El 'platonisme' de Heidegger.
Heidegger |
El “olvido del ser” como saga oculta de este Occidente opulento es
una genial provocación de origen nietzscheano. No es extraño por eso que
Heidegger se haya convertido a la vez en el intérprete de una
constelación de heterodoxos sin la cual la Modernidad sería poco más que
un grandioso universo carcelario. Además del mismo Nietzsche, Rilke,
Hörderlin y Trakl pasan por sus palabras. Después de Schelling, Paul
Klee, Van Gogh, Celan, Benn, Heráclito, Tolstoy, Pascal o Kierkegaard.
Son muchos los nombres que el maestro ha hecho resucitar.
1. Grama
Incluso con todo lo que este gesto pueda tener de dudoso, Heidegger
ha permitido que Nietzsche ingrese en la academia filosófica, en
igualdad de condiciones que Platón y Hegel. Claro que se puede hacer la
objeción de que el autor de Sein und Zeit se
ha dedicado sobre todo a engrandecer la cultura alemana, remontándose a
laberínticas etimologías germanas que a su vez pasan obsesivamente por
Grecia. Pero esto Heidegger lo ha hecho, ya bajo el nacionalsocialismo,
acabando casi con la paciencia de la ordenada Alemania, la misma que hoy
ha conseguido ignorar a Handke y a otros. También lo ha hecho ampliando
considerablemente la imagen del mundo que tiene Occidente para
acercarnos, desde esta Europa hace tiempo tan pequeña, a una zona de
sombra que resulta casi impensable para la ortodoxia ilustrada que nos
dirige.
No es extraño por esto que, mucho antes del existencialismo y el
estructuralismo, lo más granado de la cultura occidental le deba a
Heidegger giros cruciales. Muchos que no lo confiesan han hecho también
su Khere gracias al pensador de Holzwege. La
influencia sobre Gadamer, Fink y Löwitz es directa. Pero sobre Arendt,
Sartre y Blanchot, Lacan, Derrida, Foucault y Deleuze no lo es menor. Y
más tarde sobre Baudrillard, Agamben y Sloterdijk, así como sobre la
furia reciente de Tiqqun. Heidegger ha permitido que respire un rosario
de anomalías que sin él sería poco menos que impensables. Hasta en la
cultura española moderna algunos nombres –de Unamuno a Machado y Ortega;
de Valente a Trías; de Ferlosio a García Calvo y Marzoa- son
difícilmente concebibles sin el trabajo paciente de este profesor
retirado, con muy pocos libros, a su cabaña de la Selva Negra.
Sería incluso enriquecedor rastrear la influencia de Heidegger en el
cine contemporáneo, en Resnais y Malick, en Mendes, Sokurov y
Zvyagintsev –aunque los rusos ya tienen a Heidegger dentro, integrado en
su mística de la percepción-. Escuchemos al pensador intentando seguir
el inaudito centro de la percepción en Rilke: “La producción técnica es la organización de la separación” [2]. ¿Separación
de qué? Del aura de una inmediatez que constituye la más peligrosa
lejanía para el hombre, de ahí la epifanía de verdad que ponen en obra
la poesía y el arte. “¿Qué será la verdad misma para que a veces
acontezca como arte?” [3].
Y en cierto modo, sólo como arte. A pesar de sus reservas con el rayo
nietzscheano de lo “ahistórico”, con la enormidad del “instante” en
Kierkegaard [4],
Heidegger no sería nada sin el trabajo sistemático sobre una cercanía
espectral, una presencia real más lejana que cualquier exterior –más
próxima que cualquier interior- con la que él conecta. Tras la
abrumadora complejidad con que se presenta la erudición heideggeriana
alienta siempre algo elemental, casi inadmisible para la cultura
ilustrada.
Claro del ser, Lichtung que nos rodea por dentro [5, 146-152]. Un coraje personal, precisamente con lo inhumano, le ha permitido a este extraño profesor acercarnos a los umbrales del abismo real
de cuya huida se explica el poder y el “nivel de vida” occidentales.
Escuchemos estas palabras finales de ‘La sentencia de Anaximadro’: “El
ser humano está a punto de abalanzarse sobre la totalidad de la tierra y
su atmósfera, de arrancar y obtener para sí el escondido reino de la
naturaleza bajo la forma de fuerzas y de someter el curso histórico a la
planificación y el orden de un gobierno terrestre. Este mismo hombre
rebelde es incapaz de decir sencillamente qué cosa es, de decir qué es eso de que una cosa sea” [6].
Si algún día Occidente fuera por fin otra cosa, un hábitat más
piadoso hacia lo pequeño –no tanto con sus propios orígenes y con los
mundos exteriores, como con el claroscuro de la inmediatez- se debería
en parte al autor de El ser y el tiempo. Se trata en Heidegger de violentar la violencia de la razón occidental con la delicadeza cuasi oriental
de la poética y la pintura, con la lentitud fulminante de los
presocráticos y Nietzsche, en fin, con todo aquello que constituye para
nosotros una región apenas surcada por sendas perdidas. De ahí esa toma
de distancias con la “filosofía del martillo” de Nietzsche, retirándolo
de paso de la interpretación nacionalsocialista. Heidegger defiende
relativamente pronto una Gelassenheit que no necesitaría la cólera, construye una “serenidad” que permite un sí y no
simultáneos a la economía planetaria dirigida por la técnica. En su
afán por regresar a un suelo cada vez más desnudo para el pensar, llega a
incluso a sugerir que Nietzsche todavía es víctima de una
interpretación convencional de los pensadores primitivos griegos, los
llamados “presocráticos”. Ante todo, de este compromiso ontológico con
la actualidad de lo arcaico proviene la desconfianza hacia Hegel. Éste
es “incluso el responsable de la opinión de que los pensadores tempranos
son pensadores preplatónicos y presocráticos, al concebirlos como
pre-aristotélicos” [7].
2. Dasein
Dicho de manera definitiva: “La ‘esencia’ del Dasein está en su existencia” [8]. Si en Ser y tiempo se repite 403 veces el término je –en cada caso, cada uno-, aparte de su uso en palabras compuestas, es porque el ser-ahí se juega su ser en sus modos de ser, una y otra vez “rebota” en su propia existencia. La recuperación del Dasein, su autenticidad, es una “modificación” del “se” (man) con el que puede gobernar el nihilismo. El hombre tiene su “autenticidad” en empuñar su inautenticidad, entrando en su inhospitalidad,
y no hay ninguna esencia suprasensible que –lejos de las maldades que
sobre esto ha vertido Adorno- nos libre de la necesidad de atender al
espíritu deudor del Dasein, una irremediable zona de sombra que
constituiría nuestro suelo. Tal vez los orígenes cristianos de nuestro
pensador se prolongan en una fidelidad a cierta lógica de la encarnación
y en una buena relación con los demonios de las afueras, unos espectros
que siempre reaparecen por dentro.
No tan lejos de los estoicos ni de Spinoza, en el fondo la libertad
del hombre consiste en hacerse cargo de la fatalidad heredada. De ahí
que no exista ningún Ente Supremo que libre al hombre de tener que
encontrar, una y otra vez, su esencia en su existencia, en una sombra
que siempre va por delante. Dicho en otras palabras, la “esencia” del
hombre siempre reaparecerá por fuera, se desdibuja en la misma medida en
que se intenta fijar de manera abstracta. En el plano ético, esto
vincula a Heidegger con un tema caro a Sartre y al existencialismo: el
individualismo es una constricción del hombre, pues en cualquier caso el
hombre siempre es responsable de una apertura de
posibilidades. Ni siquiera el peor de los contextos libra al hombre de
la responsabilidad de decidir, dado que el mundo mismo forma parte del
ser-en-el-mundo que constituye al hombre.
¿Hambre, sed, necesidades, apetito sexual? Toda necesidad es a la vez
necesidad de mundo. Esto nos remite a la estructura “circular” de un Dasein cuyo ser mismo se juega en sus modos de ser. Agamben recuerda que la facticidad heideggeriana no es, a diferencia de la Zufälligkeit de Husserl, simple contingencia, sino Verfallenheit, derrumbe [9]. Lo necesariamente contingente que es el suelo infundado del hombre obliga a que no haya otra esencia que la existencia; implica que lo que es dotación (Hinghabe) deba ser transformado continuamente en tarea (Aufgabe). El Da-sein que es su ahí
posee en el fondo una problemática indistinción entre espíritu y
cuerpo, sensación y conciencia, yo y mundo. De ahí que, y esto enseguida
hará filosóficamente problemática la relación de Heidegger con el
nazismo, política lo es inmediatamente la facticidad. En Introducción a la metafísica podemos leer: “Polis significa el lugar, el Da, donde y como tal el Dasein es en tanto que histórico” [10].
Existe en Heidegger, por tanto, una radicalización de filiación
nietzscheana del estatuto ontológico de la singularidad, radicalización
que hace imposible aislar algo así como una vida desnuda, una biología
separada de lo “espiritual” en el hombre.
Detengámonos en este pasaje: “No estamos en primer lugar vivos y después tenemos un aparato llamado cuerpo, sino que vivimos (leben) en la medida en que vivimos corporalmente (leiben).
Este vivir corporalmente es algo esencialmente diferente del mero estar
sujeto a un organismo. La mayoría de lo que sabemos del cuerpo y del
correspondiente vivir corporalmente en las ciencias naturales son
comprobaciones en las que el cuerpo ha sido previamente malinterpretado
como mero cuerpo físico (…) la búsqueda que va detrás de lo ‘anímico’
para un cuerpo que previamente ha sido malinterpretado como cuerpo
físico desconoce ya la situación real” [11].
Es difícil separar esta subsunción de lo “corporal” en lo “mental” de
la posterior fascinación de Heidegger por un arte que pone obra de la verdad y de la carga sapiencial que después le concederá, por encima de toda estética, a la palabra poética.
Por tal razón, no es un capricho que Deleuze, menos heideggeriano que su amigo Foucault, compare el Dasein con la Mónada
de Leibniz. En ambos casos no pueden darse esencialmente
determinaciones externas puesto que todo brota del más propio “fondo
sombrío”, una intimidad más alejada que todo exterior óntico. Recuerda
Deleuze que el Dasein no necesita “ventanas” ni está obligado por fuera debido a que “ya está fuera conforme a su propio ser” [12].
Es obvio que esta insistencia, según la cual el hombre tiene dentro el
más determinante contexto, coloca a la antropología heideggeriana a años
luz de Marx, por más que el autor de ¿Qué es metafísica?
haya sido –sobre todo después de la Segunda Guerra- bastante respetuoso
con el padre del materialismo moderno. En el fondo está la cuestión,
tan incomprendida por Badiou y tan cercana al psicoanálisis, del
ser-para-la muerte, de la muerte como la “más alta” posibilidad del
hombre, un hombre que tiene en el afrontamiento de la imposibilidad real
una posibilidad que le permite traspasar toda mera realidad.
En el fondo, se trata también de la indeterminación como “principio de
individuación”, de la indiferencia como eje de la diferencia singular [13].
¿Por qué el pensar es poetizar, por qué los poetas son el sextante de nuestras sendas perdidas? Si la esencia del Dasein
está en su existencia, a su vez la esencia del lenguaje no es nada
lingüístico. Con sus intrincadas etimologías sobre tantas palabras
alemanas el portavoz de la Lichtung logra hacernos perder en el significado intrincado de las palabras; logra darle suelo
al lenguaje, una región vasta de ecos, e impedir un “giro lingüístico”
que nos libre del ser-en-el-mundo. El lenguaje no es un compartimento
estanco, no nos libra de nada extralingüístico. Igual que la
esencia ha de volver a la existencia, la articulación del lenguaje es un
resultado de la “desarticulación” de vivir. Es como si Heidegger
buscase la genealogía de cada palabra, sus parentescos secretos y
ascendientes, estableciendo vínculos inesperados y deshaciendo cualquier
inercia en el uso de los términos.
El hombre que mora en Todtnauberg arroja la pretendida altura de la
filosofía al laberinto del lenguaje común, arrancándola de su tendencia a
refugiarse en una tradición escolar de términos fijos. Si el lenguaje
es la “casa del ser” lo es porque hablar ya es pensar, sin necesidad de
ninguna disciplina especializada que venga a socorrernos. El ser mismo
del lenguaje está fuera, en una corriente de sonidos quebrados, historia
borrosa de palabras que resuenan unas en otras y significados perdidos
que vuelven. Como dice Ser y tiempo, “Hablando se
expresa el Dasein, no porque como algo ‘interno’ empiece por estar
recluso relativamente a un ‘afuera’, sino porque en cuanto ‘ser en el
mundo’ y comprendiendo es ya ‘afuera’ [14].
En otras palabras, es el ser-afuera de la intimidad el que se expresa,
generando una articulación de sentido. Al vivir le brotan palabras,
lejos de que a unas cosas llamadas palabras les demos significación.
3. Blumenreich
Antes, durante y después del nazismo, Heidegger es el crítico
–también en este punto siguiendo la estela de Nietzsche- de la
estructura de la separación. Tal vez él pensaba incluso que la
“metafísica de la subjetidad”, que nos ha instalado en una salvadora
distancia técnica con respecto a la cercanía muda de las cosas, esa
Ge-stell de provocación que no deja-ser a la tierra, era un poder de tal
calibre que resultaba un poco secundario que actuara bajo formas
democráticas, soviéticas o nacionalsocialistas. De hecho, antes que
Arendt o Marcuse, Heidegger construye abundantes pasajes donde equipara
inquietantemente la metafísica del Este y la del Oeste. Aunque si fuera
inevitable mencionar otra vez ese engorroso tema de su implicación con
el nazismo, primero deberíamos recordar que media Europa estuvo
implicada, como también lo estuvo con esa coyunda del hombre con la
técnica y con una mitología de la raza superior. Recordemos que los
nazis llegan en un mes a París. Antes, Austria, Holanda y Dinamarca, los
países escandinavos y Polonia caen sin casi ninguna resistencia.
Recordemos este detalle significativo de la impunidad
nacionalsocialista: cuando finalmente Inglaterra declara la guerra a
Alemania, tras la invasión de Polonia, Hitler cree durante horas que hay
un error de transmisión en el telegrama.
¿Qué significa que tres pensadores cardinales del siglo XX como
Schmitt, Jünger y Heidegger hayan estado implicados de un modo u otro
con el nazismo? Sencillamente, que fue un fenómeno profundamente europeo
e incardinado en la razón instrumental, en una metafísica
antropomórfica que Heidegger critica desde antes de Ser y tiempo.
La fuerza criminal del nazismo es una versión impetuosamente resuelta
de una voluntad de elevación suprasensible que se manifestó antes y
después. No se necesitaba la disculpa de ningún León de origen
nietzscheano para explicar esta empresa que recorrió todo Occidente.
Es cierto, sin embargo, que Heidegger, a diferencia de Adorno y
Benjamin, no es un ilustrado. Podía así creer en una espiritual
Mitteleuropa aprisionada por la doble pinza soviético-norteamericana. Es
cierto, sobre todo, que la unidad orgánica de existencia y esencia, esa
analítica existenciaria que obliga a una suspensión (epojé) de
la realidad de cualquier teleología, permite concebir a su vez la
unidad orgánica de un Reich donde Fürher y pueblo se funden en una sola
totalidad que puede matar y morir. Pero pronto la apuesta heideggeriana
por la existencia se revela incompatible con ningún Reino que se eleve
como Ente Supremo, estableciendo orientaciones desde arriba sobre lo
calificado como inferior. A pesar de todo, es este compromiso heideggeriano con la dignidad de lo espectral, una potencia que subsiste después de cada acto, lo que explica que buena parte de sus discípulos siempre hayan sido judíos.
Por el contrario, en la ontología heideggeriana, un “mirar
escuchando” cada vez más próximo a la figura nietzscheana del Niño y
menos a la del León, la verdad brota de lo inferior asumido, asido. De
un “un uso libre de lo propio” como diría Hölderlin. Por eso desde Ser y tiempo se insiste en la posibilidad de poder fracasar, de un “genuino fracasar” para poder rehacerse [15]. No es posible en la filosofía de Heidegger ninguna “solución final” a una ec-sistencia
que siempre aparece por fuera, en el ser del errar, de una errancia que
no conoce más sede que esa “nada” que tenemos por morada. Tal vez por
esta razón con tanta frecuencia los seguidores de Heidegger han sido
judíos… y más franceses, italianos y españoles que alemanes. Es posible
que el Dasein no esté suficientemente coloreado por el
sexo, como dicen los psicoanalistas, pero lo está por mil matices
cotidianos que impiden su adscripción existenciaria a ningún
“socialismo”, sea nacional o internacional. Heidegger ha tenido en todo
caso la elegancia de no dar explicaciones, y menos filosóficas. “Me
equivoqué”, dice simplemente en la famosa entrevista póstuma publicada
por Der Spiegel.
4. Separación
Ya desde los tiempos de Ser y tiempo, en una analítica existenciaria que, con la primacía del ahí,
bloquea la posibilidad de dictarle ninguna esencia externa al
ser-para-la muerte, Heidegger es el crítico de la estructura de la separación.
Ge-stell es el gigantesco emplazamiento desde el cual la metafísica de
subjetidad impone a la existencia una continua provocación, convirtiendo
a la tierra en una inmensa reserva de materias primas para la
movilización total [16].
De esa condición de materia prima tampoco se libra el hombre. El
“olvido del ser” que consuma nuestra metafísica de la presencia, como
aquello con lo que se puede contar, se anuncia también en este
“estremecimiento cósico” que caracteriza a la época del nihilismo. Es
ante todo el arte –Van Gogh, Klee, Rilke, Trakl- quien da cuenta de este
estremecimiento.
A pesar de que inicialmente la autenticidad del Dasein sea sólo una modificación del impersonal man,
Heidegger radicaliza sus posiciones en cuanto a la diferencia
ontológica y el olvido del ser: “La producción técnica es la
organización de la separación” [17]. En ‘¿Y para qué poetas?’ Heidegger juega con dos palabras, Abkher y Abschied,
que en este contexto tienen prácticamente el mismo significado. Es
evidente que el maestro sigue el rastro de un Nietzsche que sitúa en la venganza la esencia de la metafísica occidental: “La aversión de la voluntad contra el tiempo y su ‘fue’” [18]. Por separación
no debemos entender una crítica a la impureza del orden metafísico, que
se retiraría de una relación inmediata con una naturaleza que nos
sostiene. Al contrario, separación de esa posibilidad más alta que toda
realidad, separación de ese empuñar la inhospitalidad que constituye la
esencia de la existencia. Es evidente que la constelación crítica
moderna, antes Marx y después Debord o Foucault, han manejado conceptos
afines.
La esencia de la separación anida en el ser europeo-occidental, y sólo por eso América ha envuelto
a Europa. Si la movilización americana captura el ser europeo es porque
ha desarrollado hasta sus últimas consecuencias la metafísica de la
presencia y la consecuente “usura” del ente, esta dialéctica entre la
separación existencial –que divide al mismo Dasein- y la movilización social en que se ha consumado la metafísica occidental. El ser y el tiempo constituye ya, como Berlin Alexanderplatz, El trabajador o La rebelión de las masas
un documento inquietante de la furia normalizadora moderna, la
uniformización con la que comienza el siglo XX. Es necesario insistir en
que para el maestro de Todtnauberg el avance de ese rodillo metafísico
en la normalidad occidental es el que después explica que tenga
manifestaciones extremas en el Este o en el Oeste.
Martin Heidegger no dejará nunca esa crítica de la estructura de la separación. Al respecto, son gloriosas las incursiones que Superación de la metafísica
realiza en el orden del consumo. Al menos desde 1929, Heidegger es un
adelantado en el estudio de la protección que brinda la movilidad, el
estrés, el reemplazo perpetuo: “(…) los objetos calculados. Éstos son
producidos para su desgaste. Cuanto antes se gastan, antes es necesario
volver a reemplazarlos por otros con mayor rapidez y facilidad aún. Lo
que permanece en la presencia de las cosas objetivas, no es su reposar
en ellas mismas dentro del mundo que le es propio. Lo permanente de las
cosas producidas, en cuanto meros objetos para el uso, es la reposición o
sustitución” [19]. Como diría Rilke en sus Cartas sobre Cézanne, la velocidad es nuestra idea fija, pues ella nos libra del fantasma de los límites.
La pobreza de la experiencia, en palabras de Benjamin, se cierra
después con el desarrollo de “experiencias” sectoriales dirigidas: “En
el círculo de las zonas, las distintas regiones del equipamiento humano
se convierten necesariamente en ‘sectores’; incluso el ‘sector’ de la
poesía, el ‘sector’ de la cultura no son más que regiones del
‘dirigismo’ del momento, aseguradas de un modo planificado” [20]. Toda esta organización técnica de la separación concluye en un Dasein dividido, dividual, separado del relieve de su propia existencia y arrojado a este estado larvario
característico del hombre contemporáneo, esa latencia que algunos
pensadores actuales, siguiendo a Joyce y a Kafka, han llamado Bloom: “Hoy en día, un hombre sin uni-forme da ya la impresión de irrealidad, de cuerpo extraño” [21].
La máquina antropocéntrica de la separación es perfectamente tautológica y culmina en el nihilismo de la “voluntad de voluntad” [22].
En definitiva, facilitando el camino de su pupila Hannah Arendt,
Heidegger llega a ver en el dominio civil y militar de lo aéreo esta
voluntad de separación y dominio. Todo estriba en la eficacia mundial de
la negación de la proximidad: “La provocación total a la
tierra para asegurarse su dominio tan sólo puede conseguirse ocupando
una última posición fuera de la tierra desde la cual ejercer el control
sobre ella” [23].
Sería curioso ver a nuestro pensador establecer relaciones entre el fin
de la carrera espacial, y de la competencia entre los dos bloques, con
esta voluntad “antigravitatoria” que hoy las últimas tecnologías
reparten en las redes, al alcance de cualquiera. En este campo de
batalla ampliado, ¿la comunicación –con su dosis de rivalidad
individual- es finalmente el opio del pueblo?
5. Limes
Vilipendiado por algunos personajes estrechos, el intérprete de
Nietzsche ha conseguido colocarse en el más alto escalón de la
filosofía. En principio, hay que insistir en que nada hemos perdido con
este ascenso. Al contrario, se ha abierto dentro de nuestra cultura el
aura mítica de una cercanía que la dialéctica hegeliana, la analítica
anglosajona y el racionalismo francés nos habían vedado. Sin embargo, se
puede mencionar en el campo del pensamiento algunas regiones de dudas.
Muy generoso con los poetas, Heidegger ha sido no obstante bastante ruin
con otros pensadores. Nos ha tapado, a pesar de sus geniales
incursiones, demasiados nombres propios. Resumiendo de manera un poco
brusca, se podría decir que las dificultades típicamente europeas
de Heidegger para pensar la inmediatez común, el devenir ahí de un
ser-vuelto-ente, convierte en sospechosos a casi todos los pensadores.
De Platón a Nietzsche, de Descartes a Leibniz –siguiendo en esto también
ciertas prisas de Nietzsche- a los filósofos clásicos les falta casi
siempre memoria para la lejanía del ser, esa presencia distinta a lo
presente, un aleteo de lo ausente con la cual el pensamiento tendría,
según Heidegger, que medirse. De ahí que el maestro de la diferencia
acabe encerrando bajo un mismo paradigma “metafísico” a muchos nombres
–incluso a Nietzsche-, como si nadie más que él pudiera hacerse cargo
del olvido del ser.
La forma en que se deshace de Sartre, acusándolo de invertir
simplemente la diferencia metafísica esencia-existencia, es precipitada y
muy poco generosa [24].
Sobre todo, la forma en que todos los textos sobre Nietzsche terminan
con una muletilla que coloca al “portavoz del eterno retorno” dentro de
los límites de la metafísica de la voluntad, como si también Nietzsche
se hubiese limitado a invertir las categorías de sensible y lo
suprasensible. A propósito de esto es necesario insistir en que
Heidegger, a diferencia de Nietzsche, siempre se ha mantenido a
resguardo de la inmediatez desnuda, extra-filosófica. Siempre ha sido un
profesor fiel al ser histórico que, sin caer en el historicismo, se
sitúa próximo a la filosofía que Nietzsche cataloga como platonismo.
El famoso Ereignis, por ejemplo, ¿puede conciliarse fácilmente con un
acontecimiento cualquiera, con la “individuación sin sujeto” (Deleuze)
de una hora, un clima, una estación? Parece que no [25].
La “indiferencia de los árboles a la historia” (Baudrillard) siempre
encuentra al profesor muy ocupado en investigaciones intrincadas, aunque
sea con palabras de un antiguo y venerable alemán que conecta con el
japonés. Es como si el pensador de la diferencia, a pesar de sus cantos
orientalistas a la sencillez, fuera en los momentos claves demasiado
“filósofo” en el sentido tradicional, incapaz por tanto de depositar sus
reflexiones en un presente común, compartido por cualquiera. Son
clamorosos, en este sentido, sus límites frente a Jünger en el debate
sobre la línea del nihilismo.
Es posible que esa fascinación por el ser histórico del Dasein,
que una y otra vez le concede cierta primacía ontológica a Grecia y a
Alemania, le permita a Heidegger una comodidad aparente con la
concepción de la historia en Marx, a quien no podríamos abandonar
mientras no cambiemos de ontología. Sería curioso observar qué diría
Heidegger de un texto como las ‘Tesis de filosofía de la historia’,
donde el continuum de lo histórico salta hecho pedazos por la irrupción revolucionaria del “tiempo-ahora” [26]. Al respecto es significativo ver cómo, en los dos momentos en que El ser y el tiempo ha de medirse con la cuestión de lo ahistórico,
tanto frente a la Segunda Intempestiva de Nietzsche como frente a la
cuestión del Instante en Kierkegaard, la cortedad de Heidegger es
pasmosa [27].
En estos dos pasajes, significativos de cuál es la posición real de
Heidegger con respecto al exterior no filosófico, su fenomenología se
muestra en exceso cercana a Hegel.
El legendario “olvido del ser” como destino de Occidente, incluido el
“olvido del olvido”, refleja de un lado una genial fidelidad a la
sabiduría nietzscheana. Pero de otro, también refleja una falta de
confianza en la espontaneidad ente, un déficit en la entrega al ser
común encarnado en la apariencia oracular de las cosas. Como si
Heidegger, después de todo, participara en exceso de la fidelidad
típicamente europea a una maquinaria de la historia que nos impide
entregarnos a la verdad inmediata de la poesía, a lo que el
arte dice –sin más rodeos- de una presencia auráticamente lejana en su
cercanía. Y estos problemas con el aura común de lo próximo no se
arreglan después con el repetido llamamiento a “pensar juntos” libros
cardinales separados por la historia de la filosofía occidental.
Como dice el último Deleuze, Heidegger ha dado lugar a una “histeria
antivitalista” que le hace sospechoso de una profunda proximidad con
Hegel [28].
Es decisivo en este aspecto que la plenitud del tiempo sea entendida
como la relación de cada instante con una finitud invertida, una
eternidad –“noche salvada”, dice Agamben [29]-
que coexiste con la más breve duración, y no, según el modelo que Hegel
dejó en herencia al marxismo, como resultado final de un proceso que
siempre es patrimonio del erudito. En este sentido, lo mesiánico
de Benjamin estaría más cerca del espectro común, de un esplendor
mortal que une a los hombres bajo las diferentes historiografías de las
culturas. Y lo mesiánico, insiste Agamben, es lo opuesto de la superación
dialéctica que guía el canon hegeliano de la modernidad. Lo mesiánico
está cerca de los seres de un día, del frágil absoluto que hoy puede
unir a los hombres bajo el estruendo de la historia [30].
Siempre que en Occidente un pensador se ha acercado a esa dialéctica
inmóvil que une bien con mal, lo sensible y lo intelectual, siempre lo
ha hecho invirtiendo la muerte desde dentro, alejándose de todo
maniqueísmo. Es posible que, a pesar de todo, Heidegger sea demasiado
filósofo y demasiado ilustrado, esté en exceso alejado de un mesianismo
judeocristiano que podía librarnos de muchos salvadores. Por eso las
alusiones a una espiritualidad por venir –“Sólo un dios puede s alvar
nos todavía”- aparecen por fuera, en una entrevista final que se reserva
a la desaparición del pensador.
Incluso frente a Jünger, en el debate sobre la línea del nihilismo,
Heidegger se muestra como un prudente y erudito profesor universitario,
como si tuviera todo el tiempo del mundo para enredarse con los rodeos
que constituyen nuestro patrimonio eurocéntrico. Esa prudencia
universitaria de un estudio “preparatorio”, de un meditar histórico y
sinuoso, frente al impetuosos llamamiento de Jünger a pensar
afirmativamente el abismo, remiten posiblemente a una “serenidad”
académica, demasiado profesoral, demasiado alemana. Como si nuestro
pensador estelar pudiese elegir el encanto y la demora de cualquier
senda perdida frente a un pensamiento –el del escritor Jünger- que
encuentra en lo irremediable de la pérdida la vegetación de una nueva
senda inmanente. En este punto no es extraño que Deleuze opte por Jünger
frente a Heidegger [31].
Nadar junto a los padres es la “enfermedad europea” de la
trascendencia histórica –conceptual, metafísica- aunque sea teñida de
una Khere a la inmanencia y el retorno a la diferencia. En este
sentido, es preciso reconocer que estamos hoy más allá de Heidegger,
arrojados al desgarro terrenal de un ser común que hace de Heidegger
alguien probablemente demasiado complejo, demasiado occidental,
demasiado hegeliano. Es posible que las bromas de Deleuze sobre la
superioridad de la literatura anglosajona, y la cultura americana, en
virtud de su relación abierta con la exterioridad, sean hoy
ontológicamente muy pertinentes. Es posible incluso que la cruel
caricatura que Bernhard realiza en Maestros antiguos, pintando a Heidegger como una delegación de ese Dasein
que lo tiene todo dentro –se hace su propio pan, su propia sopa, sus
propios libros- no sea finalmente tan injusta o desafortunada [32].
Heidegger contribuyó seriamente a librarnos de la uniformidad de la
Historia, esta pesadilla que nos hecho tan infelices. Ahora, sin
embargo, estamos envueltos en varias historias distintas, diferentes
pequeños relatos que nos han vuelto a atrapar. Para la guerra de
guerrillas que debe liberarnos día a día Heidegger se ha vuelto lento,
pesado, demasiado europeo. Diferentes culturas compiten entre sí y nos
exigen el descenso a un absoluto sensible, una presencia desnuda que
pide tomar al pie de la letra, filosóficamente, la poesía. En este
punto, como diría Foucault, Heidegger sólo nos sirve forzado por algo
más simple y radical. En pocas palabras, en el vientre de Nietzsche.
Pero el caso es que Heidegger es ruin, y muy nocivo por su forma sutilmente hegeliana
de desactivarlo, a la hora de interpretar a Nietzsche, el pensador de
cuyas rentas vive. En todos los momentos clave en que le sigue,
Heidegger pone el freno cuando estaba a punto de ocurrir una
precipitación de sentido. Entonces Nietzsche pasa a ser el último
pensador del diálogo histórico de la metafísica, de su imparable
voluntad de poder sobre lo ente, incapacitado por tanto para pensar la
proximidad del abismo y superar el olvido del ser [33].
No hay ni uno sólo de los magníficos textos heideggerianos sobre el
caminante de Sils-Maria que no realice este truco en el momento
culminante. El equívoco en cuanto a la transvaloración es el ejemplo típico, pues ahí Heidegger siempre se empeña en que Nietzsche se ha limitado a una inversión
de la metafísica, cuando “cegándose a sí misma, toda inversión de este
tipo sigue estando siempre implicada en lo mismo, que se ha vuelto
irreconocible” [34].
Y sin embargo el “portavoz” del eterno retorno es muy claro: “Hemos
eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el
aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!” [35].
Así pues, a diferencia de lo que se piensa, Heidegger no “se perdió por las sendas de la reterritorialización” [36], sino al revés, no fue suficientemete abstracto
como para volver al campo de Nietzsche, ese absoluto-vuelto-ente, ese
“dios que sabe bailar” que funde el ser con el devenir. En suma, no fue
capaz de “bajar” del todo al horizonte terrenal de una filosofía del
futuro, que ya no sea sólo occidental.
Ignacio Castro Rey, Duermevela del maestro, Las deudas de Occidente con Heidegger, fronteraD, 02/10/2013
1. Friedrich Nietzsche, “De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida”, en Nietzsche, Península, Barcelona, 1987, p. 54.
5. Martin Heidegger, “El final de la filosofía y la tarea del pensar”, Kierkegaard vivo, Alianza, Madrid, 1970 (2ª ed.), pp. 146-152.
8. Martin Heidegger, El ser y el tiempo, op. cit., p. 54. También: “el ser del hombre –y por lo que sabemos, sólo del hombre- se funda en el ser-ahí”. Martin Heidegger, Nietzsche, I, Destino, Barcelona, 2000, p. 309.
9. Cfr. Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, p. 193.
13. Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Pre-Textos, Valencia, 1996, p. 17. La relación íntima de indiferencia y diferencia se establece también en Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2002, p. 42.
16. Martin Heidegger, “La pregunta por la técnica, Conferencia y artículos, Serbal, Barcelona, 1994, p. 23. También Martin Heidegger, Tiempo y ser, Tecnos, Madrid, 1999, p. 26.
26. Walter Benjamin, “Tesis de filosofía de la historia”, Discursos interrumpidos, I, Taurus, Madrid, 1973, pp. 186-189.
30. Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario, a la Carta a los Romanos, Trotta, Madrid, 2006, pp. 79-80.
31. G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (II), Pre-Textos, Valencia, 1988, p. 429.
34. Martin Heidegger, Caminos de bosque, op. cit., p. 209. El mismo juego se repite en Martin Heidegger, “¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?”, Conferencias y artículos, op. cit., pp. 117-119.
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