Sobre 'La condició humana ' de Hannah Arendt.
La condición humana es un libro tan interesante
como discutible, con reflexiones profundas pero con conceptos
oscuros y alguna conclusión caprichosa. Como es un libro que se ha
consagrada como clásico, no resulta ocioso dedicarle un comentario crítico.
Al comienzo del libro, Arendt realiza una fenomenología de la
política en la antigua Grecia. La política era el mundo común donde los
ciudadanos se convertían en iguales mientras que la familia era el reino de la
desigualdad. La esfera pública, condición de la ciudad, solo podía mantenerse
por la política y resulta posible que ésta desaparezca eliminada por la tiranía
–que produce individuos miedosos e incapaces de acordarse- o por la sociedad de
masas, donde los individuos se comportan como si fuesen miembros de una
familia, esto es, sin ser capaces de ir más allá de sus necesidades y sus
afectos y sin elaborar un esfera común. La condición de la vida política era la
existencia de un espacio privado, gestionado por los esclavos, que evitaba que
el individuo se entregase a actividades
serviles. El desprecio griego por el trabajo doméstico, ligado a las
necesidades de la vida, Hannah Arendt
lo llamará labor, oponiéndolo al trabajo y a la acción (me referiré enseguida al particular). Las ocupaciones
serviles quitaban tiempo para dedicarse a actividades, como las políticas, en
las que se reivindicaba la excelencia y cuyo motivo central era la gloria. Dado
que buena parte del libro es una discusión con Marx –en la que Arendt
demuestra, como de costumbre, su amor por el matiz y su simpatía y conocimiento
del filósofo de Treveris-, la discusión sobre Grecia se impone.
Arendt considera a Marx la culminación
de la filosofía clásica (“hay muchísimo más en común entre Aristóteles y Marx que
entre Marx y Stalin”, dirá en un texto no publicado en vida y disponible en una
edición cuidada por Agustín Serrano de Haro)y, según ella, su
concepto de comunismo es la Atenas de Pericles sin esclavos (p. 140).Arendt no puede ser más penetrante: la
sociedad ateniense, igualitaria, pero también bullanguera, individualista,
agonística, enamorada de la belleza (“sin afeminamiento”, decía Pericles,
queriendo significar sin cursilería) y de la cháchara política y filosófica es
el modelo que efectivamente nutre a Marx
y poco que ver con la sociedad conventual, represiva, enemiga de la
sofisticación y doctrinaria que parecían admirar los regímenes del socialismo
real. Arendt procede de una
tradición espartaquista –Rosa fue un
modelo para ella y la consideró una de esas personas admirables que, como Maquiavelo, amaba más el mundo común
que a su propia vida- y su crítica del estalinismo nunca le nubló como
pensadora. Si el socialismo real hubiese seguido a Marx (y a Lenin, señala) hubiera acabado en una sociedad
burocrática, jamás en un régimen totalitario. No me parece una mala conclusión:
el control del mercado solo puede hacerse por medio de la acción política, lo
que solo puede producir un aumento del valor de los recursos estatales frente
al capital. Bourdieu, que no
estimaba a Arendt, pero que no está
tan lejos de su espíritu en ciertos puntos, insistía sabiamente en que el
privilegio del capital político unía a las sociedades del socialismo real con
las sociedades de socialismo democrático del Norte de Europa.
Pero, en conjunto, la
argumentación de Arendt no se
sostiene, y sorprende que pueda ser aceptada con tanta facilidad. La gran
mayoría de griegos libres nunca explotó esclavos , solo lo hizo la clase de los
propietarios (véase el clásico de GEM de Ste Croix, La lucha de clases en el mundo griego antiguo, p. 71). Los no
propietarios, los aporoi de Aristóteles, vieron reconocidos sus
derechos políticos en las oleadas de apertura hacia los pobres que comenzó en
Solón y culminó en Pericles. ¿Qué experiencia política de la democracia tenían
los no propietarios, que encontraron sus dirigentes en parte de la familia
Alcmeónida (a la que pertenecían Clístenes y Pericles), y que no empleaban
esclavos? Obviamente, la existencia de esclavos no fue ni condición necesaria
ni suficiente de la esclavitud. Una sociedad esclavista raramente tiene
democracias en las que participe la mayoría de la población –que no es esclava.
La democracia ateniense fue presentada por Aristóteles
como una tiranía (aunque en otros momentos reconoce que no funciona así) de los
pobres.
Así que resulta posible
dedicarse a la vida pública y participar en el mundo de la producción de
objetos o de satisfacción de las necesidades vitales. A la segunda la llama Arendt labor y consiste en mantener y
regenerar la vida humana, en adaptar nuestra naturaleza al metabolismo de la
naturaleza. La labor funciona por medio de ciclos de producción y consumo y la
caracteriza no dejar productos objetivos de su actividad, algo que sí hace el
trabajo al fabricar objetos. Arendt
considera que la época moderna ha convertido a la labor y a sus ciclos de
agotamiento, consumo y regeneración, en el centro de la actividad económica y
política. Los productos del trabajo, que sí dejan objetos y que se producen
para un fin específico y no para un ciclo interminable como hace la actividad
de la labor, han sido utilizados para satisfacer las necesidades corporales en
las sociedades consumistas. El ocio resultante de la mecanización no se
transforma sin embargo en tiempo político, sino que la gente continua
consumiendo.
La perspectiva de una plebe
embrutecida por la administración del ocio, ya preocupó a Marx. Arendt , sin
embargo, insiste en algo más: la esfera pública, ocupada por las necesidades
del cuerpo, se convierte en simple lugar de la expansión de las necesidades
vitales destruyendo la política, es decir, la actividad que nos iguala más allá
de nuestra belleza o nuestros ingresos. La labor no conoce otro ritmo que el
agotamiento y la satisfacción y por tanto no conoce otro índice que las
sensaciones corporales, el mundo de la técnica y el trabajo, por el contrario,
crea la referencia estable de un mundo de útiles. La labor no tiene principio
ni fin, algo que si tiene el trabajo, un principio determinado y un fin
definible.
¿Cuál es la lección política
de todo esto? La sociedad moderna utiliza las máquinas para satisfacer las
necesidades humanas –la labor hegemoniza al trabajo. El objetivo de todas las
tiranías siempre fue ese, según Arendt,
convertir el mundo en un “bazar oriental” (178). De ese modo, se destruye el
mundo público cuya esencia no puede definirse ni por la labor ni por el
trabajo, sino por la acción. La
acción tiene siempre un comienzo pero nunca un fin. Si carece de comienzo, la
política no existe y lo que se hace es simple reiteración de las leyes
estadísticas, de la agregación de los comportamientos individuales en una
resultante común. Pero cuando se hace política, la situación, cualquier
situación, se convierte en nueva: los seres humanos aparecen como agentes ante
otros hombres en el espacio público y comienzan acciones cuyo fin, por el
contrario, es imprevisible. Lo único que puede proporcionar la política es la
gloria, el honor de los antiguos, nunca la certidumbre científica. En la acción
política se nos revela quién es
alguien y ese quién es irreductible a todas las predicaciones sociológicas,
biológicas, psicológicas o fisiológicas que podamos hacer sobre él. Ese
individuo nunca puede dirigir los resultados de su acción. Por tanto, es el
actor de su discurso –pues la política son discursos y no violencia muda o
cháchara ideológica estándar- pero no su autor, porque no puede dirigir los
efectos del mismo.
Así nace el poder, que no es
otra cosa que la acción concertada de los sujetos y que nada tiene que ver con
la exhibición de la fuerza que se enfrenta a la violencia con el aislamiento
estoico o con la exhibición heroica (225).
La lectura de Arendt nos ayuda a objetivar aquí el
concepto del poder en Foucault
fundado en la idea del enfrentamiento físico o en la resistencia corporal. El
coraje en la polis, contra el último Foucault, no
sería la virilidad o el valor, sino la capacidad de persistir en
la política sin ceder a la violencia y su héroe, señalo yo, podría encontrarse
en aquel Solón que, cuenta la mitología,
abandonó la ciudad que había sacado de la guerra civil para que
aprendiese a gobernarse sola. La fuerza es individual, el poder es colectivo y
por eso el poder democrático puede convertirse en laminador de la excelencia
individual, lo que explica la ideología artística antidemocrática (226-229). La
concentración de Foucault en el
gobierno del alma incorpora el inconsciente de Platón (243) para el que se podía gobernar una ciudad como se
gobierna una familia.
La política es el reino de
la promesa y del perdón. Por la promesa mantenemos nuestro compromiso con los
demás sin esperar a las consecuencias de las acciones. Las acciones son
irreversibles, no se pueden corregir, y lo único que nos da certeza es
permanecer implicados pese al fracaso. El perdón es la otra virtud política:
conscientes de que nadie prevé, renunciamos al pensamiento mágico de
responsabilizar a los demás de las consecuencias funestas de sus actos. El mal
consciente es una cosa y no puede perdonarse, la imprevisibilidad de la acción
humana es otra. Gracias a las promesas y el perdón los hombres nos mantenemos
unidos y eso nada tiene que ver con la concentración en el estúpido y mudable
reino del corazón humano, en el dominio del alma (262). En eso Jesús de Nazaret
es un paradigma: Dios os perdonará si os perdonáis entre vosotros. Nada más que
por eso merecería elogiarse este libro, ajeno a la fascinación por la bohemia
demófoba personificada por Nietzsche
y a su ideología de la voluntad de poder.
En fin: ni al mundo de la
labor ni al del trabajo les gusta la política, que conciben como un discurso
ocioso. De ese modo, sin política, rompemos con el mundo común, con el espacio
compartido con los demás y nos alienamos de la realidad pues, como bien dice Arendt, la única alternativa contra el
charlatanismo y el misticismo es el sentido común, y eso solo puede adquirirse
en la esfera pública (231).
¿Puede haber alguna conexión
entre el mundo de la labor, el mundo del trabajo y la política? La labor es
antipolítica y solo parece conocer el cuerpo como objetivo, se aliena por tanto
completamente del mundo compartido. Arendt
parece estar describiendo la sociedad de consumo de masas. El mundo del
trabajo, de los objetos, necesita cierta relación con el mundo público, eso sí,
única y exclusivamente en la institución del mercado. El movimiento obrero
intentó romper la maldición de la labor y vincularla a instituciones políticas
originales como los consejos, pero el capitalismo de bienestar y la el
socialismo autoritario lo han integrado en la satisfacción de las necesidades y
han evacuado la inquietud –muy auténtica en Marx- por la democracia.
Arendt constata en el mundo moderno lo que podía haber encontrado en la Atenas
clásica, de no haberse apoyado en una visión completamente tergiversada de la
democracia ateniense. Es posible dedicarse a la labor repetitiva y tener
actividad política e incluso crear las mejores instituciones políticas, los
consejos (la evaluación es de la misma Arendt).
Sin embargo Arendt no explora las
condiciones de la acción política entre los trabajadores y no revisa cómo
pueden establecerse o no conexiones entre la pelea cotidiana por la satisfacción de las necesidades y la
política.
Hay una lectura reaccionaria
y liberaloide (malamente liberal) de Arendt:
el mundo de los obreros, está unido a la alienación, el mundo del mercado a los
objetos y ninguno puede producir la política, aristocrática actividad que
requiere la existencia de que otros barran la casa. La lectura es injusta y
falsa por las razones que se han dicho, aunque en mi opinión la separación de
las tres esferas de actividad es demasiado absoluta y puede haber una política
doméstica y una democracia industrial, cosa que a Arendt le parece exagerada. En sus reflexiones sobre los consejos
(Sobre la revolución), insistía en que los obreros eran tan buenos como
cualquiera en la gestión de lo público, pero que el error consistió en haberse
enredado en intentar la democracia en la empresa. La cuestión es decir hasta donde, porque la
política no puede sustituir a la técnica.
Pero ese no era su miedo
principal. Su miedo fue que la técnica pretenda matar la política o que la
simple administración de las necesidades ponga la técnica a su servicio y
colonice el mundo común. Y en él solo se hable de lo que los griegos llamaban
lo privado (algo demasiado complejo para verbalizarse) y solo se exhiba aquello
que debería taparse: las dinámicas sexuales, fisiológicas y afectivas,
aburridamente circulares, que caracterizan al metabolismo de la especie.
José Luis Moreno Pestaña, Arendt, Marx y Foucault: una nota sobre la condición humana, hexis.
Filosofía y sociología, 07/07/2013
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