Saber intolerable.
Con su acostumbrado sarcasmo, Borges observó en una ocasión: "Los
católicos creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se
interesan en él. Conmigo ocurre lo contrario, me interesa pero no creo".
Confieso (verbo muy apropiado para la ocasión) que siempre me he
sentido muy identificado con la posición borgiana, posición que por otra
parte no es tan sencilla de sostener, ya que no basta con decir “no
creo” para que dicha afirmación sea cierta. Personalmente no me interesa
el mundo ultraterreno por motivos religiosos, sino porque mi oficio de
psicoanalista me obliga a confrontarme diariamente a un fenómeno
asombroso y apasionante: ser ateo es prácticamente imposible. En el
fondo de su corazón (que es la manera metafórica de decir “en el fondo
de su inconsciente”), todo el mundo cree en Dios. Por supuesto, eso no
implica que la significación de Dios sea necesariamente compartida ni se
corresponda con la versión oficial de una determinada religión. Quiere
decir que los seres humanos no pueden desprenderse fácilmente de la
creencia en una instancia superior y omnipotente, causa de los bienes y
los males, y a quien se le atribuye el trazado de nuestro destino. Freud
descubrió muy pronto el origen subjetivo de esa ilusión, y la rastreó
en la figura del padre. Dios es la proyección exaltada de la
idealización del padre, a quien el niño concibe desde temprano como un
ser revestido de misteriosos poderes. Poco importa que el padre real sea
un genio, un pobre infeliz, un cornudo o un miserable. El padre, más
allá de su presencia exitosa o fallida, es por antonomasia un elemento
simbólico, algo que nos distingue de la condición animal. Su función no
guarda relación ninguna con la vida en el sentido biológico del término,
y para nada se confunde con la función genitora, como cada vez queda
más claro gracias a esas extrañas maravillas que los científicos
consiguen hacer revolviendo entre células y demás mundos microscópicos.
Dejar de creer en Dios supondría poder desprenderse de la creencia
inconsciente en un padre poderoso, capaz de ocultarnos la horrorosa
verdad de que la existencia no tiene sentido, ni fundamento, ni garantía
alguna, que nada nos ampara de la muerte, que no hay más allá, y que el
único principio cierto por el que estamos gobernados es el de la
incertidumbre.
Si alguna vez creímos que guillotinando reyes, fusilando zares y
exterminando curas cambiaríamos realmente la historia y haríamos de la
razón la única guía que iluminaría nuestro camino, no cabe duda de que
erramos de cabo a rabo. Freud estaba muy dividido respecto de eso que se
llamó la Ilustración. Obviamente, era alguien que se adscribía a la
corriente del pensamiento científico, que se identificaba con el Siglo
de las Luces, y que por ende tenía una posición crítica respecto a la
religión. Freud (como Marx y otros grandes), formaba parte de aquellos
genios surgidos de la tradición ilustrada que concibieron la religión
como algo que pertenece, por estructura, al orden de la “falsa
representación”. En ese sentido, Freud fue mucho más radical que Marx,
dado que este último, a pesar de su visión crítica, no dejó de sostener
una idea de la Historia que, bajo la figura redentora del proletario,
dio continuidad al mesianismo cristiano. Sin embargo, Freud tuvo una
posición crítica respecto de sí mismo. Escribió Moisés y la religión monoteísta
después de haber considerado que la religión era algo que podía ser
superado, pero no olvidó nunca que él mismo había acuñado una expresión
extraordinaria: la religión privada.
Es decir, no solo se ocupó de la religión en el sentido amplio del
término, sino también de la religión privada, que es uno de los nombres
de la neurosis. La neurosis es en definitiva eso: una religión privada,
el mundo fantástico que cada uno se crea para soportar la crudeza de lo
real. La neurosis obsesiva, con su ritualización de la vida, su cortejo
de observancias morales, preceptos, escrúpulos de conciencia,
tentaciones, transgresiones, mandamientos y penitencias, nos muestra con
toda claridad la íntima relación que existe entre la neurosis y el
sentimiento religioso de la vida.
Lacan, formado en la educación católica, dedicó una gran parte de su
enseñanza y de su investigación clínica a considerar hasta qué punto era
posible, para un sujeto, la superación de la creencia inconsciente en
el padre, en el sentido de un ideal protector. Desprenderse de esa
creencia no es algo que pueda elegirse a voluntad (del mismo modo que
uno no abjura del padre como lo hizo Salvador Dalí, salvo cuando se está
rematadamente psicótico) y por ese motivo Lacan consideró que el
ateísmo era algo que solo podía obtenerse como resultado de un
psicoanálisis llevado hasta sus últimas consecuencias. Dejar de creer es
algo muy diferente, por ejemplo, de lo que pensaba Kafka: su profunda
melancolía no se derivaba de la conclusión de que Dios no existe, sino
de que nos ha abandonado. A la vista de la actualidad española, dejo al
lector la entera libertad de decidir cuál de estas dos posturas le
parece más conveniente para reflejar lo que nos sucede: que Dios no
existe, o que nos ha dejado librados a nuestra suerte. Una vez más
confieso (es difícil entrar en estos temas y no comenzar a contagiarse
de ellos) que últimamente estoy reconsiderando mi ateísmo. No diré que
empiezo a creer en el buen Dios, pero el actual gobierno me vuelve cada
vez más verosímil la figura del Genio Maligno cartesiano.
El día 29 de octubre del año 1974 Lacan pronunció en Roma una
conferencia de prensa. Uno de los periodistas le interrogó sobre la
religión, y el psicoanalista francés le respondió con esta frase: “Los
seres humanos solo piden eso, que se atemperen las luces. La luz en sí
misma es absolutamente insoportable”. La Ilustración fue para Lacan tan
solo un poco de luz, incluso más de lo que los seres humanos podemos
soportar. Al igual que Freud, Lacan desconfió tremendamente de la idea
de progreso, y por eso siempre sostuvo que Dios no había muerto. Más
aún, predijo el resurgimiento cada vez mayor de las religiones, como lo
demuestra hoy en día la creciente extensión de los fundamentalismos. La
luz que el absolutismo científico arroja sobre nuestras vidas,
reduciéndolas a una visibilidad cifrable, resulta absolutamente
imposible de soportar. El ser humano no puede tolerar tanta luz, y
necesita algo de sombra. Y es allí donde la religión acude: para
atemperar, un poco, la intensidad de esa luz. Efectivamente, avanzamos
cada vez más hacia la luz, ese ideal de la ciencia que es su máxima
metáfora. Lo que no se distingue tan claramente es la tiniebla que ese
mismo ideal va generando a medida que se afirma.
Resulta muy sencillo decir que las religiones sobreviven porque en el
fondo del ser humano no hay deseo de saber sobre la verdad. Eso es
indiscutible, y quizás sea una forma simple de abordar la pasión de la
ignorancia. Pero hay otro modo más complejo de tratarla: considerar que
todo saber, a medida que se impone, genera al mismo tiempo una
ignorancia específica, un desconocimiento cuyas consecuencias no está
dispuesto a asumir. La ciencia, máximo exponente de lo que se considera
un deseo de saber auténtico, no está exenta de padecer su propio efecto
de ignorancia, eso que vulgarmente llamamos cientificismo, y que
consiste en reemplazar a Dios por una versión no menos radicalizada de
la Verdad.
Si la religión es el opio del pueblo, el cientificismo puede llegar a ser el crack. Por eso mismo en ambos casos hay que estar precavidos contra la sobredosis.
Gustavo Dessal, Breve apunte sobre las formas clásicas y modernas de la ignorancia (o preste usted atención a lo que consume), el diario.es, 22/02/2013
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