Alvin Plantinga: 'No existeix una oposició profunda entre ciència i religió'.

Alvin Plantinga
Las grandes transformaciones culturales, como la aparición de nuevos ideales morales o el surgimiento de innovadoras concepciones del mundo, carecen de fecha de nacimiento, pues se constituyen por la acumulación paulatina de una multitud de mínimos elementos que se separan imperceptiblemente de la tradición vigente. En cierto modo, siguen la ley del gradualismo, tan esencial para la teoría de la selección natural; quedan descartados los cataclismos que cambian repentinamente el panorama cultural o biológico. No obstante, la necesidad académica de precisión fuerza a inscribirlas en el calendario de un modo más o menos arbitrario. ¿Cuándo el saber secular, la filosofía, comenzó a marchar separada de la teología e incluso por caminos diversos y hasta opuestos? Sería imposible declararlo sin discusión. Sin embargo, en el proceso inquisitorial abierto a Galileo, la historiografía ha encontrado un hito de suficiente importancia para proponerlo como inicio del divorcio del saber y la fe. En el convento de Santa Maria sopra Minerva, entre cuyos muros se celebró el proceso judicial al ilustre físico, se certificó la ruptura de la alianza entre la ciencia y la religión que, con altibajos, se había conservado durante mil quinientos años desde que se expandió el cristianismo por la cuenca mediterránea. Y las palabras utilizadas por el cardenal Baronio, quizá con la intención de ser un capote lanzado en ayuda del astrónomo pisano, según las cuales la física no ha de enseñarnos cómo ir al cielo, sino simplemente cómo va el cielo, paradójicamente expresan con una rotundidad no buscada la confrontación que entonces se iniciaba. En vez de pacificadora, la frase de Baronio ponía el dedo precisamente en la llaga más purulenta. Para los antiguos, desde Platón a Cicerón, y también para muchos de los medievales, había dos principales fundamentos racionales de la creencia en los dioses o en Dios: los augurios y el orden observable en los cielos.Dejando a un lado a los aurúspices, cuyo papel en la sociedad, al menos hasta la Ilustración, es imposible de exagerar, la imperturbabilidad y regularidad de los astros hablaban al hombre premoderno de modo elocuente de lo divino. Para los sabios antiguos, la naturaleza era un libro, con un mensaje cifrado que no resultaba difícil de descubrir, un texto que remitía continuamente a lo trascendente, a Dios, su creador. La nueva ciencia invierte la situación. La Tierra adquiere la condición de un cuerpo celeste más y, así, la corruptibilidad que vemos sobre su superficie se traslada a los restantes astros. Con el heliocentrismo, lejos de convertirse el planeta Tierra en una estrella, son los restantes cuerpos celestes los que se asimilan a nuestro planeta imperfecto. Para el seguidor de la nueva ciencia, nada hay ya en los cielos que, mediante su perfección, proclame la inmutabilidad de Dios. El telescopio rudimentario de Galileo probaba que la superficie de Venus carecía de la tersura que se suponía que debería mostrar como esfera perfecta. Además, la naturaleza ya no era un texto, un símbolo de otra cosa, en ella no cabía leer un mensaje sagrado. El adagio galileano que sugiere que la naturaleza es un libro escrito con caracteres matemáticos nos induce a error. Bien mirado, el libro es la física y no el universo; la física matemática, que nace con la modernidad, y que nos permite comprender el mundo natural que, de por sí, se vuelve mudo, sin mensaje.

La humanidad no se había terminado de acostumbrar aún a una física que no fuese preámbulo de la fe cuando la religión recibió el segundo gran embate por parte de la ciencia moderna. Habían transcurrido más de dos siglos desde la disputa heliocéntrica y los tiempos eran muy distintos. En esta ocasión no hubo cardenales contemporizadores ni procesos inquisitoriales. No hubo tampoco retractaciones, ni necesidad de un eppur si muove tras ellas. El desafío se planteó sin paños calientes. Fue preciso esperar décadas para buscar una endeble nueva entente entre la ciencia y la religión. El origen de las especies mediante la selección natural y, sobre todo, El origen del hombre, ambos de Charles Darwin, socavaron más firmemente las creencias religiosas de lo que lo había hecho la física de Galileo, probablemente porque surgieron en una época en que las iglesias habían perdido buena parte de su influencia social y la lucha de clases alcanzaba sus cotas más violentas.

Si la física no habla a favor de la existencia de Dios y la biología evolutiva denuncia como un embuste que el ser humano haya sido creado a imagen y semejanza del Creador, si, por otro lado, a partir de la dialéctica trascendental de Kant, la filosofía se ha rendido mayoritariamente en su intento de encontrar pruebas irrefutables de la divinidad, se diría que las creencias religiosas habían de tener sus días contados. Pero, de modo sorprendente, lejos de languidecer, las religiones perviven y conocen hoy nuevos esplendores, si su brillo ha de medirse por el número de fieles que las profesan. En este punto, es especialmente conveniente no dejarse engañar por lo que observamos a nuestro alrededor: el mundo es más grande que Europa. Algunos intelectuales creen que este reverdecimiento de la religión proviene de la incultura, de la carencia de instrucción intelectual, del fracaso, en suma, de nuestros sistemas educativos y de difusión de la cultura y la ciencia. En su opinión, la razón humana ha elaborado un armazón teórico con la suficiente potencia para acabar con la fe religiosa, que, para ellos, es pura superstición. Siguiendo el modelo de los libertinos franceses, evocando a Voltaire, escriben obras promoviendo el ateísmo y diversas instituciones publicitan la negación de Dios. En los últimos años, en el panorama literario español, se traducen con avidez las obras de dos de los ateos más famosos de nuestros días, Michel Onfray y Richard Dawkins. ¿Cuándo se darán cuenta estos promotores del ateísmo de que el asunto se decide en otro terreno distinto del intelectual? Cuando se habla de la adhesión a una fe, los razonamientos son secundarios. Estos vienen siempre después, cuando la opción está tomada y esta se realiza en lo secreto del corazón de cada ser humano. No obstante, y con independencia de los efectos sociológicos que produzca, la meditación intelectual acerca de la verosimilitud de la, digámoslo así, hipótesis de Dios es un ejercicio fascinante de reflexión. A este diálogo inacabado e interminable se ha sumado con brío desde hace años Alvin Plantinga, conocido filósofo en los círculos académicos de la ortodoxia analítica. Plantinga no teme enfrentar sus razones con las del ateísmo de Dawkins y otros. Esta ausencia de temor a tocar ciertos temas y a ir contracorriente –Dawkins graba documentales proateos que después emite la BBC en horario de máxima audiencia– es una de las ventajas de vivir en Estados Unidos. Sería difícil que una obra como la de Plantinga se hubiera gestado entre nosotros.

El ateísmo al que se opone Plantinga (Where the Conflict Really Lies. Science, Religion & Naturalism, Oxford University Press, Oxford 2011), y que él prefiere denominar naturalismo, por razones de peso que luego se verán, es el propugnado por filósofos anglosajones como el citado Richard Dawkins, Daniel Dennett, Christopher Hitchens o Sam Harris, que en el planteamiento darwiniano creen obtener la munición suficiente para arrasar el edificio de la teología natural y revelada. Para estos filósofos, la teoría de la evolución a través de la selección natural demuestra que es perfectamente dispensable la hipótesis de la existencia de Dios, que la vida no es producto de una mente que la haya diseñado, sino resultado de un procedimiento ciego y que, en consecuencia, el hombre no es imagen de Dios ni hay providencia divina y que aquellos rasgos que en el ser humano parecen reclamar más un origen sobrenatural, como el sentimiento moral o el estético, son explicables por las necesidades biológicas de adaptarse al medio. El título de la última obra de Richard Dawkins traducida al castellano, El espejismo de Dios, es de por sí suficientemente elocuente de la postura que encierra.

Frente a esta argumentación, la tesis central del libro de Plantinga es rotunda. Por una parte, niega que se dé un conflicto profundo entre la ciencia (especialmente la biología evolutiva) y la religión, admite sólo un conflicto superficial entre ambas que no pone en riesgo la razonabilidad de las creencias religiosas del hombre contemporáneo. Y, por otra parte, ya que no hay mejor defensa que un fulminante ataque, declara que, a pesar del superficial acuerdo entre la ciencia y el ateísmo naturalista, lo que se produce de verdad es un profundo desacuerdo entre ambos y una concordancia básica entre la ciencia y la religión. Por consiguiente, la demostración de su posición le obliga a Plantinga a mostrar sucesivamente que muchos de los conflictos que los ateos evolucionistas creen advertir entre los descubrimientos biológicos y las grandes religiones monoteístas son falsos conflictos. En segundo lugar, que ciertamente se da algún conflicto, aunque meramente superficial, entre estas religiones y la biología evolutiva. Tercero, expone la esencial concordancia de fondo entre las creencias religiosas y los descubrimientos de la ciencia contemporánea. Y, por último, la parte relativamente más original de la obra, desarrolla lo que él considera el profundo e irresoluble conflicto entre el ateísmo naturalista y la ciencia actual.

Para las creencias judeocristianas y, en menor medida, para el islam, el ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Ser imagen de Dios implica que el teísta atribuye al hombre los rasgos que cree que se dan en su máxima perfección en el ser divino, especialmente su conocimiento y su voluntad. Y, si bien es verdad que para el cristianismo el pecado original pudo dañar ambas capacidades de modo muy considerable, entre las confesiones cristianas sigue siendo mayoritaria la creencia en la capacidad cognoscitiva del ser humano. Los fideísmos e irracionalismos siempre fueron minoritarios, excentricidades dentro de la historia del cristianismo. Por eso, la posible existencia de un conflicto entre la ciencia contemporánea –entendida como el fruto más logrado de la racionalidad humana– y partes sustanciales del credo cristiano se tiene por un peligro inmenso para una fe que, si bien no se considerada fundada en la razón –el cristianismo expulsó pronto de su seno la tentación gnóstica–, pretende ser racional en el sentido de que no es en sí misma contradictoria ni se opone tampoco a lo que la razón ha mostrado en otros ámbitos. Sin embargo, frente a la propuesta cristiana, o meramente teísta, de una fe que no entra en confrontación con lo que la razón natural logra conocer en otras esferas, se erige para muchos la peligrosa idea de Darwin, como se lee en el título de una obra de Richard Dennett (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1999), con el que Plantinga debatió largamente hace poco por extenso según atestigua la obra que firman ambos: Science and Religión: Are they Compatible?, Nueva York, Oxford University Press, 2011.

No es frecuente que se repare en la similitud de la economía de libre mercado defendida por los liberales clásicos y la teoría de la selección natural de Darwin. Con todo, la influencia de Adam Smith en el pensamiento del creador de la teoría de la selección natural está fuera de toda duda1. En ambos casos, se llega a la solución óptima sin que sea buscada conscientemente. Persiguiendo el lucro personal, se consigue, sin pretenderlo, la mejor organización económica posible. Sin que exista una mente divina que diseñe los organismos vivos, la selección natural, una fuerza ciega que promueve la reproducción de los más aptos y la perpetuación de sus rasgos diferenciales, produce inconscientemente el rico espectáculo de la vida en todas sus manifestaciones. Tanto en el mercado como en la biología actúa una mano inconsciente, impremeditada. Y si el Estado ya no es necesario para organizar la vida económica, Dios será también superfluo para explicar el despliegue de las formas vitales.

La expresión teoría de la evolución comprende, al menos, tres sentidos. Dejemos a un lado, por obsoleta, su significación primaria como teoría que expone la forma en que el organismo vivo se desarrolla desde su estadio más inicial hasta su fase adulta, es decir, su crecimiento, entendido por la biología tradicional como un despliegue de lo que ya está contenido en el huevo original. Sin duda, este es el sentido etimológico del término evolución, que no es más que la acción de desenvolver lo que está plegado. Sin embargo, la biología moderna, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, desatiende este uso del término porque lo reserva para expresar ya no el desarrollo ontogenético, el crecimiento y la diferenciación del individuo, sino su despliegue filogenético, el crecimiento y la diferenciación del tronco familiar.

Pero, aun en este nuevo sentido que designa la diversificación de las especies, la teoría de la evolución puede significar la simple afirmación del transformismo, la tesis de que las especies de seres vivos actuales no han existido siempre, sino que provienen de la modificación de otras especies que existieron en otras épocas. Por teoría de la evolución puede igualmente entenderse la descripción de cómo se han transformado las especies vivas unas en otras; dicho de otra forma, el dibujo del árbol de la vida, la genealogía de las especies, con el mayor detalle posible. Por último, la teoría de la evolución puede restringirse a la hipótesis de la manera en que una especie se transforma en otra, y consistiría en poner de relieve la fuerza que produce este cambio, en explicar su mecanismo. Darwin ha pasado a la historia de la ciencia sobre todo por proponer como explicación del proceso evolutivo la teoría de la selección natural.

Para Plantinga, de la teoría darwinista con añadidos de los descubrimientos de la genética pueden desgajarse una serie de afirmaciones de interés para calibrar su potencial incompatibilidad con el núcleo del pensamiento teísta. En primer lugar, la teoría de la evolución requiere la aceptación de una gran antigüedad de la Tierra y de la vida sobre ella. Según las últimas estimaciones, nuestro planeta pudo haber surgido hace unos cuatro mil quinientos millones de años y la vida sobre la ella hace más de tres mil millones de años. Cifras astronómicamente alejadas de los cálculos habituales en la época de Darwin y apoyados en el establecimiento de genealogías bíblicas que situaban la aparición del ser humano hace aproximadamente unos diez mil años, y de la Tierra y de todo lo demás unos cinco días antes, de acuerdo con el relato del Génesis. En segundo lugar, la teoría de Darwin pretende que la vida ha progresado desde formas relativamente simples como virus y bacterias hasta otras bastante complejas. Este proceso de diversificación de la vida, en tercer lugar, se apoya en el hecho de que los seres vivos se reproducen a través de descendientes que no presentan exactamente todos los caracteres que muestras sus progenitores. Hay, podría decirse, una descendencia con modificaciones. En cuarto lugar, e intrínsecamente vinculado con el punto anterior de la descendencia con modificaciones, se establece la existencia de un único antepasado común de todos los organismos, de manera que existen relaciones de familia entre todos los seres vivos, que son primos más o menos lejanos entre sí. En quinto lugar, se pretende que existe un mecanismo natural que explica el proceso de diversificación de la vida. Hay varios candidatos para este puesto. El más popular es la mutación aleatoria del material genético sobre el que operará posteriormente la selección natural. Por último, Plantinga cita un componente más del darwinismo, aunque advierte que, en sí mismo, no es parte de la teoría de de la evolución estrictamente considerada. Se trata de la pretensión de que la vida ha surgido a partir de la materia inorgánica mediante un proceso todavía muy desconocido. Las cuatro primeras tesis mencionadas describen el transformismo; la quinta es la tesis propiamente darwinista de la selección natural y la sexta, un complemento a la teoría evolutiva que aparentemente aleja todavía más la presunta necesidad de recurrir a Dios para explicar la vida.

Siendo así la teoría evolutiva, ¿dónde surge el conflicto entre lo que se acepta por fe y lo que se conoce gracias a la ciencia? Naturalmente que la antigüedad de la Tierra, presupuesto indispensable para que el lento proceso de la selección natural obtenga resultados, choca de plano con una lectura literal de la Biblia. Y aunque se encuentran creyentes –no sólo en el mundo musulmán y judío, sino también entre los fundamentalistas cristianos– que aceptan la literalidad del relato bíblico, son mayoría los teístas dispuestos a interpretar el texto sagrado. Consciente de estas dificultades, un autor tan antiguo como san Agustín ya había propuesto una lectura del relato del Génesis en el que los días no duraban veinticuatro horas. Y cuatro siglos antes, en el mundo hebreo había dado este paso Filón de Alejandría. Más arduo de solventar es otro elemento de desencuentro entre las creencias teístas y la teoría de la evolución. De acuerdo con aquellas, el ser humano es creado por Dios, y esto supone que es querido por sí mismo y buscada a propósito su existencia. Ni la especie humana, ni cada uno de sus miembros ha surgido por azar, sino que Dios conocía y quería a cada individuo humano desde toda la eternidad, antes de que se formase en el vientre de su madre (Jeremías 1, 5).

Según el parecer de Plantinga, sin contradecir su fe, un teísta puede admitir que Dios, para crear al ser humano, haya elegido un camino más largo que el fiat que le atribuyen las Sagradas Escrituras. Ha podido crear un mundo en que se diera la evolución biológica que desembocase en el surgimiento del ser humano. La gran antigüedad de la Tierra, el progreso o transformación de unas especies en otras, la reproducción con modificaciones y el antepasado común no contradicen el creacionismo que confiesa el teísta. Incluso puede admitir que el mecanismo que subyace a la transformación de las especies sea la selección natural descrita con fascinación por Darwin sobre el modelo de la selección humana realizada por agricultores y ganaderos. El único punto, pues, de discrepancia, de conflicto genuino, radica en que las mutaciones, que son la materia prima que precisa la selección natural para operar, sean causadas siempre por azar, es decir, no producidas conscientemente por una mente que tiene un diseño previo y que en ocasiones suscita las oportunas modificaciones del genoma como medio para realizarlo, ya que el teísta cree que la existencia del ser humano no es un producto azaroso del proceso evolutivo.

La elocuencia desbordante de Dawkins y sus colegas confunde porque, lejos de centrar el debate entre naturalismo ateo y teísmo en los puntos de conflagración real –la ausencia de diseño–, mete en un mismo saco a todos los creacionistas para atacarlos y ridiculizarlos por no aceptar, por ejemplo, que los fósiles muestran la existencia de especies extintas o que las especies pueden transformarse unas en otras, a la vez que rebate la necesidad de suponer un diseño en el proceso evolutivo. Es un gusto, por tanto, la pulcritud analítica de Plantinga. Y también hay que agradecerle que haya sido capaz de encontrar en la obra de Dawkins su argumento contra el diseño y exponerlo sin la carcasa retórica habitual en él.

La emotividad que derrocha Dawkins es compatible con su inteligencia y formación biológica. En su lucha contra el creacionismo, cuya potencia en Estados Unidos no deja de causar asombro en Europa, sabe que la negación de la necesidad del diseño en el proceso evolutivo es el punto más difícil de rebatir, aunque no siempre resulte el más popular en las discusiones. En el debate entre creacionistas y evolucionistas, a veces se olvida que cabe una posición en cierto modo intermedia, como es la de quienes, como Plantinga, aceptan que la evolución es un hecho, pero no admiten, sin embargo, que la selección natural darwinista sea el mecanismo que la explique suficientemente. Dawkins no ignora las objeciones a la teoría de la selección a partir de la aparición aleatoria de mutaciones. Cualquier lector de Darwin conoce también estas dificultades. Uno de los rasgos de los hombres geniales y de las obras maestras es no esconder las objeciones más serias de que son susceptibles sus propias teorías. ¿Cómo explicar la aparición en el mundo animal de un órgano tan complejo como el ojo de los vertebrados a partir de seres vivos carentes de órganos fotorreceptores? La cantidad de mutaciones aleatorias requeridas hace que la producción del proceso les parezca a algunos tan improbable como que un tornado desatado sobre un terreno donde se encuentra desguazado un Boeing 747 monte de nuevo todas las piezas de la aeronave de forma correcta. La solución que resuelve, en opinión de Dawkins, el enigma de cómo puede producirse lo sumamente improbable es la amplitud del tiempo disponible y la lentitud consiguiente del proceso. El ojo no ha aparecido de golpe, con la complejidad ahora observable en él, sino mediante un proceso larguísimo en el que a una estructura anatómica que en nada se parece a un ojo van añadiéndose poco a poco pequeñas modificaciones que lo convierten al final en un aparato visual eficiente que incluye el nervio óptico y la parte del córtex cerebral capaz de recibir los estímulos nerviosos correspondientes. Ahora bien, el tiempo por sí solo es incapaz de producir algo de la complejidad del ojo o de cualquier otra estructura anatómica, bioquímica o etológica. La acumulación de improbabilidades nunca resulta explicada satisfactoriamente mediante el mero azar, aun disponiendo de muchísimo tiempo. En su tenaz y vocinglera polémica contra los creacionistas, Dawkins lo repite continuamente. Arguyen los apóstoles antidarwinistas que un ojo o una orquídea no pueden ser el producto de la casualidad, luego son el resultado de un diseño inteligente. Dawkins les da la razón en la primera de sus afirmaciones: el azar por sí solo no es capaz de producir el espectáculo de la vida con su inmensa diversidad. Pero Dawkins se apresura a aclarar que el dilema planteado por el creacionista es falso. No hay que elegir entre azar o diseño. Ningún biólogo competente otorgó al azar el poder de diversificar las especies vivas. Para la biología evolutiva, la alternativa no se juega entre el azar o el diseño, sino entre la selección natural, que actúa sobre una diversidad creada posiblemente de forma aleatoria, o el diseño. Y aquí Dawkins no tiene duda alguna de cuál es la opción correcta. Como el viento y el mar erosionan el acantilado, la selección natural va tallando paulatinamente las estructuras complejas que observamos.

Es muy improbable obtener de un mazo de cartas bien barajado cuatro reyes de golpe, pero si se nos permite coger cuatro cartas, descartarnos de las que no nos interesan, volver a coger tras barajar otras tantas como las que hemos dejado y reiterar el proceso tantas veces cuantas sea preciso, nadie dudará de que terminaremos con cuatro reyes en la mano. Ahora bien, al elegir la opción de la selección natural frente al diseño inteligente, Dawkins se ve forzado, en buena lógica, a demostrar que la cadena de pequeños cambios que llevan, por seguir con el ejemplo ocular, desde una especie animal totalmente ciega a otra con el ojo complejo típico de los mamíferos, contiene eslabones en los que cada una de las mutaciones producida al azar proporcionaba una ventaja reproductora, un plus adaptativo. Muchas de las páginas escritas por Dawkins y otros muchos darwinistas se destinan justamente a probar que no hay algo como la complejidad irreductible, expresión que los creacionistas estadounidenses, como Michael Behe, utilizan para designar estructuras complejas anatómicas, fisiológicas, bioquímicas o de comportamiento, cuyas partes aisladas, que se supone que se han dado en la historia de la vida por separado, no suponen ninguna facilidad adaptativa. Plantinga no se muestra demasiado receptivo a los planteamientos de los neodarwinistas y sugiere que no siempre los pequeños cambios que conducen a una complejidad irreductible obedecen a la lógica evolucionista. Dicho de otro modo, sugiere que hay complejidades irreductibles propiamente dichas. Pero esto, advierte Plantinga, no es la verdadera cuestión que ahora importa. La existencia o no de complejidades irreductibles es un asunto perteneciente a la biología. Supongamos, pues, que no hay tales complejidades irreductibles, que puede trazarse la historia evolutiva de cualquier estructura biológica para contemplar cómo se ha formado mediante la adición de mínimas modificaciones, cada una de las cuales aporta por sí sola, directa o indirectamente, una ventaja adaptativa. ¿Excluye esta admisión la eliminación del diseño, como pretende Dawkins? ¿Arrumba, como irracional, la postura teísta? Si la biología moderna hubiese demostrado lo que pretende probar, la descripción de la historia de los minúsculos cambios, cada uno de ellos adaptativos que llevan a la estructura compleja, ¿estaríamos entonces ante un conflicto genuino entre la ciencia y la religión?

Para Plantinga, el conflicto no es, como pretende Dawkins, real y demoledor para la religión, sino meramente aparente. Es un supuesto conflicto. Las razones que aduce Plantinga se sustancian en que, a lo sumo, lo demostrado por la biología evolutiva es la no gran improbabilidad de que una complejidad irreductible se haya formado por la acumulación paulatina de pequeñas modificaciones todas ellas adaptativas. Pero que ello no sea muy improbable, que no posea una improbabilidad astronómica, en térmimos de Plantinga, no implica que haya sido real. Mi mujer se reiría, remacha Plantinga su argumento, si le digo que el próximo mes van a cuadriplicarme el sueldo, y a la pregunta suya de por qué lo sé, le respondo que no es astronómicamente improbable que así ocurra. Naturalmente, Plantinga tiene razón: la teoría de la selección natural es una hipótesis y nadie en su sano juicio ha pretendido jamás que esté demostrada más allá de todas las dudas posibles. Pero esta es la naturaleza de las teorías científicas: conjeturas que se aceptan mientras no se tenga una mejor. Y, para Dawkins, la única alternativa imaginable de momento a la selección natural gradualista es la hipótesis del diseño, que, a su juicio, es infinitamente peor porque, entre otras cosas, debería explicar la complejidad del propio diseñador. «No importa lo estadísticamente improbable que sea la entidad que queremos explicar invocando a un diseñador: el propio diseñador tiene que ser al menos tan improbable. Dios es el Boeing 747 definitivo» (Richard Dawkins, El espejismo de Dios, trad. de Regina Hernández, Madrid, Espasa, 2012, pp. 124-125). Claro está que Dawkins no se da cuenta de que al recurrir a Dios para explicar, en este caso, la complejidad del universo, echamos mano de un elemento explicativo que se supone que está fuera del universo y que, por tanto, no precisa ser explicado a su vez, sino que se considera que es causa de sí, que se explica por sí mismo. O acaso Dawkins se da cuenta y es precisamente este carácter de Dios que lo sitúa por encima de la exigencia de explicación lo que no acepta. Posiblemente, explicar el mundo mediante factores trascendentes a él implica, para Dawkins, abandonar la ciencia, colocarse por debajo de la racionalidad.

Ha de recordarse que Plantinga no es un creacionista en el sentido actual de la palabra en el debate vigente en Estados Unidos. No niega la transformación de las especies, si bien hay que decir que su aceptación del proceso evolutivo es tibia y carente de entusiasmo. Sin embargo, rechaza que la selección natural haya producido por sí sola esta evolución y que, por tanto, sea un proceso no guiado por Dios en ningún momento. En lugar de la selección natural, o junto a ella, recurre a la intervención divina, quizá produciendo las mutaciones oportunas, como guía del proceso evolutivo. Aquí surge un segundo conflicto posible. Parece que la ciencia actual niega de plano la posibilidad de los milagros, entendidos como una intervención directa por parte Dios que modifica el curso natural de los acontecimientos. De nuevo, para Plantinga, estamos sólo ante un conflicto supuesto. En su opinión, la física newtoniana no niega la posibilidad de la intervención de Dios. De hecho, Newton creía que su actuación era precisa ocasionalmente para mantener a los planetas en sus órbitas y evitar el colapso del sistema solar. Lo que afirman las leyes de la física newtoniana es cómo funciona el mundo siempre que este sea un sistema cerrado, aislado, refractario a toda influencia causal externa, de modo que, cuando sufre la intervención de Dios, las leyes no se quiebran, sino que simplemente no son de aplicación. Si Dios modifica la velocidad o la dirección de una partícula, obviamente no se conserva la energía en el sistema, pero con ello no se incumple la ley de la conservación de la energía, porque el sistema ha dejado de estar cerrado. Cuando Laplace, a comienzos del siglo XIX, creyó resolver el problema de la estabilidad del sistema solar y dio a Napoleón la soberbia respuesta de que su física no necesitaba de Dios, la situación se modificó. En el sistema físico, se suponía que el “genio” postulado por Laplace, a modo de un superordenador con una capacidad de cálculo inimaginable, podía predecir, sin error ni incertidumbre, cualquier estado del universo pasado o futuro a partir de su conocimiento exhaustivo de la situación presente. La capacidad predictiva de este genio hipotético precisaba del añadido al sistema newtoniano de la exigencia de clausura del universo físico a toda influencia no física. Pero esta cerrazón es un elemento extracientífico, en opinión de Plantinga, de modo que el conflicto surge ahora no ya entre la religión que acepta la intervención sobrenatural de Dios en el mundo físico y la ciencia, sino entre una religión con un Dios interferencial y una concepción metafísica aceptada por algunos científicos.

Si bien no puede negarse que la condición de la clausura del mundo físico no se encuentra en el mismo nivel que las leyes newtonianas, sí parece, sin embargo, que supone un criterio inexcusable de la cientificidad en la medida en que el recurso a Dios como factor explicativo desprende un aroma de hipótesis ad hoc, que permitiría solventar cualquier dificultad y, por ende, dejar las cosas tan oscuras como antes. Sin embargo, aunque metodológicamente la ciencia no debe recurrir a Dios para explicar los procesos que estudia, no puede tampoco sentar la tesis de la clausura del mundo físico sin que se tambaleen otras muchas de nuestras creencias, como la existencia de la libertad. Con acierto subraya Plantinga, aunque lo hace pasando como de puntillas y con prisas, que un naturalismo ontológico que no acepte influjos inmateriales en el mundo físico impide una comprensión de la libertad humana, ya que el universo físico debe estar abierto a la influencia de la voluntad si el libre albedrío humano, en la acepción corriente de la expresión, existe, si nos es dado cambiar el curso de los acontecimientos físicos mediante nuestras decisiones. Es muy chocante que en este punto, al igual que sucede en el resto de la obra, Plantinga, que por lo general no tiene remilgos en citar a distintos autores a favor y en contra de su posición, olvide mencionar a Karl Popper y la ardorosa defensa de la apertura del mundo físico a lo material que realiza en el segundo volumen de su Post Scriptum a «La ógica de la investigación científica», titulado precisamente El universo abierto. A Popper no le preocupa abrir un hueco en la ciencia por donde pueda llegar la intervención sobrenatural de Dios, que descarta por varias razones, especialmente por el carácter acientífico de tal suposición. Le preocupa, en cambio, el problema de la libertad humana y la posibilidad del conocimiento, que también requiere, en su opinión, de la apertura del mundo material a influencias no físicas.
En su búsqueda de razones que justifiquen su pretensión de que Dios, si quiere, puede interferir en el curso de los procesos naturales, Plantinga encuentra en la mecánica cuántica un argumento adicional. Si la física newtoniana, como se ha visto,  no era un obstáculo para la intervención de Dios en el mundo, menos aún lo será la nueva física que sustituye el determinismo de las leyes por la probabilidad de ciertos sucesos. Como la mecánica cuántica no determina un resultado específico para un conjunto específico de condiciones iniciales, sino que asigna únicamente probabilidades a una variedad de posibles resultados, la intervención sobrenatural es mucho más sencilla de aceptar, pues bastaría que Dios eligiese cuál de los resultados probables se producirá de hecho. De esta manera, no se produce ninguna violación de las leyes de la física y éstas siguen siendo válidas incluso en sistemas no aislados.

Desafortunadamente para el teísmo, los conflictos entre religión y ciencia –ciencia naturalista, se entiende– no concluyen aquí. Además de los mencionados, que son sólo supuestos conflictos, Plantinga reconoce que hay conflictos reales, genuinos, aunque los considera superficiales. Entre los que menciona, el más importante es posiblemente el relativo a la psicología evolutiva. Esta disciplina científica proviene de la sociobiología, que fundara el gran formicólogo norteamericano Edward O. Wilson e impulsó notablemente el libro de Richard Dawkins El gen egoísta. La psicología evolutiva aplica los principios de la teoría de la selección natural a la totalidad de la cultura humana, que enfoca como un efecto más del proceso evolutivo. Dado el alcance omnímodo concedido a la selección natural, se cree que las creencias morales, los gustos estéticos, las costumbres sociales, los sentimientos religiosos, etc. deben haber surgido por casualidad y haberse mantenido y propagado en las sociedades humanas porque proporcionan claras ventajas adaptativas. Los psicólogos evolutivos han derrochado mucha imaginación en sus explicaciones de por qué poseen un componente adaptativo conductas tan poco favorecedoras en principio de la proliferación de los propios genes como el altruismo o el celibato por razones ideológicas. Con independencia del juicio que le merezcan a Plantinga estos planteamientos, lo cierto es que su desactivación del genuino conflicto entre las conclusiones de la psicología evolutiva y las creencias teístas no se apoya en desacreditar los logros de aquélla. Su estrategia se encamina, por el contrario, a mostrar que, aunque genuinos, estos conflictos son superficiales.

Para comprender sus razones es preciso detenerse previamente en su epistemología. Según Plantinga, una teoría del conocimiento debe dar cuenta de qué garantías poseen las creencias que se consideran verdaderas. La mayoría de las creencias que aceptamos como válidas están garantizadas por deducirse de otras creencias que también son consideradas válidas. Naturalmente este proceso de fundamentación de unas creencias en otras no es aplicable a todas sin incurrir en un círculo vicioso en la demostración. Es obvio que tiene que haber ciertas creencias, que los epistemólogos llaman básicas, cuya garantía de verdad no se apoya en otras creencias tenidas por verdaderas. El ser humano posee capacidades cognoscitivas que le facultan para conocer algunas creencias básicas. Estas facultades son la percepción sensorial, la memoria, la intuición racional (que permite conocer verdades lógicas y matemáticas, entre otras), la inducción, la introspección, la empatía (que da acceso al conocimiento de los estados mentales de otras personas), etc. Una creencia básica contiene en sí misma su garantía. Esto no implica que no pueda ser falsa, que a veces no nos engañemos en las creencias básicas que mantenemos. Incluso su falsedad puede ser descubierta a partir de la evidencia proporcionada por otras creencias básicas. Lo importante aquí es que cada una de estas facultades garantiza –no incondicionadamente– las creencias que proporciona. Su fiabilidad no depende de otras facultades cognoscitivas. La percepción no fundamenta lo que se conoce por empatía o por la memoria, ni la intuición racional permite fundar lo que conoce la percepción. Hasta ahora las facultades cognoscitivas enumeradas son todas ellas, podría decirse, naturales y comunes a todos los seres humanos. Pero no son las únicas aceptadas por Plantinga. Junto a ellas está la fe, que es también una facultad de obtener creencias básicas. A diferencia de las anteriores, la fe no es compartida por toda la humanidad y el creyente la considera causada en él directamente por Dios, es decir, como algo sobrenatural. Pasmosamente, estas diferencias parecen no inquietar a Plantinga. Al contrario, será el punto de apoyo para desactivar como superficial el conflicto genuino entre la psicología evolutiva y el teísmo. La fe añade al teísta creencias básicas inalcanzables para la persona carente de fe. Al ser distinto el acervo de creencias básicas para uno y otro, es natural que de los mismos datos extraigan distintas conclusiones. Plantinga ejemplifica lo que tiene en mente de este modo. Supongamos que alguien es acusado de un crimen que no ha cometido. Pero todas los indicios le acusan (sus antecedentes, haber sido visto escondiéndose en el lugar del suceso, la existencia de motivos para ello, huellas dactilares en el arma homicida, etc.). El jurado hará bien en condenarlo. La decisión de declararlo culpable es la más racional, habida cuenta de las creencias básicas y los datos de que dispone el jurado. Sin embargo, no es racional que el acusado se crea culpable si él mismo recuerda con lucidez que no lo hizo. El reo dispone de un conjunto de creencias básicas distintas del jurado e inaccesibles al jurado (las que le proporciona su memoria). Para Plantinga, la situación es similar a la que se da entre el creyente y el no creyente.

Si la psicología evolutiva hubiese demostrado que las creencias morales o la religión son adaptativas a nivel de grupo social y se han vuelto ubicuas entre los seres humanos por medio de la selección grupal, esto no sería incompatible con las creencias judeocristianas. Ciertamente, quien careciese de fe podría extraer de este origen biológico la creencia de que no hay realmente obligaciones morales o de que no existe Dios, como el jurado extrae la conclusión de que la persona es culpable. Pero el creyente, cuyo acervo de creencias básicas es distinto, aunque acepte las tesis de la psicología evolutiva, no tiene que inferir que no hay normas morales objetivas o que no existe Dios, como el acusado que recuerda que no cometió el crimen sabe que, a pesar de que las pruebas hablen en su contra, es inocente. Nada le impide a la persona creyente pensar, a la luz de la psicología evolutiva, que Dios ha elegido la vía de la selección natural grupal para propagar en la humanidad las creencias morales y la religión. Que algo tenga una causa natural no implica que carezca por ello de un origen sobrenatural. De esta forma, insiste Plantinga, que la religión pueda ser explicada freudianamente, por ejemplo, no supone que la creencia en un padre celestial bondadoso sea falsa.

Es inevitable sospechar que hay algo no del todo claro en este planteamiento, que Plantinga se da demasiada ventaja, que su punto de vista resulta totalmente inmune al desafío de lo que la ciencia pueda descubrir, que se desliza insensiblemente a la teoría de la doble verdad. Plantinga reacciona contra estas acusaciones. De la misma forma que la memoria no es una facultad incorregible, ya que puedo llegar a convencerme de que mis recuerdos son falsos a partir de otras evidencias –quizá sí cometí el crimen y lo he olvidado o enterrado en mi inconsciente–, los avances científicos puede entrar en un conflicto real y profundo con la fe. Así, los conocimientos científicos que me enseñan la esfericidad terrestre entran en conflicto con una interpretación literal de ciertos pasajes bíblicos, como puede ser aquel que habla de las cuatro esquinas de la Tierra. Aquí el conflicto es real y profundo, y obliga, dada la apabullante evidencia de la redondez terrestre, a modificar la comprensión del versículo de la Biblia. ¿Estaría dispuesto Plantinga a abandonar igualmente otras creencias cristianas más centrales, como el dogma de la Encarnación o de la Resurrección, o la misma existencia de Dios Padre, si las evidencias científicas lo empujasen a ello? Claro que no. Y esto produce una asimetría incómoda en su debate con el naturalismo cientificista.

De creer a Plantinga, no habría, por tanto, una oposición real y profunda entre la ciencia y la religión, ya que los conflictos que se alegan son supuestos o, siendo genuinos, son meramente superficiales. Esta es la primera parte de la posición de Plantinga. Es difícil, sin embargo, que el lector quede convencido. Parte de la dificultad para aceptar la postura propuesta es la confusión entre religión y sobrenaturalismo. Todos los razonamientos de Plantinga han tendido a probar que la ciencia actual no entra en conflicto con el sobrenaturalismo. Ahora bien, no cabe identificar sin más sobrenaturalismo y religión, y, menos todavía, sobrenaturalismo y religión cristiana. El cristianismo implica el sobrenaturalismo, que es la mera negación del naturalismo, esto es, la pretensión de que las leyes de la física y de la química explican en última instancia todo lo existente. Pero no a la inversa cabe aceptar el sobrenaturalismo sin, por ello, contarse entre los creyentes de alguna religión. Para entender más fácilmente esta inecuación, basta pensar que, por ejemplo, la aceptación de un mundo ideal, el mundo 3 del que habla Popper, poblado por leyes matemáticas y lógicas, capaz de interaccionar con el mundo mental y producir pensamientos no originados exclusivamente por reacciones químicas en el córtex cerebral, es una forma de sobrenaturalismo no religioso.
Aunque la mayor parte del libro de Plantinga se dedica a la tesis negativa de la ausencia de un conflicto genuino y profundo entre ciencia y religión, la parte final, a pesar de ser más breve, resulta aún más interesante. En ella sostiene –primero– la existencia de un profundo acuerdo entre la ciencia y la religión. Algunas de las que aquí aparecen son consideraciones muy conocidas. Varias de ellas giran en torno al principio antrópico y a la teoría del diseño inteligente, sobre los que Plantinga mantiene una actitud ambigua. Es una lástima que en este punto no se detenga a considerar el principal argumento a favor de la teoría de la evolución, que es, en contra de lo que con frecuencia se afirma, la imperfección de los seres vivos. El ojo del mamífero, antes citado como ejemplo paradigmático de una complejidad irreductible, es, desde el punto de vista óptico, una «chapuza»: la diferencia de capacidad de enfoque entre la fóvea y el resto de la retina, el incomprensible hecho de que las células fotorreceptoras miren hacia atrás, de manera que sus terminaciones nerviosas se sitúen entre la fuente de luz y la retina, y se vean precisadas a traspasar de nuevo el fondo del ojo camino del cerebro creando el punto ciego, la opacidad del humor vítreo, etc. Todo ello llevó a Hermann von Helmholtz, a quien cita elogiosamente Darwin en El origen de las especies, a afirmar que, si un óptico quisiera venderle un instrumento con tales defectos de fabricación, se lo devolvería inmediatamente.¿A qué se debe un diseño tan defectuoso? La explicación más plausible, la respuesta evolucionista, es que el ojo, como otras muchas estructuras complejas, presenta un diseño óptimo sólo si se tiene en cuenta su historia. Es el resultado de múltiples reformas y ya se sabe que, cuando se reforma una casa o una ciudad, hay que soportar ciertas huellas del pasado que impiden las mejores soluciones, a diferencia de cuando se diseña desde cero. El arquitecto que reforma no alcanzará nunca una solución tan redonda como el que comienza con una hoja en blanco en su tablero de dibujo.
Mayor interés presentan sus otras consideraciones sobre el acuerdo profundo entre ciencia y religión, que preparan el último capítulo, en el que esboza un argumento para demostrar el profundo e insuperable antagonismo que se da, según su parecer, entre el naturalismo y la ciencia. Parte de un hecho histórico. A pesar de la imagen del cristianismo como una fuerza oscurantista, presta a desarraigar cualquier brote de racionalidad, el dato innegable es que la ciencia moderna se inició y desarrolló exclusivamente en países cristianos. Para Plantinga, no es una casualidad que así ocurriera. La actividad científica descansa en una serie de supuestos, como son la racionalidad del mundo, la estabilidad de las leyes que regulan los procesos de la naturaleza y la confianza en la capacidad humana de llegar a desvelarlos. Todas estas condiciones parecen estar más garantizadas desde la perspectiva teísta que en la atea. Y no sólo más garantizados, sino que el naturalismo no puede dar razón de la capacidad cognoscitiva del ser humano para conocer la realidad tal y como es, entrando así en conflicto con la misma ciencia que parece abanderarlo.

En el capítulo final de su obra, Plantinga utiliza un argumento poderoso y antiguo para poner de relieve esta incapacidad. Por citar sólo a algunos de los contemporáneos que hicieron uso de él, mencionaré el portentoso libro de C. S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, titulado Milagros (trad. de Jorge de la Cueva, Madrid, Encuentro, 2009), una reflexión de excelente filosofía que ha pasado inadvertida por su título y su carácter apologético, o El yo y su cerebro de Karl Popper y John Eccles (trad. de Carlos Solís, Barcelona, Labor, 1982). La idea fundamental es que existe una contradicción entre el naturalismo y el evolucionismo. Una contradicción no en el sentido de que no puedan ser ambos verdaderos, sino de que no es razonable aceptar ambos a la vez, de la misma manera que no es razonable creer que no hay creencias, o que nadie posee una creencia verdadera, o que todas mis creencias, incluida ésta, son falsas. El argumento se apoya en que, si nuestras creencias son producidas por unas capacidades que han sido modeladas por el proceso evolutivo, entonces carecemos de garantía de que estas facultades alcancen la verdad. Si se nos permite utilizar en este momento un lenguaje antropomórfico, aquí fuera de lugar, pero muy difícil de evitar, la evolución no busca crear órganos que alcancen la verdad, sino aumentar las posibilidades de supervivencia del organismo. Claro está que el animal precisa conocer con algo de fiabilidad el mundo externo para actuar consecuentemente, pero esta conciencia no tiene que ser más adecuada que lo indispensable para alcanzar los fines vitales de la supervivencia: comer, huir, luchar y reproducirse. La verdad, el conocimiento de las cosas tal y como son, está fuera del interés de la selección natural. Plantinga cita un pasaje epistolar de Darwin, posiblemente sin el contexto adecuado: «Siempre surge en mí la horrenda duda de si las convicciones de la mente humana, que se ha desarrollado desde la mente de los animales inferiores, son valiosas, si podemos confiar en ellas. ¿Confiaríamos en las convicciones de la mente de un mono, si hubiera convicciones en una mente semejante?» (Carta a William Graham, 3 de julio de 1881).

El argumento no hace más que aplicar el modelo explicativo de los psicólogos evolucionistas a otro campo. Según la psicología evolutiva, las vivencias morales y las creencias religiosas tienen una historia natural, han surgido mediante el proceso evolutivo y, en consecuencia, no son fiables. Esto quiere decir que su mera existencia en nuestra mente no garantiza que haya valores morales objetivos ni un ser divino que merezca la adoración por parte de los humanos. Al poder explicar su surgimiento, en opinión del naturalista, pierden su justificación. Por tanto, estas creencias morales o religiosas no son las que son porque capten un aspecto de la realidad, sino porque han venido bien para la pervivencia biológica del grupo. Plantinga lleva ahora el argumento naturalista un paso más allá. Nuestras facultades cognoscitivas son, asimismo, el resultado del lento proceso evolutivo. Poseen una historia biológica, ayudan a la supervivencia de la especie, pero de aquí no puede inferirse que son las que son porque captan aspectos de la realidad. La verdad no viene al caso, es inatinente en este asunto. Estar en lo cierto, ser capaz de penetrar en la esencia de las cosas, no permite a un ser humano reproducirse con mayor éxito, o, al menos, el naturalista debe probar en cada caso que es así. Por consiguiente, en buena lógica naturalista, habría que concluir que nuestras creencias científicas (por ejemplo, la teoría de la evolución) no son fiables porque son productos de capacidades que no han sido seleccionadas por su fiabilidad para conocer la naturaleza de las cosas.

El libro de Plantinga es una pieza más de una polémica inacabable, pero tiene el mérito innegable de intentar no quedarse a la defensiva frente a la ciencia, como viene siendo habitual en muchos teístas modernos. Plantea la cuestión y muestra que tanto teístas como naturalistas se ven retados por los avances científicos. Intenta, pues, acabar con la idea de que la ciencia habla inequívocamente a favor del naturalismo. Aunque sólo sea por esto, es una obra que da que pensar.

Juan José García Norro, La filosofía en defensa de la religión, Revista de Libros, 15febrero/15marzo
Juan José García Norro es profesor de Filosofía Teorética en la Universidad Complutense. Ha traducido obras de Porfirio, Boecio, John Locke, Gottlob Frege, Franz Brentano y Martin Heidegger, y es coeditor (con Ramón Rodríguez) de Cómo se comenta un texto filosófico (Madrid, Síntesis, 2007) y editor de Convirtiéndose en filósofo: estudiar filosofía en el siglo XXI (Madrid, Síntesis, 2012).

1. Y, aunque no tan citada, es al menos tan fundamental la que recibió del pesimismo demográfico de Malthus, que ponía de relieve la capacidad reproductiva de los seres vivos, muy superior a los medios de subsistencia disponibles en la naturaleza y en la industria, con lo que se condenaba a una muerte temprana a la mayoría de los descendientes. Esta abundancia de vástagos es el combustible que necesita la selección natural para ponerse en marcha.

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