Antígona ha tornat.
Hay un extremo de la injusticia en el que quien la sufre tenga
autoridad moral para incumplir la ley? ¿Es hoy más justificable que
nunca la desobediencia civil que promulgaba Thoreau en 1849? En una
situación como la que vivimos, ¿quién puede ser considerado más
ejemplar: el ciudadano que acata todo aquello que le mande su Gobierno, o
el que practica una “insumisión ética”, como la llama el filósofo
Miguel Abensoun en su libro La democracia contra el Estado, que
le permita enfrentarse a los abusos de cualquier tipo de poder, haya
salido de las urnas o no? Son diferentes modos de hacerse una pregunta
que tiene 2.500 años, pero sigue sin encontrar respuesta. Uno de los
primeros que la buscó fue Sófocles, hacia el año 441 antes de Cristo y
en su obra Antígona,donde cuenta la reacción contraria de las
dos hijas de Edipo, el difunto rey de Tebas, ante la muerte de su
hermano Polinices y la orden del nuevo monarca, el feroz Creonte, de
dejar su cadáver insepulto, a las afueras de la ciudad: la menor,
Ismene, decide someterse al edicto y no desafiar al déspota, en parte
por miedo y en parte por sentido de la disciplina; pero su hermana no,
porque lo considera humillante, inhumano y opuesto a la ley de los
dioses. Así que se atreve a robar el cuerpo y enterrarlo. Su rebeldía la
llevará a la tumba, pero la tragedia que va a desencadenar la decisión
del tirano provoca que se suiciden su mujer y su hijo, y nos hace creer
que al final la infamia tiene un alto precio también para quienes la
cometen. La obra de Sófocles, que George Steiner definió, en un estudio
clásico de ese mito, como una reflexión “sobre la lucha entre el mundo
de los vivos y el de los muertos y, sobre todo, entre la sociedad y el
individuo”, es también, según el profesor Francisco Rodríguez Adrados,
“un aviso de adónde podría conducir la inflación de la idea del Estado”.
Aquí y ahora, sin ir más lejos, no parece que pueda ser a otra cosa que
a este totalitarismo de guante blanco que ha propiciado la mayoría
absoluta de la derecha en las últimas elecciones. Lo malo de las
victorias aplastantes es que convierten las banderas en martillos y
sustituyen las razones por decretos.
¿Qué hacer en un país como España, donde por una parte crecen el
desempleo, el hambre y los desahucios, y por la otra se suceden las
noticias sobre un Partido Popular que ya no parece corrupto sino
corrompido, y en el que muchos sujetan en una mano las tijeras de los
recortes sociales y en la otra un maletín lleno de dinero negro? ¿Qué
respeto a las normas nos pueden exigir quienes a la vez que nos piden
sacrificios cobran cientos de miles de euros y mientras predican la
austeridad se reparten sobres invisibles llenos de billetes de color
violeta? ¿Cómo se atreven a hablar de honradez, patriotismo y
solidaridad quienes defraudan a Hacienda, blanquean capitales, reciben
regalos de tramas mafiosas, son financiados bajo cuerda o se suben el
sueldo un 27% en plena crisis, como este periódico ha revelado que hizo
el actual presidente del Gobierno?
“La cuestión, en realidad”, dice la novelista india Arundanathi Roy, la autora de El dios de las pequeñas cosas,
“es esta: ¿Qué le hemos hecho a la democracia? ¿En qué la hemos
convertido? ¿Qué sucede cuando se la vacía de significado? ¿Qué sucede
cuando todas sus instituciones se han vuelto algo peligroso? ¿Qué va a
ocurrir ahora que ellas y los mercados se han fundido en un solo
organismo depredador, dotado de una imaginación limitada, estrecha, que
prácticamente solo gira en torno a la idea de incrementar al máximo los
beneficios? ¿Se puede dar marcha atrás a este proceso? ¿Puede algo que
ha mutado volver a transformarse en lo que era?”. No está nada claro que
todo eso lo pueda contestar el famoso yes, we can de Barack
Obama, pero sí que la única oportunidad de pararle los pies al monstruo
es la unión de todas sus víctimas. Aunque solo sea por dignidad, como
dice en su último libro, El cuaderno de Bento, otro de los
intelectuales más respetados de Europa, el escritor y artista John
Berger: “Toda protesta política profunda es un llamamiento a una
justicia ausente, y va acompañada de la esperanza de que en el futuro se
terminará restableciendo esa justicia; la esperanza, sin embargo, no es
la primera razón para llevar a cabo la protesta. Protestamos porque no
hacerlo sería demasiado humillante”. Las quejas, como vemos, llegan de
todas partes, desde París y Nueva Delhi a Londres, y lo mismo del pasado
que del presente, pero ¿hay alguien dentro de los palacios que esté
dispuesto a oírlas? En este momento, parece que no.
Sin embargo, las cosas han empezado a cambiar, porque el veneno ya
está en casi todos los vasos y, como escribe Fernando Savater en su obra
dramática El traspié, “podemos disfrutar asistiendo a una tragedia como la de Antígona, pero por nada del mundo quisiéramos ser ninguno de sus personajes”.
Ahora que nos han obligado a interpretar ese papel, mucha gente ha
vuelto a prestarle atención a aquella teoría de la desobediencia civil
que formuló hace siglo y medio Thoreau para explicar por qué se negaba a
pagar impuestos a una Administración norteamericana que, por entonces,
era partidaria de la esclavitud y de invadir México. Y, como
consecuencia, algunos actos de objeción y rebeldía ante el atropello han
dado su fruto: la tasa del euro sanitario que se quiso imponer en
algunas comunidades ha sido suspendida cautelarmente por el Tribunal
Constitucional; el Congreso ha aprobado por unanimidad la Iniciativa
Legislativa Popular impulsada por la Plataforma de Afectados por las
Hipotecas para frenar la usura implacable de los bancos; cientos de
médicos de familia se han acogido a la objeción de conciencia para
seguir atendiendo en sus ambulatorios a los inmigrantes, pese a la
normativa que los dejaba sin protección sanitaria; y las movilizaciones
infatigables de los trabajadores de la Sanidad y la Justicia públicas
han logrado que los prepotentes políticos que las quisieron imponer, se
vean obligados a negociar…
Eso, de momento y mientras crecen las sospechas sobre los partidos
políticos, cuya arrogancia nos hace cuestionar, como dice una vez más el
pensador francés Miguel Abensoun “si son unas organizaciones que
fomentan el ejercicio real de la libertad o van en contra de la misma
lógica de la democracia, ya que las constituyen oligarquías elitistas y
dominantes”. ¿Cómo evitarlo? Su maestra, la alemana Hannah Arendt, lo
tenía muy claro: “Hay que situar la desobediencia civil no solo en el
lenguaje político, sino en nuestro sistema político”.
En España, uno de los autores que reflexionó a menudo sobre ese
asunto fue el poeta José Ángel Valente, que en un artículo publicado en
1997, advertía de que cuando se traspasan las líneas rojas de la
convivencia del modo en que ahora se está haciendo, siempre es posible
que se produzca “una confrontación con el Estado de derecho, contra cuya
posible arbitrariedad, rigidez o solidificación excesiva puede alzarse,
en último término, el espíritu de libertad y creación que caracteriza y
hace existir las formas de ciudadanía democrática”. Por suerte o por
desgracia, parece que ese espíritu ha vuelto a despertarse. Antígona ha
regresado y ya está a las puertas de La Moncloa.
Benjamín Prado, Antígona en la Moncloa, El País, 25/02/2013
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