Richard Sennet: el poder del tribalisme.
En el patio de una escuela de Londres, una
vez un compañero de mi nieto puso a todo volumen por el sistema de megafonía de
la escuela una canción de Lily Allen: «¡Jódete, jódete porque odiamos lo que
haces y odiamos a todo tu equipo!» Mientras, una niña de seis años balanceaba
las caderas al ritmo de la música. La travesura escandalizó a las autoridades
escolares, pues era un «uso no autorizado». Admito que el niño rebelde que
llevo dentro admiraba la toma del sistema de megafonía. Sin embargo, yo también
estaba escandalizado. Aquellos niños no tenían idea de que la cantante
intentaba burlarse de sus propias palabras; a ellos, el «jódete, jódete» les
parecía una declaración directa de guerra: «nosotros-contra-vosotros». Se trata
de un sentimiento peligroso en la zona de Londres donde se halla la escuela,
pues la mezcla de religiones, razas y clases diferentes de esa zona de la
ciudad convierte el nosotros-contra-vosotros en una incitación al conflicto, y
lo cierto es que en esa zona de Londres los estallidos de violencia son
frecuentes.
En Estados Unidos, cuando tengo una vena
masoquista, escucho las tertulias radiofónicas de la derecha en las que se
canta el «jódete, jódete» a las feministas, a los demócratas progresistas, a
los humanistas laicos y a los homosexuales casados, así como, por supuesto, a
los socialistas. En la actualidad, Estados Unidos se ha convertido en una
sociedad intensamente tribal, donde la gente se opone a reunirse con quienes
son diferentes, pero los europeos tampoco pueden sentirse ufanos a este
respecto, pues allí el tribalismo, en forma de nacionalismo, destruyó Europa
durante la primera mitad del siglo xx; medio siglo más tarde, Holanda, otrora
tan integradora, tiene hoy su versión propia de las tertulias radiofónicas
norteamericanas, pues la simple mención de la palabra «musulmán» desencadena un
aluvión wagneriano de quejas.
El tribalismo
asocia solidaridad con los semejantes y agresión contra los diferentes. Es un
impulso natural, pues la mayoría de los animales sociales son tribales. En
efecto, cazan juntos en manadas y tienen territorios comunes que defender; la
tribu es imprescindible para su supervivencia. En las sociedades humanas, sin
embargo, el tribalismo puede resultar contraproducente. Las sociedades
complejas como la nuestra dependen del flujo de trabajadores que llegan a
través de las fronteras nacionales, comprenden en su seno etnias, razas y
religiones diferentes y producen modalidades divergentes de vida sexual y
familiar. Forzar a toda esa complejidad a encajar en un único molde cultural
sería políticamente represivo y una falacia respecto de nosotros mismos. El
«yo» es un complejo de sentimientos, afiliaciones y comportamientos que rara
vez se ajustan claramente entre sí; cualquier llamamiento a la unidad tribal
menoscabará esta complejidad personal.
Probablemente fue Aristóteles el primer filósofo
occidental que se preocupó por la unidad represiva. Él concebía la ciudad como
un synoikismós, una asociación de
individuos de diversas tribus familiares, cada oikos con su propia historia y sus peculiares alianzas, formas de
propiedad y bienes familiares. En bien del comercio y del mutuo apoyo durante
la guerra, «una ciudad está compuesta por diferentes clases de hombres; gentes
similares no pueden dar existencia a una ciudad»; la ciudad, por tanto, obliga
a los individuos a pensar en otros con diferentes lealtades y a llegar a
acuerdos con ellos. Es evidente que la agresión mutua no puede mantener unida a
una ciudad, pero Aristóteles daba
mayor sutileza a este precepto. El tribalismo, decía, implica el supuesto de
que uno sabe cómo son los demás sin conocerlos; al carecer de experiencia
directa de los otros, se cae en fantasías marcadas por el miedo. Actualizada,
ésta es la idea del estereotipo.
¿Pero la
experiencia de primera mano debilitará el estereotipo? Esto era lo que creía el
sociólogo Samuel Stouffer, quien
durante la Segunda Guerra Mundial observó que los soldados blancos que pelearon
al lado de los negros tenían menos prejuicios raciales que los soldados blancos
que no habían tenido esa experiencia. El politólogo Robert Putnam puso patas arriba las ideas de Stouffer... y de Aristóteles.
Putnam constató que, en realidad, la
experiencia de primera mano de la diversidad lleva a los individuos a
distanciarse del prójimo; a la inversa, los individuos que viven en comunidades
locales homogéneas muestran una mayor proclividad social hacia los otros y más
curiosidad por éstos en el mundo en general. El magno estudio en el que se
fundamentan estas afirmaciones perfila más bien actitudes que comportamientos
reales. En la vida cotidiana es posible que la gente tenga que dejar
simplemente de lado tales actitudes, obligados como nos vemos continuamente a
tratar con personas a las que tememos, que no nos gustan o a las que sencillamente
no entendemos. La idea de Putnam es
que, ante estos desafíos, la inclinación inicial es distanciarse o, en sus
términos, «hibernar».
Richard Sennet, Juntos. Introducción, Anagrama, Barna
2012
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