Heidegger contra el llenguatge fet consigna.
1. Un tópico, dice María Moliner en su diccionario,
es una «sentencia, opinión, etc., que la gente repite mucho». Repite
mucho. Repite y repite. Y de tanto repetirse se consagra, adquiere
independencia y rige, más allá del bien y el mal, siempre verdadero. O
se vacía, y paga la independencia adquirida respecto de la realidad
quedándose en pura palabrería. Todo depende de que lo veamos como la
verdad incontrovertible que pretende ser a fuerza de repetición o,
desenmascarado, en cuanto mero tópico, bastante adelgazado, casi ayuno
de verdad.
De lo que no solemos ser, sin embargo, conscientes es de en
qué gran medida nos movemos entre tópicos, nos alimentamos de tópicos y
producimos tópicos, por no decir que los evacuamos.
Uno de los tópicos que más he oído repetir en mis años de
enseñante es el de que «el lenguaje es un instrumento, una herramienta
de comunicación». Lo mismo quienes creen en la comunicación que los que
no, quienes confían en la aptitud del lenguaje para captar las verdades y
los que más bien dudan, en fin, los que se esfuerzan en los parajes de
la palabra tanto como los que han abandonado ya la escalada coinciden,
no obstante, en afirmar sin asomo de duda que «el lenguaje es un
instrumento de comunicación». —Y con dicha fórmula se pretende estar
dando la definición esencial de lenguaje. En los libros de
texto de enseñanza secundaria pueden leerse también otras cosas
interesantes acerca del lenguaje, algunas de ellas notoriamente
incompatibles con el tópico de nuestro interés, pero lo que arraiga
fuertemente en el repertorio intelectual de los que llegan a la
universidad, está comprobado, es que «el lenguaje es un instrumento».
Obviamente, al tratarlo de tópico estoy ya traicionando mi
intención de desmontarlo. Vaya por delante que, como casi todos los
tópicos (no todos, algunos son errores radiantes), encierra algo de
verdad; el problema, como con casi todos los tópicos, es que esa pizca
trivial de verdad impide ver otra verdad mayor; es más, se opone a ella y
la combate, pues viene a usurpar su lugar. En nuestro caso es cierto
que, sobre todo en el empleo cotidiano que se hace de él, el lenguaje
funciona, efectivamente, como instrumento de comunicación: cuando quiero
decir que afuera hace frío, utilizo esas palabras, y los demás se
enteran. Cuando quiero hacerles partícipes de mi alegría, o de mi pena,
de mi enfado y hasta de mi amor, empleo las palabras correspondientes,
siempre según el lirismo o el prosaísmo que me atenace, y se enteran. El
lenguaje es una herramienta de comunicación…, cuando
efectivamente funciona como tal. En realidad, y a partir de esos casos
elementales de uso del lenguaje, se ha forjado lo que de hecho no es más
que el ideal –idealista– de funcionamiento del lenguaje: que este sea
tan transparente y eficaz que, según se va hablando, se vaya borrando y
nos haga ver la realidad de que es representante. Y eso, en expresiones
corrientes, habituales, familiares o conocidas, sucede, o parece que sucede.
Lo cierto, sin embargo, es que si nos ponemos a pensar en lo
que es un instrumento o una herramienta, se hace difícil entender cómo
el lenguaje pueda serlo. Porque ¿en qué se parece a un martillo o a un
teléfono? Se trata de «cosas» de que una persona puede, o no, valerse
para ayudarse en una acción muy concreta: clavar un clavo, o hablar a
distancia; una vez dichas acciones han sido realizadas, los instrumentos
se dejan de lado. El lenguaje, por el contrario, parece que va siempre
con nosotros, que nos es consustancial; de hecho, hasta forma parte de
alguna caracterización esencial de «ser humano»: aquello de «animal
racional» era originariamente en griego «animal o ser vivo dotado de
palabra». Aristóteles dixit.
Mas el tópico relativo al lenguaje no va sólo; siendo un
instrumento, hace falta que alguien lo use, y aquí la fórmula es aún más
tópica: quien se vale del lenguaje como instrumento es cada uno de
nosotros, para expresar lo que pensamos, sentimos, hemos visto, deseamos
hacer, todo lo cual, antes de ser exteriorizado, se halla en nuestro
interior, el íntimo y propio de cada uno. En terminología más
filosofante: es el sujeto el que se vale del lenguaje para expresar los
diversos contenidos de su conciencia.
De unos años a esta parte, este segundo tópico está dominado
por una deriva llamémosla «subjetivista»: cada uno es cada uno, y así
hace y tiene su interpretación, a lo que parece o se cree,
absolutamente propia, y por eso incomunicable con un instrumento que es
social y, por lo tanto, inapropiado para lo propio. Así, eso «que
pensamos, sentimos, hemos visto, deseamos hacer» es algo que «cada uno
piensa, siente, ha visto, desea hacer» y, al menos en los tres primeros
casos, algo que «sólo él o ella piensa, siente, ha visto», es decir,
absolutamente distinto de lo que los demás podamos pensar, sentir o
haber visto.
En esta combinación de los tópicos primero y segundo el
lenguaje pasa a ser, en realidad, instrumento de incomunicación. Con
todo, eso no empece para que siga siendo instrumento. De hecho, si lo
pensamos bien, acaso sea la incomunicación a que se presta la que lo
hace instrumento. Pero eso, en el reino de los tópicos, es avanzar
demasiado.
En cualquier caso, se entienda el sujeto en su variante más
relativista o no, es decir, aceptando que, a pesar de las peculiaridades
personales, compartimos un mundo, el tópico primero, el del lenguaje,
va siempre acompañado del segundo tópico, lo exige. Y así el lenguaje es
instrumento de exteriorización o de expresión de nuestra interioridad.
2. El lenguaje es uno de los asuntos
centrales en el pensamiento de M. Heidegger. Apurando, podría decirse
que los asuntos que principalmente le conciernen son el ser y el
lenguaje. Si bien como motivo temático sólo aparece en lo que suele
llamarse el «segundo» Heidegger, de hecho es algo que le tiene ocupado
desde siempre. Que en los primeros años veinte entienda la filosofía en
cuanto hermenéutica apunta ya a la importancia que para él
tiene el lenguaje. Pero sobre todo es su «lucha», continua y
persistente, con el lenguaje lo que nos lleva a considerar que ya desde
un principio es para él fundamental.
El léxico y la sintaxis –el lenguaje– heideggerianos suelen
ser uno de los principales obstáculos a la hora de acercarse a su obra.
De hecho, los textos de esa segunda época, en la que se ocupa con el
lenguaje, son difícilmente traducibles debido a la densidad de la
expresión, que suele carecer de correspondencia en otras lenguas. La
traducción, por meditada que esté, no nos habla como lo hace el texto
original, no puede hacerlo; sus palabras no son más que meras andaderas
con que balbucir lo que difícilmente se entiende.
Si ya en Ser y tiempo, mucho más moderado en la
explotación de las posibilidades de la lengua, nos encontramos con
ciertas dificultades, a pesar de que las referencias son conocidas, por
pertenecer sobre todo al lenguaje coloquial, cuando Heidegger comienza a
inspirarse, para pensar, en algunos grandes poetas, Hölderlin, por
ejemplo, y a crear, partiendo de su poesía, una conceptualidad propia,
la dificultad se extrema. Se pierde como quien dice por completo la
referencia de la vida cotidiana.
Pensar –en sentido estricto– es siempre crear un lenguaje
nuevo, porque el existente ya no puede satisfacer. Y eso es lo que han
hecho todos los grandes pensadores, cada cual a su manera. Heidegger
intenta recuperar el saber ínsito en el lenguaje: de él aprende, con él
experimenta, en él juega. Y así retuerce y recarga la lengua, haciéndola
casi inútil para la comunicación. ¿Por qué no habló y escribió la
lengua que todos empleamos?, suelen preguntar algunos. —Se suele citar a
Nietzsche o a Platón entre los filósofos como ejemplos de escritura
fácilmente accesible; no hay que engañarse: ¿es fácil su filosofía?
Cuando se les lee con facilidad, ¿se les está leyendo como filósofos?
Quizá la aparente normalidad de su lengua sea sólo una ilusión, y tras
la normalidad aliente su novedad. Al fin y al cabo, pensar –insisto– es
crear un lenguaje nuevo, o al menos recrear un lenguaje que ya no puede
satisfacer. Heidegger intentó renovar el lenguaje de la filosofía
sacándolo de quicio, llevándolo hasta sus límites, y en esa operación de
estrujado y estirado, de retorsión y adensamiento creó algunos
terminachos filosóficos que, sobre todo traducidos, ciertamente echan al
lector profano para atrás.
Y es que uno de los efectos fundamentales del lenguaje es que,
repetido y repetido, deja de significar y pasa a convertirse en
consigna, en fórmula con apariencia de conocimiento que obstruye toda
posibilidad de seguir preguntando. Evita, impide pensar. De ahí el que,
para pensar, haya que salirse del discurso establecido, sea
restableciendo el poder significante del lenguaje, sea creando –hasta
cierto punto– un lenguaje nuevo, fresco y eficaz.
Heidegger experimenta con el lenguaje: atiende a lo que las
palabras están diciendo más allá de su apariencia, de lo que de obvio
tienen, pues es sabido que lo obvio ni se ve ni se escucha; recupera los
lazos escondidos que urden el mundo de la cultura tradicional, de la
filosofía heredada; descubre nuevos acentos, énfasis olvidados pero
vigentes, desplazamientos inexpresos, condiciones oscuras, y, de paso,
para ir retrazando ese mapa de lo impensado se ve en la necesidad de
redefinir los conceptos básicos de nuestro modo occidental de pensar
para conservar esos descubrimientos: surgen así expresiones como
estar‑siendo‑en‑el‑mundo, existencia en cuanto ser‑aquí (‑y‑ahora), Dasein, verdad en cuanto desocultación, etc., etc.
Pensar –de verdad, realmente– supone inventar
conceptos. En el caso de Heidegger esto se realiza en parte a través de
la experimentación con el lenguaje, quitándole la piel endurecida y
sacándole su jugo, llevándolo al límite, para que en ese extremo, en esa
tensión con la realidad a que quiere aludir produzca un efecto de
desvelamiento, de remisión de las envolturas opacas en que el lenguaje
ya desgastado y tópico se transforma. Ciertamente, el primer obstáculo
que se nos viene encima es que Heidegger no habla de un mundo en que el
ser humano sea el centro y, por lo tanto, el sujeto gramatical
presupuesto de sus proposiciones, sino que en su discurso se presentan
en cierto modo y medida autonomizadas determinadas actuaciones que
habitualmente atribuimos a la acción del ser humano, del individuo. Si
en Ser y tiempo todavía puede malentenderse el Dasein,
que es el existir aquí y ahora en que el ser humano va siendo
(monstruosa pero muy católicamente conocido en castellano como
«ser‑ahí»), y tomarse como «ser humano», como «sujeto»; luego, cuando ya
pase a hablar del ser, del acontecer, del pensar, el descentramiento de
nuestras expectativas sintáctico‑semánticas (en última instancia no
puede ser «el pensar» actor de sus acciones ni en consecuencia sujeto
gramatical de oración alguna) resulta excesivo.
Y en el caso del lenguaje esto le llevará a sostener una tesis radical, en apariencia contraria al tópico que nos ocupa: es el lenguaje el que habla,
y no el sujeto para expresar su interioridad. Y es que Heidegger no
hace psicología –no se puede hacer ya «psico»‑logía–, sino que rastrea
las pistas de lo que acontece, y del acontecer, en un mundo
significante.
La idea proviene de finales del siglo XVIII; Novalis, el poeta
pero también pensador alemán, la había avanzado ya cuando anotaba en
una breve reflexión que el lenguaje sólo se ocupa de sí mismo, y por eso
es capaz de reflejar el extraño juego de relaciones de las cosas.
La idea, bastante subversiva, tanto que sólo siglo y medio
después hallará desarrollo suficiente (en los mismos años que Heidegger
la desplegará también Merleau-Ponty en lenguaje bien diferente), había
ido germinando y creciendo a lo largo del siglo XIX, hasta convertirse
en nuestra época, eso sí, invertida y degradada, en un lugar común: el
de la insuficiencia expresiva del lenguaje. Parece ser su autonomía la
que lo convierte en instrumento, al darse por supuesto que la «esencia»
del sujeto, lo más propio de cada individuo es algo que lo repele, que
no se deja, o sólo malamente, verter en él.
En la segunda mitad del siglo XIX Nietzsche había hecho notar
el salto que se da de la realidad ingenuamente entendida a la expresión
lingüística, la diferencia insalvable —si no estuviera mediada por el
mundo de la cultura; al fin y al cabo, la realidad es material, el
lenguaje, espiritual: ¿cómo va a ser posible que haya adecuación,
correspondencia en sentido estricto entre la una y el otro? En otro
registro, mas dando cuenta de una experiencia afín, Hofmannsthal nos
presentaba en La carta de Lord Chandos una crisis del lenguaje
que ponía en entredicho el uso cotidiano y rutinario de las palabras
para descubrir la verdadera realidad viva, el ser de la naturaleza y de
lo humano que palpitaban tras él. Lord Chandos, tras pasar por el
vértigo de las palabras vacías que «se [le] descomponían en la boca como
hongos podridos», había creído reconocer «el lenguaje en el que [nos]
hablan las cosas mudas».
De Nietzsche proviene el término que de tanta fortuna goza en
la actualidad, o a Nietzsche se suele remitir, pues su impronta moderna
viene de aquel otro de quien Nietzsche –injustamente– se burlaba,
Schleiermacher: «interpretación». Todo es interpretación, se
dice sentando cátedra, cátedra que no se ve conmovida por su dictamen.
Pero también de Heidegger, que amplió el ámbito de aplicación de otro
vocablo cercano, con el que suele hacer pareja: «hermenéutica». Ninguno
de los dos, o de los tres, sin embargo, creo que hubieran sostenido
nuestro segundo tópico: «cada uno hace su interpretación».
Heidegger parte, más bien, de lo contrario: en los términos
con que nos estamos manejando podría decirse que aprender a hablar es
aprender los tópicos adecuados a cada situación; naturalmente, como esto
es en rigor imposible, queda ahí un margen de indefinición que
posibilita el juego y, en definitiva, la libertad en el lenguaje, con el
lenguaje. Pensemos en cómo juega el niño, mientras aprende a hablar,
con las palabras, con la sintaxis; mas juega precisamente porque no sabe
hacer un uso riguroso, rígido del lenguaje. Luego, en general, procura
acomodarse, ceñirse a dicho uso, con ser imposible, y pierde la
dimensión de exploración, creatividad y juego que el trato con el
lenguaje en sus primeros momentos ha tenido. En ese sentido parece que
ser un adulto bien educado consiste en haber aprendido los tópicos
adecuados a cada situación. Naturalmente, queda siempre un resto de
improvisación, de inconsciencia y ceguera u opacidad, en definitiva, de
particularidad individual.
Heidegger hablará, así, de que el mundo se nos da «ya
interpretado», obviamente, por nuestros mayores; en general por la
tradición, en particular por el medio social en que nos eduquemos. No
tratamos directamente con la realidad, digamos, empírica, sino que esta
nos llega desde un comienzo ya interpretada, es decir, elaborada
lingüísticamente: con sus nombres, pero también con sus relaciones, sus
jerarquías, valoraciones, exclusiones, principios, etc., etc. Con el
lenguaje se nos enseña toda una metafísica.
La realidad, pues, nos llega ya interpretada a través del
lenguaje. Lo cual no quiere decir, como pretenden algunos contra la
evidencia, que esté encerrada en el lenguaje; o, mejor, que esté
definitivamente encerrada en el lenguaje. Pues el «encierro» o
«cerramiento» con que el lenguaje articula la realidad, digamos,
empírica es de una particular especie: encerrando, abre. El lenguaje no es una estructura cerrada, sino abriente, diferenciante. Por eso podemos pensar, realmente pensar —la realidad.
Pues bien, a la posibilidad que tiene el ser humano de pensar,
de interpretar la realidad, su particularidad: a esto le llamará
Heidegger hermenéutica. Ya en 1923 para Heidegger el ser
humano, mejor: el existir humano es hermenéutico, capaz, por lo tanto,
de interpretar su particularidad, escapando de la alienación a que nos
entrega la interpretación ya hecha del mundo con que este nos recibe. El
ser humano es capaz de entender su propia existencia y de desplegarla
en cierta interpretación, es capaz de ir entendiendo su propia
existencia y de ir desplegándola en una interpretación dinámica, siempre
en movimiento. Para Nietzsche, esa era la principal fuerza o poder del
ser humano. Heidegger va a anclar también ahí su pensamiento.
Ahora bien, que tenga esa posibilidad no significa que en cada
caso lo haga, como se presupone en la versión «subjetivista» del
segundo tópico. Más bien sucede lo contrario: como se apunta en Ser y tiempo,
en la mayoría de las situaciones no soy yo, este particular, quien
interpreta, quien habla, sino ese sujeto general que es la opinión
pública, todos y nadie, el tópico. Por lo general, pensamos y expresamos
el tópico. Mejor dicho, es el tópico el que habla en nosotros,
eximiéndonos de pensar. Pues pensar es hacerse cargo de la propia
existencia, articularla sobre el fondo de su impropiedad, y de ese modo
hacerla propia. Para ello, naturalmente, no nos vale el discurso
establecido sin más, que es siempre un discurso ajeno que, en todo caso,
atrae y tranquiliza, pero también aliena y enreda; no nos vale, porque
ese discurso público, mientras no lo asimilemos, mientras no penetremos
en él hasta alcanzar las cosas de que pudiera dar cuenta, nos aleja de
la realidad, impide el acceso verdadero a las cosas, envolviéndonos en
la certeza y seguridad del «es lo que piensa todo el mundo». Aunque al
mismo tiempo sepamos muy bien que mi vida sólo la vivo yo, y la vivo
solo.
Y es que conviene también darse cuenta de que no hay
pensamiento sin lenguaje, esto es, que no se puede pensar la
particularidad de la existencia sin valerse del lenguaje. El tópico
segundo en su versión no relativista tampoco es cierto: no existen
contenidos de conciencia, sean percepciones, sentimientos, deseos o, en
general, pensamientos que estén desvinculados del lenguaje. ¿Es que
acaso es posible pensar sin palabras, como un chiste gráfico?
Ciertamente, no son lo mismo pensamiento y lenguaje mas se hallan
inextricablemente unidos. El pensamiento es el sentido entendido a
partir de unas palabras (por supuesto, con su correspondiente contexto);
el pensamiento, cuando es de algo ya conocido, acostumbrado no implica
sino el susurro apresurado de las palabras que lo concitan, a veces ni
eso, de ahí el que pueda parecer que hay pensamiento sin lenguaje,
pensamiento mudo. Mas cuando hay que pensar algo no habitual, algo
nuevo, entonces tenemos que desplegar el discurso completo que nos lo va
entregando. No hay pensamiento previo a su expresión, por paradójico
que parezca. Hay intención, hay esbozo, hay condiciones, pero sólo tras
la expresión se sabe si es o no ése el pensamiento que se buscaba. Es
más, la palabra lograda nos hace ver su sentido, y nos lo hace ver como algo anterior a la palabra.
Así es el lenguaje en nosotros. ¿O es que no nos hemos descubierto
nunca pensando lo que «no pensábamos», lo que no creíamos pensar, hasta
que la expresión acertada hace que descubramos ese pensamiento que «no
teníamos», que no podíamos creer que tuviéramos?
Por otro lado, prueba de que pensamiento y lenguaje no son lo
mismo es que hay mucha palabra, mucha expresión que no responde a
pensamiento alguno; se puede decir algo sin pensarlo; incluso se puede
hablar sin pensar, sin pensar en absoluto.
Resulta, entonces, que ni la interpretación es nuestra, de
cada cual, en la mayoría de los casos, ni hay interpretación o
pensamiento sin lenguaje. El lenguaje no es, pues, algo tan externo como
nos sugerían nuestros tópicos, al menos en la mayoría de los casos.
Queda por ver si en el caso de hacerse efectivamente una interpretación propia, de pensarse efectivamente la existencia particular, se cumple alguno de ellos.
Este es el caso del que Heidegger se ocupa fundamentalmente:
ya reconoce que en la vida cotidiana, en esa generalidad en que rige el
tópico, se usa, se emplea el lenguaje como un instrumento. Ahora bien, si puede funcionar el lenguaje como instrumento, precisará, es porque en esencia no es
un instrumento. Y lo vemos en la mera consideración de lo que es un
tópico: cuando repito un tópico no soy yo el que habla, sino la opinión
pública a mi través. Así, su tesis al respecto es que es el lenguaje el que habla y no el sujeto. Y no es el sujeto, además, porque este es una fabulación de la filosofía moderna.
Todo el pensamiento de Heidegger parte de la desconstrucción,
del desmontaje de la noción moderna de sujeto, que en alguna medida se
ha convertido en elemento imprescindible y rector de nuestra ideología
cotidiana, de nuestro sentido común. La noción vaga de sujeto con que
nos solemos pensar es de uno autónomo, centrado en su conciencia, que
viene como quien dice a constituirle, y autor de sus actos, libremente
decididos. Dicha noción deriva del sujeto ideal del conocimiento (pasado
por el idealismo alemán): pura conciencia universal de la realidad. La
universalidad y la realidad se han perdido en los últimos tiempos, pero
se conserva una supuesta interioridad tipo conciencia, libre promotora
no ya sólo de sus actos sino también autora de la continua
interpretación del mundo.
Dicho sujeto quizá sea un ideal del conocimiento, pero lo
cierto es que la relación del ser humano con el mundo que le rodea no es
de conocimiento, sino práctica –el conocimiento es uno de los
aspectos de la práctica, y en cualquier caso no siempre se realiza en
condiciones ideales–, lo que significa que no hay sujeto que se sitúe
«enfrente» del objeto que ha de aprehender, sino siempre inmersión
del ser vivo en su medio, que es la realidad natural‑y‑cultural, lo que
aquí estamos llamando «mundo»; recuerdo: realidad no meramente
empírica, sino significante, realidad con sentido o tendente al sentido,
en principio de siempre ya interpretado, pero también abierto a recibir
sentidos diferentes, como podemos ver que sucede constantemente. Sobre
ese fondo de una relación primaria podrán recortarse luego relaciones
concretas de conocimiento, pero sólo sobre ese fondo, sólo dentro de ese
ser‑de‑mundo que es la existencia. No vivimos, pues, como
sujetos, no estamos enfrente de un mundo que fuera posible objeto de
nuestro conocimiento —estamos inmersos en él, como el pez en el agua o
el pájaro en el aire.
Pero es que, además, tampoco somos pura conciencia; ese es
otro ideal del conocimiento, o de lo que sea. Somos cuerpo, cuerpo en
acción, somos práctica: en nuestras actividades, relaciones, etc., lo
que no es conciencia tiene un papel primordial, más que primordial.
Constantemente se nos olvida. El olvido es fundamental no sólo para la
conciencia, para la buena conciencia, sino simplemente para ser y
actuar: cualquier hacer bien hecho entraña in‑conciencia: desde el
andar, correr y bailar hasta el propio hablar.
Dejo de lado la cuestión de si somos autores libres de
nuestros actos; seres‑de‑mundo en gran medida inconscientes, la cuestión
arrastraría muchos matices. Sea como fuere, desmontado y desfondado el
sujeto, queda sin dueño el instrumento lenguaje. Más bien, estamos
viéndolo, resulta que el lenguaje se nos ha metido dentro de lo que
parecía ser ese sujeto, y en alguna medida, al menos de partida ha
pasado a constituirlo: acompaña siempre a lo que se supone es lo más
íntimo y propio de cada uno, sus pensamientos; es más, en la medida en
que el pensamiento es el sentido de la palabra, ha venido a formarlos;
pero incluso es capaz de hallar expresión por el sujeto incluso contra
lo que éste piense, pues lo que decimos, por bien pensado que esté, deja
siempre lugar al exceso de sentido, puede significar otra cosa.
Por eso insistirá Heidegger en que el hablar el lenguaje no es
una actividad humana, sino que es el lenguaje el que habla en nosotros,
gracias a nosotros. Incluso en el caso de que nos liberemos del tópico y
pensemos por nosotros mismos. Pues, contra lo que pudiera entenderse en
la noción de propiedad o autenticidad (así se suele conocer) de Ser y tiempo, el pensamiento propio no es interpretación de una individualidad solipsista, sino del ser. Veamos cómo lo articula.
Lo que Heidegger quiere decir con «hermenéutico» es que el
ser humano, con un curioso plegarse que le caracteriza, no sólo es, sino
que, siendo, «trae noticia» de ese su ser –su estar siendo– y del ser
en general —y entiéndase «ser» como el simple infinitivo que es, no como
mística sustancia ni psicológicos abismo o profundidad. Traer noticia es lo hermenéutico. Y ese traernos noticia, ese informarnos
es algo que se da en nuestro propio ser. Cómo, no lo sabemos, pero se
da así en nuestro ser, por nuestro ser, no es la conciencia la que lo
hace. La conciencia es el lugar de llegada, la estación término del
mensajero «hermenéutico», mas no el viaje ni el origen. Vivimos, vamos
viviendo, y parte de ese vivir se nos va vertiendo, convirtiendo en
pensamientos, en palabras. Puede que esos pensamientos, que esas
palabras sean las convencionales que parecen ajustarse a las
circunstancias más generales de nuestra vida, puede, y en alguna medida
eso sucede siempre, que los pensamientos, que las palabras que la vida
nos trae se ajusten mejor a nuestra propia y particular existencia.
Ahora bien, para ver esto, para entenderlo de verdad hay que
suspender el prejuicio de que es el sujeto autónomo y consciente de sí
el que interpreta, el que pone palabras a su inconmovible lucidez.
Cuando uno improvisa un largo discurso sobre un asunto complejo, cuando
uno responde con argumentos bien trabados a una objeción inesperada,
¿vamos pensando y luego traduciendo a palabras o sencillamente van
saliendo las palabras de nuestro boca sin que antes de oírlas supiéramos
muy bien qué íbamos a decir? O, desde el otro lado, cuando escuchamos
lo anterior ¿hemos de ir convirtiendo las palabras en pensamientos o
sencillamente el sentido se nos va dando, con su claridad, sus
tropezones y desvíos, o su oscuridad insalvable?
Si tenemos en cuenta esas dos experiencias comunes,
entenderemos que no se trata ya de una metáfora: es el lenguaje el que
(en el fondo) habla en nosotros, por más identificados que nos podamos
sentir con esa voz que va hablando a través de nosotros, que nos va
dictando lo que decir.
Es en los textos de los años cincuenta donde Heidegger va
desplegando dicha tesis. Y el despliegue de dicha tesis consistirá en
remitir el lenguaje al ser, más en concreto, al acontecer propio o de lo
propio, que es como llamará en esos años al ser, título éste –el de
«ser»– heredado de la metafísica, y demasiado cargado como para poder
ser desconstruido, desmontado y presentado de nuevo. Pues la metafísica
era la que se había olvidado justamente del ser al haberlo interpretado
como ente por antonomasia, fuera Dios o alguno de sus avatares. Por ello
recuperará un término que empleara ya en los primeros años veinte y que
en lenguaje corriente significa ‘acontecimiento’, Ereignis. No
es este sentido, empero, el que le interesa destacar, sino el de
«percepción de lo propio», acontecer en que lo propio acontece y
acontece para mí. Dicho de modo más intuitivo: esos momentos pregnantes
de la existencia.
La enmienda que Heidegger propone de la metafísica pasa por el
reconocimiento de que el ser no es un ente, sino lo que hace que
aparezca lo ente, es el haber de lo que hay, en ese doblez de haber y lo que hay.
Haberse olvidado del ser es olvidarse del «haber», quedarse sólo con
«lo que hay», reducir el mundo a cosas, y a cosas que sin ser cosas son
tratadas como tales, por ejemplo, los seres humanos. El ser, entonces,
no es otra cosa, ni más grande ni más esencial ni más íntima: es lo que
se olvida cuando nos quedamos con lo que hay, es lo que se retira o
permanece oculto cuando nos encontramos con lo que aparece.
Inseparables, entonces, ser y aparecer, ser y apariencia, tal es el
acontecer en su doblez.
Así pues, el lenguaje que pueda hacerse cargo de tal doblez
tiene que corresponder tanto a la presencia de lo ente como a la
ausencia del ser, ha de albergar la ocultación como origen de la
desocultación de lo que percibimos.
Ya desde sus primeros escritos, y recurriendo a Aristóteles, Heidegger había señalado que lo propio del lenguaje es mostrar: las palabras no representan el mundo, no lo copian, sino que lo muestran, nos lo muestran,
acercándonos una presencia que no está delante o que, estando delante,
no era explícita. Nos muestran el mundo, advirtiéndonos de que hace frío
antes de que lo experimentemos en propia carne, señalándonos la nube
amenazante que no habíamos visto. El lenguaje nos hace ver. Pues a eso
es a lo que apunta el decir. En el mundo del lenguaje en que vivimos
inmersos no hay sólo tópicos, hay también decir de verdad, que muestra
lo que hay.
El lenguaje, cuando dice algo, nos hace ver, nos muestra algo;
claro está que se puede hablar sin decir nada, y entonces el lenguaje
es puro ruido, pura consigna —de este sabemos ahora mucho. Así pues,
Heidegger precisaría, el lenguaje, lo más propio del lenguaje remite al
decir, a lo que se despliega en el hablar, y eso que se despliega es
mostración del mundo. Ese mostrarse sí que no puede atribuirse a la
actividad humana: es un mostrarse que precede al decir. Así señalará
Heidegger que a todo decir precede un dejarse decir, que es dejarse
mostrar. No es actividad humana mas tampoco pasividad; dejarse decir,
dejarse mostrar es un modo de estar, una manera de ser, Implica escuchar.
Pero escuchar ¿qué? Lo que dicen las cosas, el mundo: el que habla, el
que dice es el lenguaje entreverado en el acontecer de lo propio. No es
tanto que pronuncie palabras, obviamente, cuanto que articula la
realidad, dotándola de sentido.
Fijémonos que en realidad sólo se trata de tomar en serio, y
no como mera figura retórica, esa locución tan consolidada de «a ti ¿qué
te dice esto?», una situación, un acontecimiento. Pues lo que no hay
que olvidar es que en toda percepción hay un decir, un decir
impreciso, vago o confuso, pero un decir, una potencialidad discursiva,
una querencia del acontecer a hacerse propio, a devenir sentido. —El
sentido común protesta y dirá: no es el acontecer, somos nosotros, los
seres humanos... Por supuesto, pero es que (aquí) nos estamos siempre refiriendo –piénsese: de otra cosa no
se puede hablar– al acontecer‑para‑los‑seres‑humanos, al mundo. Y en
ese acontecer con querencia de sentido hay que dejarse decir, hay que
saber escuchar para luego poder dar expresión concreta, efectiva a lo
que en su propio silencio nos dice el acontecer.
En ese sentido, dirá Heidegger, el lenguaje necesita
del ser humano, pero eso no es lo mismo que decir que el lenguaje sea
una actividad humana. No es el ser humano el que transpone en palabras
lo que se le aparece, no es uno el que dice lo que le parece, sino que
«es el decir que muestra el que hace que haya aparecer o no‑aparecer».
No hay aparecer sin palabras, no hay imagen pura desvinculada del todo
del lenguaje: antes del lenguaje no hay ser humano, no hay mundo. El decir que muestra es la manera más propia del acontecer. Es entonces cuando puede hablarse de la verdad de la palabra.
Se nos ha hecho creer que vivimos en un mundo material –la
realidad empírica– al que el ser humano ha añadido lo que se llama en
sentido amplio cultura, parte de la cual es conocimiento que se
corresponde con dicha realidad empírica –ciencia–, y el resto viene a
ser, aun en su inexplicable multiplicidad, asunto subjetivo ajeno a la
verdad o mero entretenimiento –ideología, literatura, etc.–, por
remitirme sólo a lo lingüístico de la cultura. Se nos ha hecho creer
pero es insostenible: el lenguaje está tan inserto en esa
realidad empírica que crece de ella; está metido dentro de nosotros, y
nosotros dentro de él, lo queramos reconocer o no. Y es que lo
lingüístico tiene un par de rasgos que lo hacen fundamental, esencial en
el entramado de la cultura: 1) que no hay mundo sin lenguaje; 2) que el
mundo de la cultura lingüística se va sedimentando.
1) Para el ser humano no hay mundo sin lenguaje, y
por cuanto no podemos salir de nuestro ser humanos, habrá que admitir
que no hay realidad empírica pura, esa abstracción del «científico
ingenuo». Y el lenguaje no muestra su presencia en el mero hecho de que
las cosas tengan nombre, de tal modo que las que no lo tienen aún no
existen –lo que ya es bastante–, sino que estructura con sus
elementos morfológicos (substantivos, adjetivos, verbos, etc.) una
manera de entender esa realidad empírica, que es la humana, y, sobre
todo, con las determinaciones concretas de una forma básica de pensar
(que es la metafísica de cada tiempo y lugar, recogida en el sentido
común) abre un mundo, dejando además la posibilidad de que dicho mundo siga abriéndose o recreándose en determinadas direcciones. En la percepción
hay lenguaje: no oímos ruidos «puros», oímos en concreto los coches que
pasan por la calle, el viento del noroeste que sopla rugiendo en la
terraza; no vemos «impresiones lumínicas», sino los árboles, el cielo,
una mancha rápida, que podría ser un ciervo... —No es, realmente, el
oído el que oye ni el ojo el que ve, somos nosotros. Y como somos seres
lingüísticos articulamos siempre lo indeterminado de la realidad en
determinaciones concretas, y cuando eso no es posible, chocamos con el
sinsentido, y éste nos absorbe, y si no lo vencemos, aunque sea mediante
figuraciones, nos anula —porque nuestro cuerpo necesita el sentido casi
como el aire que respira.
En fin, podría decirse, exagerando para que se entienda, que
más que hablar de lo que se ve, vemos aquello de lo que se habla —eso es
lo que Heidegger quiere decir al afirmar que es «el decir que muestra
el que hace que haya aparecer o no‑aparecer».
Y es que,
2) a diferencia de otras creaciones simbólicas o culturales,
el lenguaje se va sedimentando y va configurando el mundo, un «mundo de
la cultura», podríamos decir, si no existiera el peligro de que se
oponga a esa realidad empírica «pura» tan difícil de borrar de nuestros
prejuicios. Las palabras que otros antes dijeron y repitieron y de muy
diversas maneras (sea como conocimiento, como moral, como literatura,
sea como lo que fueran) han pasado a formar parte de la existencia y de
la verdad de un mundo determinado, de un momento determinado de la
cultura y de nuestras existencias.
Es lo que tiene el lenguaje: al ser histórico se va
sedimentando desde el primer momento en que se habla sobre la supuesta
realidad, y pasa así a constituirla. Eso encierra, por un lado, el
peligro de que se convierta en un mundo como quien dice aparte, y se
transmita sin ser contrastado con la experiencia concreta del momento.
Por otro, sin embargo, es el punto de partida del descubrimiento del
mundo tal como se nos presenta en nuestro momento. Percibir cualquier
cosa es percibir el mundo, pues las cosas no son objetos aislados sino
siempre inmersos en «tramas» de significación que en última instancia
forman una gran trama a que se puede llamar mundo. Dichas
tramas son lo que llamamos cultura, que no es, contra la creencia
«dualista», una superestructura, como diría un marxista, sino una
estructura, una articulación abierta y plural de eso que, para
entendernos, llamamos «realidad empírica», inseparable, no obstante, de su trama significante.
En ese mundo ya interpretado es en el que vamos entrando al
aprender la lengua. Y ese mundo se va integrando o compaginando con la
experiencia concreta del existir. Es así como va adquiriendo el lenguaje
su carácter de verdad; al fin y al cabo, la verdad es a lo que el
lenguaje tiende, su límite. En la medida en que aprendemos a la vez a
vivir y a hablar, nuestro lenguaje se va haciendo a la realidad en que
le toca vivir. Se va hinchando de vida y va haciéndose parte de nuestra
vida, por lo que a la larga el lenguaje pasa a estar también vivo y a
ser vida, y vivimos hasta en el lenguaje. Sólo a quien el lenguaje le
queda lejos, aquel para quien se halla desprovisto de vida –¿será
posible?–, puede parecerle un instrumento. Pero, por eso mismo, el
insistir en que sea un instrumento hace que, en última instancia, acabe
convirtiéndose en tal; y las consecuencias no son difíciles de imaginar:
un desconocimiento creciente de lo que el mundo y la vida sean, una
cada vez mayor incapacidad de pensar. Y a eso contribuye hoy, supongo
que bienintencionadamente, eso sí, hasta la propia enseñanza.
Prueba de que el lenguaje participa de nuestra vida y es vida
está en lo afectivo de las palabras; en el hecho, por ejemplo, de que
una historia nos pueda afectar con independencia de que sea verdadera o
no —ahí el poder de la literatura..., y de la publicidad. Prueba aún más
concluyente: esa necesidad fisiológica de ponerlo todo en palabras
aunque sólo sea para uno mismo. Todo lo que vivimos tiende por eso a ser
contado, a volcarse, a verterse en lenguaje.
Y cuando las palabras aprendidas no satisfacen, cuando el
existir propio desborda lo ya dicho en el lenguaje, busco entonces la
expresión distinta, la expresión propia de mi experiencia, del
acontecer. Y es en este momento donde se puede descubrir lo más propio
del lenguaje: su productividad, la que en el lenguaje sedimentado estaba
oculta o como encubierta. El acontecer se nos da, y se nos da también
como decir insonoro, como lenguaje de las cosas mudas, abriendo y
poniendo el camino que lleva de ese decir al hablar del ser humano,
marcando así lo que sea mostrarse, ver, y permanecer velado. De ahí el
que la palabra que se sostenga en el acontecer haya de comportar también
cierto silencio, haya de llevar la marca de su origen.
Es, por lo tanto, el acontecer de lo que acontece el que nos
habla, en su silencio, y nosotros, si queremos entender algo, hemos de
escuchar, de atender a lo que acontece en su acontecer. Lo que luego,
bien oído y aprendido, seamos capaces de decir será una respuesta, un
corresponder al haberse dejado decir por el acontecer de lo que
acontece.
Y ese acontecer es propiamente acontecer cuando se da de
propio y nos apropiamos de él, siendo el lenguaje la manera más ubicua
–no la única, por supuesto– de hacerlo. El lenguaje, así, remite en propiedad
no tanto a la subjetiva experiencia de quien lo habla, cuanto al
acontecer de lo que acontece, que siempre viene en algún modo
estructurado, esto es, diferenciado y articulado, a través de esa trama
significante en que vivimos, y de la cual vivimos, sintiendo, pensando,
obviando, actuando. Para que tal función se cumpla hay que escuchar:
escuchar el acontecer, lo que se muestra y lo que se oculta, conservado
en su ocultar. Cuando esto es posible, se puede entonces atender a lo
que acontece en propiedad, escuchar el silencio que el acontecer impulsa
en la trama que es el mundo y acaso, sólo entonces, oír lo que dice esa
voz del silencio, cómo nos habla el ser.
Los poetas, los escritores lo han sabido siempre, y en
cualquiera, digo yo, salvo acaso en algunos desgraciados, aún alienta el
rescoldo de ese vivir el lenguaje y en el lenguaje; sólo que en una
época en que se desprecia la palabra y sólo la fuerza o, en el otro
extremo, el sentimiento parecen valer, cada vez es más difícil reconocer
que en lo que nos acontece palpita el germen de la palabra. Porque eso
exige escuchar, escuchar –diría Heidegger– el ser, mudo obviamente, no
hay aquí mística alguna, el ser, lo que acontece en lo propio de su
acontecer, y dejar que nos llegue esa palabra germinal, das Geläut der Stille, «el son del silencio», lo que tenga que decirnos el mundo en su movimiento.
Heidegger se arrepintió de haber lanzado la exitosa fórmula
con que en su momento vinculó ser y lenguaje: «el lenguaje es la casa
del ser». Se arrepintió porque el adagio confundía más que aclaraba; una
de las causas de que confundiera estuvo precisamente en su éxito, en el
hecho de la repetición descontextualizada. No lo vamos a remediar aquí.
Yo diría, sin embargo, que acaso mejor que la «casa» del ser, lugar de
encierro, símbolo de tradición, es el lenguaje el jardín del
ser, terreno civilizado de lo abierto, ordenado y articulado, bien que
contingentemente conquistado (mientras en él se laboree), espacio de
experimentación en que acontecer mudo y palabra se encuentran y
conjugan.
No sé si hoy se sigue cuidando tal jardín o se está pensando
ya en cubrirlo de hormigón, mucho más limpio, o en hacer de él parque de
aventuras o juego de consola; sí que cada vez va resultando más extraña
y urgente una experiencia íntima de la lengua como la que José Ángel
González Sainz expone en su última novela, Ojos que no ven:
«...como si no sólo dijera las palabras sino igual que si se hubiera
metido por ellas para haber estado en lo que ellas decían, igual que si
se hubiera inmiscuido de tal modo en el lenguaje y hecho uno con él
hasta tal punto, que hubiera acabado pudiendo estar en el lugar de los
hechos y hasta siendo él mismo lo hecho.» —Y es que no se trata de si
hoy se habla bonito o no, de si el léxico es rico y la sintaxis,
adecuada; se trata de pensar o de no pensar, de ir mal que bien
hallándose uno mismo o de consumir el tópico, y, bien mascullado,
regurgitarlo o evacuarlo.
Jaime Aspiunza, Heidegger y el lenguaje, fronteraD, 04/11/2010
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