
o que las especies pueden transformarse unas en otras, a la vez que
rebate la necesidad de suponer un diseño en el proceso evolutivo. Es un
gusto, por tanto, la pulcritud analítica de Plantinga. Y también hay que
agradecerle que haya sido capaz de encontrar en la obra de Dawkins su
argumento contra el diseño y exponerlo sin la carcasa retórica habitual
en él.
La emotividad que derrocha Dawkins es compatible con su inteligencia y
formación biológica. En su lucha contra el creacionismo, cuya potencia
en Estados Unidos no deja de causar asombro en Europa, sabe que la
negación de la necesidad del diseño en el proceso evolutivo es el punto
más difícil de rebatir, aunque no siempre resulte el más popular en las
discusiones. En el debate entre creacionistas y evolucionistas, a veces
se olvida que cabe una posición en cierto modo intermedia, como es la de
quienes, como Plantinga, aceptan que la evolución es un hecho, pero no
admiten, sin embargo, que la selección natural darwinista sea el
mecanismo que la explique suficientemente. Dawkins no ignora las
objeciones a la teoría de la selección a partir de la aparición
aleatoria de mutaciones. Cualquier lector de Darwin conoce también estas
dificultades. Uno de los rasgos de los hombres geniales y de las obras
maestras es no esconder las objeciones más serias de que son
susceptibles sus propias teorías. ¿Cómo explicar la aparición en el
mundo animal de un órgano tan complejo como el ojo de los vertebrados a
partir de seres vivos carentes de órganos fotorreceptores? La cantidad
de mutaciones aleatorias requeridas hace que la producción del proceso
les parezca a algunos tan improbable como que un tornado desatado sobre
un terreno donde se encuentra desguazado un Boeing 747 monte de nuevo
todas las piezas de la aeronave de forma correcta. La solución que
resuelve, en opinión de Dawkins, el enigma de cómo puede producirse lo
sumamente improbable es la amplitud del tiempo disponible y la lentitud
consiguiente del proceso. El ojo no ha aparecido de golpe, con la
complejidad ahora observable en él, sino mediante un proceso larguísimo
en el que a una estructura anatómica que en nada se parece a un ojo van
añadiéndose poco a poco pequeñas modificaciones que lo convierten al
final en un aparato visual eficiente que incluye el nervio óptico y la
parte del córtex cerebral capaz de recibir los estímulos nerviosos
correspondientes. Ahora bien, el tiempo por sí solo es incapaz de
producir algo de la complejidad del ojo o de cualquier otra estructura
anatómica, bioquímica o etológica. La acumulación de improbabilidades
nunca resulta explicada satisfactoriamente mediante el mero azar, aun
disponiendo de muchísimo tiempo. En su tenaz y vocinglera polémica
contra los creacionistas, Dawkins lo repite continuamente. Arguyen los
apóstoles antidarwinistas que un ojo o una orquídea no pueden ser el
producto de la casualidad, luego son el resultado de un diseño
inteligente. Dawkins les da la razón en la primera de sus afirmaciones:
el azar por sí solo no es capaz de producir el espectáculo de la vida
con su inmensa diversidad. Pero Dawkins se apresura a aclarar que el
dilema planteado por el creacionista es falso. No hay que elegir entre
azar o diseño. Ningún biólogo competente otorgó al azar el poder de
diversificar las especies vivas. Para la biología evolutiva, la
alternativa no se juega entre el azar o el diseño, sino entre la
selección natural, que actúa sobre una diversidad creada posiblemente de
forma aleatoria, o el diseño. Y aquí Dawkins no tiene duda alguna de
cuál es la opción correcta. Como el viento y el mar erosionan el
acantilado, la selección natural va tallando paulatinamente las
estructuras complejas que observamos.
Es muy improbable obtener de un mazo de cartas bien barajado cuatro
reyes de golpe, pero si se nos permite coger cuatro cartas, descartarnos
de las que no nos interesan, volver a coger tras barajar otras tantas
como las que hemos dejado y reiterar el proceso tantas veces cuantas sea
preciso, nadie dudará de que terminaremos con cuatro reyes en la mano.
Ahora bien, al elegir la opción de la selección natural frente al diseño
inteligente, Dawkins se ve forzado, en buena lógica, a demostrar que la
cadena de pequeños cambios que llevan, por seguir con el ejemplo
ocular, desde una especie animal totalmente ciega a otra con el ojo
complejo típico de los mamíferos, contiene eslabones en los que cada una
de las mutaciones producida al azar proporcionaba una ventaja
reproductora, un plus adaptativo. Muchas de las páginas escritas por
Dawkins y otros muchos darwinistas se destinan justamente a probar que
no hay algo como la complejidad irreductible, expresión que los
creacionistas estadounidenses, como Michael Behe, utilizan para
designar estructuras complejas anatómicas, fisiológicas, bioquímicas o
de comportamiento, cuyas partes aisladas, que se supone que se han dado
en la historia de la vida por separado, no suponen ninguna facilidad
adaptativa. Plantinga no se muestra demasiado receptivo a los
planteamientos de los neodarwinistas y sugiere que no siempre los
pequeños cambios que conducen a una complejidad irreductible obedecen a
la lógica evolucionista. Dicho de otro modo, sugiere que hay
complejidades irreductibles propiamente dichas. Pero esto, advierte
Plantinga, no es la verdadera cuestión que ahora importa. La existencia o
no de complejidades irreductibles es un asunto perteneciente a la
biología. Supongamos, pues, que no hay tales complejidades
irreductibles, que puede trazarse la historia evolutiva de cualquier
estructura biológica para contemplar cómo se ha formado mediante la
adición de mínimas modificaciones, cada una de las cuales aporta por sí
sola, directa o indirectamente, una ventaja adaptativa. ¿Excluye esta
admisión la eliminación del diseño, como pretende Dawkins? ¿Arrumba,
como irracional, la postura teísta? Si la biología moderna hubiese
demostrado lo que pretende probar, la descripción de la historia de los
minúsculos cambios, cada uno de ellos adaptativos que llevan a la
estructura compleja, ¿estaríamos entonces ante un conflicto genuino
entre la ciencia y la religión?
Para Plantinga, el conflicto no es, como pretende Dawkins, real y
demoledor para la religión, sino meramente aparente. Es un supuesto
conflicto. Las razones que aduce Plantinga se sustancian en que, a lo
sumo, lo demostrado por la biología evolutiva es la no gran
improbabilidad de que una complejidad irreductible se haya formado por
la acumulación paulatina de pequeñas modificaciones todas ellas
adaptativas. Pero que ello no sea muy improbable, que no posea una
improbabilidad astronómica, en térmimos de Plantinga, no implica que
haya sido real. Mi mujer se reiría, remacha Plantinga su argumento, si
le digo que el próximo mes van a cuadriplicarme el sueldo, y a la
pregunta suya de por qué lo sé, le respondo que no es astronómicamente
improbable que así ocurra. Naturalmente, Plantinga tiene razón: la
teoría de la selección natural es una hipótesis y nadie en su sano
juicio ha pretendido jamás que esté demostrada más allá de todas las
dudas posibles. Pero esta es la naturaleza de las teorías científicas:
conjeturas que se aceptan mientras no se tenga una mejor. Y, para
Dawkins, la única alternativa imaginable de momento a la selección
natural gradualista es la hipótesis del diseño, que, a su
juicio, es infinitamente peor porque, entre otras cosas, debería
explicar la complejidad del propio diseñador. «No importa lo
estadísticamente improbable que sea la entidad que queremos explicar
invocando a un diseñador: el propio diseñador tiene que ser al menos tan
improbable. Dios es el Boeing 747 definitivo» (Richard Dawkins, El espejismo de Dios,
trad. de Regina Hernández, Madrid, Espasa, 2012, pp. 124-125). Claro
está que Dawkins no se da cuenta de que al recurrir a Dios para
explicar, en este caso, la complejidad del universo, echamos mano de un
elemento explicativo que se supone que está fuera del universo y que,
por tanto, no precisa ser explicado a su vez, sino que se considera que
es causa de sí, que se explica por sí mismo. O acaso Dawkins se
da cuenta y es precisamente este carácter de Dios que lo sitúa por
encima de la exigencia de explicación lo que no acepta. Posiblemente,
explicar el mundo mediante factores trascendentes a él implica, para
Dawkins, abandonar la ciencia, colocarse por debajo de la racionalidad.
Ha de recordarse que Plantinga no es un creacionista en el sentido
actual de la palabra en el debate vigente en Estados Unidos. No niega la
transformación de las especies, si bien hay que decir que su aceptación
del proceso evolutivo es tibia y carente de entusiasmo. Sin embargo,
rechaza que la selección natural haya producido por sí sola esta
evolución y que, por tanto, sea un proceso no guiado por Dios en ningún
momento. En lugar de la selección natural, o junto a ella, recurre a la
intervención divina, quizá produciendo las mutaciones oportunas, como
guía del proceso evolutivo. Aquí surge un segundo conflicto posible.
Parece que la ciencia actual niega de plano la posibilidad de los
milagros, entendidos como una intervención directa por parte Dios que
modifica el curso natural de los acontecimientos. De nuevo, para
Plantinga, estamos sólo ante un conflicto supuesto. En su opinión, la
física newtoniana no niega la posibilidad de la intervención de Dios. De
hecho, Newton creía que su actuación era precisa ocasionalmente para
mantener a los planetas en sus órbitas y evitar el colapso del sistema
solar. Lo que afirman las leyes de la física newtoniana es cómo funciona
el mundo siempre que este sea un sistema cerrado, aislado, refractario a
toda influencia causal externa, de modo que, cuando sufre la
intervención de Dios, las leyes no se quiebran, sino que simplemente no
son de aplicación. Si Dios modifica la velocidad o la dirección de una
partícula, obviamente no se conserva la energía en el sistema, pero con
ello no se incumple la ley de la conservación de la energía, porque el
sistema ha dejado de estar cerrado. Cuando Laplace, a comienzos del
siglo XIX, creyó resolver el problema de la estabilidad del sistema
solar y dio a Napoleón la soberbia respuesta de que su física no
necesitaba de Dios, la situación se modificó. En el sistema físico, se
suponía que el “genio” postulado por Laplace, a modo de un
superordenador con una capacidad de cálculo inimaginable, podía
predecir, sin error ni incertidumbre, cualquier estado del universo
pasado o futuro a partir de su conocimiento exhaustivo de la situación
presente. La capacidad predictiva de este genio hipotético precisaba del
añadido al sistema newtoniano de la exigencia de clausura del universo
físico a toda influencia no física. Pero esta cerrazón es un elemento
extracientífico, en opinión de Plantinga, de modo que el conflicto surge
ahora no ya entre la religión que acepta la intervención sobrenatural
de Dios en el mundo físico y la ciencia, sino entre una religión con un
Dios interferencial y una concepción metafísica aceptada por algunos
científicos.
Si
bien no puede negarse que la condición de la clausura del mundo físico
no se encuentra en el mismo nivel que las leyes newtonianas, sí parece,
sin embargo, que supone un criterio inexcusable de la cientificidad en
la medida en que el recurso a Dios como factor explicativo desprende un
aroma de hipótesis ad hoc, que permitiría solventar cualquier
dificultad y, por ende, dejar las cosas tan oscuras como antes. Sin
embargo, aunque metodológicamente la ciencia no debe recurrir a Dios
para explicar los procesos que estudia, no puede tampoco sentar la tesis
de la clausura del mundo físico sin que se tambaleen otras muchas de
nuestras creencias, como la existencia de la libertad. Con acierto
subraya Plantinga, aunque lo hace pasando como de puntillas y con
prisas, que un naturalismo ontológico que no acepte influjos
inmateriales en el mundo físico impide una comprensión de la libertad
humana, ya que el universo físico debe estar abierto a la influencia de
la voluntad si el libre albedrío humano, en la acepción corriente de la
expresión, existe, si nos es dado cambiar el curso de los
acontecimientos físicos mediante nuestras decisiones. Es muy chocante
que en este punto, al igual que sucede en el resto de la obra,
Plantinga, que por lo general no tiene remilgos en citar a distintos
autores a favor y en contra de su posición, olvide mencionar a Karl
Popper y la ardorosa defensa de la apertura del mundo físico a lo
material que realiza en el segundo volumen de su Post Scriptum a «La ógica de la investigación científica», titulado precisamente El universo abierto.
A Popper no le preocupa abrir un hueco en la ciencia por donde pueda
llegar la intervención sobrenatural de Dios, que descarta por varias
razones, especialmente por el carácter acientífico de tal suposición. Le
preocupa, en cambio, el problema de la libertad humana y la posibilidad
del conocimiento, que también requiere, en su opinión, de la apertura
del mundo material a influencias no físicas.
En su búsqueda de razones que justifiquen su pretensión de que Dios, si
quiere, puede interferir en el curso de los procesos naturales,
Plantinga encuentra en la mecánica cuántica un argumento adicional. Si
la física newtoniana, como se ha visto, no era un obstáculo para la
intervención de Dios en el mundo, menos aún lo será la nueva física que
sustituye el determinismo de las leyes por la probabilidad de ciertos
sucesos. Como la mecánica cuántica no determina un resultado específico
para un conjunto específico de condiciones iniciales, sino que asigna
únicamente probabilidades a una variedad de posibles resultados, la
intervención sobrenatural es mucho más sencilla de aceptar, pues
bastaría que Dios eligiese cuál de los resultados probables se producirá
de hecho. De esta manera, no se produce ninguna violación de las leyes
de la física y éstas siguen siendo válidas incluso en sistemas no
aislados.
Desafortunadamente para el teísmo, los conflictos entre religión y
ciencia –ciencia naturalista, se entiende– no concluyen aquí. Además de
los mencionados, que son sólo supuestos conflictos, Plantinga reconoce
que hay conflictos reales, genuinos, aunque los considera superficiales.
Entre los que menciona, el más importante es posiblemente el relativo a
la psicología evolutiva. Esta disciplina científica proviene de la
sociobiología, que fundara el gran formicólogo norteamericano Edward O.
Wilson e impulsó notablemente el libro de Richard Dawkins El gen egoísta.
La psicología evolutiva aplica los principios de la teoría de la
selección natural a la totalidad de la cultura humana, que enfoca como
un efecto más del proceso evolutivo. Dado el alcance omnímodo concedido a
la selección natural, se cree que las creencias morales, los gustos
estéticos, las costumbres sociales, los sentimientos religiosos, etc.
deben haber surgido por casualidad y haberse mantenido y propagado en
las sociedades humanas porque proporcionan claras ventajas adaptativas.
Los psicólogos evolutivos han derrochado mucha imaginación en sus
explicaciones de por qué poseen un componente adaptativo conductas tan
poco favorecedoras en principio de la proliferación de los propios genes
como el altruismo o el celibato por razones ideológicas. Con
independencia del juicio que le merezcan a Plantinga estos
planteamientos, lo cierto es que su desactivación del genuino conflicto
entre las conclusiones de la psicología evolutiva y las creencias
teístas no se apoya en desacreditar los logros de aquélla. Su estrategia
se encamina, por el contrario, a mostrar que, aunque genuinos, estos
conflictos son superficiales.
Para comprender sus razones es preciso detenerse previamente en su
epistemología. Según Plantinga, una teoría del conocimiento debe dar
cuenta de qué garantías poseen las creencias que se consideran
verdaderas. La mayoría de las creencias que aceptamos como válidas están
garantizadas por deducirse de otras creencias que también son
consideradas válidas. Naturalmente este proceso de fundamentación de
unas creencias en otras no es aplicable a todas sin incurrir en un
círculo vicioso en la demostración. Es obvio que tiene que haber ciertas
creencias, que los epistemólogos llaman básicas, cuya garantía de
verdad no se apoya en otras creencias tenidas por verdaderas. El ser
humano posee capacidades cognoscitivas que le facultan para conocer
algunas creencias básicas. Estas facultades son la percepción sensorial,
la memoria, la intuición racional (que permite conocer verdades lógicas
y matemáticas, entre otras), la inducción, la introspección, la empatía
(que da acceso al conocimiento de los estados mentales de otras
personas), etc. Una creencia básica contiene en sí misma su garantía.
Esto no implica que no pueda ser falsa, que a veces no nos engañemos en
las creencias básicas que mantenemos. Incluso su falsedad puede ser
descubierta a partir de la evidencia proporcionada por otras creencias
básicas. Lo importante aquí es que cada una de estas facultades
garantiza –no incondicionadamente– las creencias que proporciona. Su
fiabilidad no depende de otras facultades cognoscitivas. La percepción
no fundamenta lo que se conoce por empatía o por la memoria, ni la
intuición racional permite fundar lo que conoce la percepción. Hasta
ahora las facultades cognoscitivas enumeradas son todas ellas, podría
decirse, naturales y comunes a todos los seres humanos. Pero no son las
únicas aceptadas por Plantinga. Junto a ellas está la fe, que es también
una facultad de obtener creencias básicas. A diferencia de las
anteriores, la fe no es compartida por toda la humanidad y el creyente
la considera causada en él directamente por Dios, es decir, como algo
sobrenatural. Pasmosamente, estas diferencias parecen no inquietar a
Plantinga. Al contrario, será el punto de apoyo para desactivar como
superficial el conflicto genuino entre la psicología evolutiva y el
teísmo. La fe añade al teísta creencias básicas inalcanzables para la
persona carente de fe. Al ser distinto el acervo de creencias básicas
para uno y otro, es natural que de los mismos datos extraigan distintas
conclusiones. Plantinga ejemplifica lo que tiene en mente de este modo.
Supongamos que alguien es acusado de un crimen que no ha cometido. Pero
todas los indicios le acusan (sus antecedentes, haber sido visto
escondiéndose en el lugar del suceso, la existencia de motivos para
ello, huellas dactilares en el arma homicida, etc.). El jurado hará bien
en condenarlo. La decisión de declararlo culpable es la más racional,
habida cuenta de las creencias básicas y los datos de que dispone el
jurado. Sin embargo, no es racional que el acusado se crea culpable si
él mismo recuerda con lucidez que no lo hizo. El reo dispone de un
conjunto de creencias básicas distintas del jurado e inaccesibles al
jurado (las que le proporciona su memoria). Para Plantinga, la situación
es similar a la que se da entre el creyente y el no creyente.
Si la psicología evolutiva hubiese demostrado que las creencias morales
o la religión son adaptativas a nivel de grupo social y se han vuelto
ubicuas entre los seres humanos por medio de la selección grupal, esto
no sería incompatible con las creencias judeocristianas. Ciertamente,
quien careciese de fe podría extraer de este origen biológico la
creencia de que no hay realmente obligaciones morales o de que no existe
Dios, como el jurado extrae la conclusión de que la persona es
culpable. Pero el creyente, cuyo acervo de creencias básicas es
distinto, aunque acepte las tesis de la psicología evolutiva, no tiene
que inferir que no hay normas morales objetivas o que no existe Dios,
como el acusado que recuerda que no cometió el crimen sabe que, a pesar
de que las pruebas hablen en su contra, es inocente. Nada le impide a la
persona creyente pensar, a la luz de la psicología evolutiva, que Dios
ha elegido la vía de la selección natural grupal para propagar en la
humanidad las creencias morales y la religión. Que algo tenga una causa
natural no implica que carezca por ello de un origen sobrenatural. De
esta forma, insiste Plantinga, que la religión pueda ser explicada
freudianamente, por ejemplo, no supone que la creencia en un padre
celestial bondadoso sea falsa.
Es inevitable sospechar que hay algo no del todo claro en este
planteamiento, que Plantinga se da demasiada ventaja, que su punto de
vista resulta totalmente inmune al desafío de lo que la ciencia pueda
descubrir, que se desliza insensiblemente a la teoría de la doble
verdad. Plantinga reacciona contra estas acusaciones. De la misma forma
que la memoria no es una facultad incorregible, ya que puedo llegar a
convencerme de que mis recuerdos son falsos a partir de otras evidencias
–quizá sí cometí el crimen y lo he olvidado o enterrado en mi
inconsciente–, los avances científicos puede entrar en un conflicto real
y profundo con la fe. Así, los conocimientos científicos que me enseñan
la esfericidad terrestre entran en conflicto con una interpretación
literal de ciertos pasajes bíblicos, como puede ser aquel que habla de
las cuatro esquinas de la Tierra. Aquí el conflicto es real y profundo, y
obliga, dada la apabullante evidencia de la redondez terrestre, a
modificar la comprensión del versículo de la Biblia. ¿Estaría dispuesto
Plantinga a abandonar igualmente otras creencias cristianas más
centrales, como el dogma de la Encarnación o de la Resurrección, o la
misma existencia de Dios Padre, si las evidencias científicas lo
empujasen a ello? Claro que no. Y esto produce una asimetría incómoda en
su debate con el naturalismo cientificista.
De creer a Plantinga, no habría, por tanto, una oposición real y
profunda entre la ciencia y la religión, ya que los conflictos que se
alegan son supuestos o, siendo genuinos, son meramente superficiales.
Esta es la primera parte de la posición de Plantinga. Es difícil, sin
embargo, que el lector quede convencido. Parte de la dificultad para
aceptar la postura propuesta es la confusión entre religión y
sobrenaturalismo. Todos los razonamientos de Plantinga han tendido a
probar que la ciencia actual no entra en conflicto con el
sobrenaturalismo. Ahora bien, no cabe identificar sin más
sobrenaturalismo y religión, y, menos todavía, sobrenaturalismo y
religión cristiana. El cristianismo implica el sobrenaturalismo, que es
la mera negación del naturalismo, esto es, la pretensión de que las
leyes de la física y de la química explican en última instancia todo lo
existente. Pero no a la inversa cabe aceptar el sobrenaturalismo sin,
por ello, contarse entre los creyentes de alguna religión. Para entender
más fácilmente esta inecuación, basta pensar que, por ejemplo, la
aceptación de un mundo ideal, el mundo 3 del que habla Popper, poblado
por leyes matemáticas y lógicas, capaz de interaccionar con el mundo
mental y producir pensamientos no originados exclusivamente por
reacciones químicas en el córtex cerebral, es una forma de
sobrenaturalismo no religioso.
Aunque
la mayor parte del libro de Plantinga se dedica a la tesis negativa de
la ausencia de un conflicto genuino y profundo entre ciencia y religión,
la parte final, a pesar de ser más breve, resulta aún más interesante.
En ella sostiene –primero– la existencia de un profundo acuerdo entre la
ciencia y la religión. Algunas de las que aquí aparecen son
consideraciones muy conocidas. Varias de ellas giran en torno al
principio antrópico y a la teoría del diseño inteligente, sobre los que
Plantinga mantiene una actitud ambigua. Es una lástima que en este punto
no se detenga a considerar el principal argumento a favor de la teoría
de la evolución, que es, en contra de lo que con frecuencia se afirma,
la imperfección de los seres vivos. El ojo del mamífero, antes
citado como ejemplo paradigmático de una complejidad irreductible, es,
desde el punto de vista óptico, una «chapuza»: la diferencia de
capacidad de enfoque entre la fóvea y el resto de la retina, el
incomprensible hecho de que las células fotorreceptoras miren hacia atrás,
de manera que sus terminaciones nerviosas se sitúen entre la fuente de
luz y la retina, y se vean precisadas a traspasar de nuevo el fondo del
ojo camino del cerebro creando el punto ciego, la opacidad del humor
vítreo, etc. Todo ello llevó a Hermann von Helmholtz, a quien cita
elogiosamente Darwin en El origen de las especies, a afirmar
que, si un óptico quisiera venderle un instrumento con tales defectos de
fabricación, se lo devolvería inmediatamente.¿A qué se debe un diseño
tan defectuoso? La explicación más plausible, la respuesta
evolucionista, es que el ojo, como otras muchas estructuras complejas,
presenta un diseño óptimo sólo si se tiene en cuenta su historia. Es el
resultado de múltiples reformas y ya se sabe que, cuando se reforma una
casa o una ciudad, hay que soportar ciertas huellas del pasado que
impiden las mejores soluciones, a diferencia de cuando se diseña desde
cero. El arquitecto que reforma no alcanzará nunca una solución tan
redonda como el que comienza con una hoja en blanco en su tablero de
dibujo.
Mayor interés presentan sus otras consideraciones sobre el acuerdo
profundo entre ciencia y religión, que preparan el último capítulo, en
el que esboza un argumento para demostrar el profundo e insuperable
antagonismo que se da, según su parecer, entre el naturalismo y la
ciencia. Parte de un hecho histórico. A pesar de la imagen del
cristianismo como una fuerza oscurantista, presta a desarraigar
cualquier brote de racionalidad, el dato innegable es que la ciencia
moderna se inició y desarrolló exclusivamente en países cristianos. Para
Plantinga, no es una casualidad que así ocurriera. La actividad
científica descansa en una serie de supuestos, como son la racionalidad
del mundo, la estabilidad de las leyes que regulan los procesos de la
naturaleza y la confianza en la capacidad humana de llegar a
desvelarlos. Todas estas condiciones parecen estar más garantizadas
desde la perspectiva teísta que en la atea. Y no sólo más garantizados,
sino que el naturalismo no puede dar razón de la capacidad cognoscitiva
del ser humano para conocer la realidad tal y como es, entrando así en
conflicto con la misma ciencia que parece abanderarlo.
En el capítulo final de su obra, Plantinga utiliza un argumento
poderoso y antiguo para poner de relieve esta incapacidad. Por citar
sólo a algunos de los contemporáneos que hicieron uso de él, mencionaré
el portentoso libro de C. S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, titulado Milagros (trad.
de Jorge de la Cueva, Madrid, Encuentro, 2009), una reflexión de
excelente filosofía que ha pasado inadvertida por su título y su
carácter apologético, o El yo y su cerebro de Karl Popper y
John Eccles (trad. de Carlos Solís, Barcelona, Labor, 1982). La idea
fundamental es que existe una contradicción entre el naturalismo y el
evolucionismo. Una contradicción no en el sentido de que no puedan ser
ambos verdaderos, sino de que no es razonable aceptar ambos a la vez, de
la misma manera que no es razonable creer que no hay creencias, o que
nadie posee una creencia verdadera, o que todas mis creencias, incluida
ésta, son falsas. El argumento se apoya en que, si nuestras creencias
son producidas por unas capacidades que han sido modeladas por el
proceso evolutivo, entonces carecemos de garantía de que estas
facultades alcancen la verdad. Si se nos permite utilizar en este
momento un lenguaje antropomórfico, aquí fuera de lugar, pero muy
difícil de evitar, la evolución no busca crear órganos que alcancen la
verdad, sino aumentar las posibilidades de supervivencia del organismo.
Claro está que el animal precisa conocer con algo de fiabilidad el mundo
externo para actuar consecuentemente, pero esta conciencia no tiene que
ser más adecuada que lo indispensable para alcanzar los fines vitales
de la supervivencia: comer, huir, luchar y reproducirse. La verdad, el
conocimiento de las cosas tal y como son, está fuera del interés de la
selección natural. Plantinga cita un pasaje epistolar de Darwin,
posiblemente sin el contexto adecuado: «Siempre surge en mí la horrenda
duda de si las convicciones de la mente humana, que se ha desarrollado
desde la mente de los animales inferiores, son valiosas, si podemos
confiar en ellas. ¿Confiaríamos en las convicciones de la mente de un
mono, si hubiera convicciones en una mente semejante?» (Carta a William
Graham, 3 de julio de 1881).
El argumento no hace más que aplicar el modelo explicativo de los
psicólogos evolucionistas a otro campo. Según la psicología evolutiva,
las vivencias morales y las creencias religiosas tienen una historia
natural, han surgido mediante el proceso evolutivo y, en consecuencia,
no son fiables. Esto quiere decir que su mera existencia en nuestra
mente no garantiza que haya valores morales objetivos ni un ser divino
que merezca la adoración por parte de los humanos. Al poder explicar su
surgimiento, en opinión del naturalista, pierden su justificación. Por
tanto, estas creencias morales o religiosas no son las que son porque
capten un aspecto de la realidad, sino porque han venido bien para la
pervivencia biológica del grupo. Plantinga lleva ahora el argumento
naturalista un paso más allá. Nuestras facultades cognoscitivas son,
asimismo, el resultado del lento proceso evolutivo. Poseen una historia
biológica, ayudan a la supervivencia de la especie, pero de aquí no
puede inferirse que son las que son porque captan aspectos de la
realidad. La verdad no viene al caso, es inatinente en este asunto.
Estar en lo cierto, ser capaz de penetrar en la esencia de las cosas, no
permite a un ser humano reproducirse con mayor éxito, o, al menos, el
naturalista debe probar en cada caso que es así. Por consiguiente, en
buena lógica naturalista, habría que concluir que nuestras creencias
científicas (por ejemplo, la teoría de la evolución) no son fiables
porque son productos de capacidades que no han sido seleccionadas por su
fiabilidad para conocer la naturaleza de las cosas.
El libro de Plantinga es una pieza más de una polémica inacabable, pero
tiene el mérito innegable de intentar no quedarse a la defensiva frente
a la ciencia, como viene siendo habitual en muchos teístas modernos.
Plantea la cuestión y muestra que tanto teístas como naturalistas se ven
retados por los avances científicos. Intenta, pues, acabar con la idea
de que la ciencia habla inequívocamente a favor del naturalismo. Aunque
sólo sea por esto, es una obra que da que pensar.
Juan José García Norro, La filosofía en defensa de la religión, Revista de Libros, 15febrero/15marzo
Juan José García Norro es profesor de Filosofía
Teorética en la Universidad Complutense. Ha traducido obras de Porfirio,
Boecio, John Locke, Gottlob Frege, Franz Brentano y Martin Heidegger, y
es coeditor (con Ramón Rodríguez) de Cómo se comenta un texto filosófico (Madrid, Síntesis, 2007) y editor de Convirtiéndose en filósofo: estudiar filosofía en el siglo XXI (Madrid, Síntesis, 2012).
1.
Y, aunque no tan citada, es al menos tan fundamental la que recibió del
pesimismo demográfico de Malthus, que ponía de relieve la capacidad
reproductiva de los seres vivos, muy superior a los medios de
subsistencia disponibles en la naturaleza y en la industria, con lo que
se condenaba a una muerte temprana a la mayoría de los descendientes.
Esta abundancia de vástagos es el combustible que necesita la selección
natural para ponerse en marcha. ↩
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