La rellevància epistemològica del sentit comú.

Hace unos meses circuló en las redes sociales un vídeo de 2007 en el que un par de campesinos sorianos anticipaban el desbarajuste económico en el que andamos. La predicción de aquellos hombres no tenía otro fundamento que el sentido común, ese que se condensa en el viejo saber según el cual «no se puede estirar más el brazo que la manga». Al terminar la visión de la grabación no pude por menos de acordarme de las cobardonas respuestas de los notables economistas de la London School of Economics a la pregunta de la reina de Inglaterra: «¿Cómo es que ustedes no lo vieron venir?».

La cobardía, en cierto modo, hablaba bien de los economistas, de su vergüenza torera: una emoción que, según parece, no cabe dar por supuesta en ese gremio1. Otra cosa era la precipitación de las contestaciones, como si los pillaran de improviso. Eso resultaba más difícil de entender, no ya porque unos cuantos2  –sin levantar mucho la voz, eso sí– habían avisado de lo que podía llegar a suceder, sino sobre todo porque, a estas alturas, con lo baqueteados que estaban, deberían venir de casa con las respuestas ensayadas, como los políticos. Que no era la primera vez que quedaban en evidencia. Quizá la más famosa fue el «experimento» de 1984, cuando The Economist preguntó a cuatro exministros de finanzas, cuatro directores ejecutivos de multinacionales, cuatro estudiantes de Oxford y, finalmente, cuatro barrenderos sus previsiones a diez años vista sobre inflación, crecimiento económico, tasa de cambio y el PIB de Singapur en relación con el de Australia. Cumplido el plazo, resultó que los barrenderos atinaron más que los demás. Los peores, los exministros3. La encuesta, técnicamente, no pasaba de ser un divertimento, pero sus sombrías conclusiones acerca de la penosa capacidad predictiva de la profesión no se han visto desmentidas por las investigaciones más serias4.

Visto lo visto, la primera tentación es concluir que para el viaje del conocimiento económico no se necesitan otras alforjas que las que proporciona el sentido común. Pero también esta vez hay que resistirse a la tentación. Al menos, hay motivos para pensárselo un instante. El sentido común nos lleva a pensar que el Sol da vueltas en torno a la Tierra, que el vacío succiona los objetos, que las ballenas son peces y mil desatinos más. Digo desatinos pero sería más preciso hablar de falsedades, porque, aunque incompatibles con la mejor evidencia experimental, tales creencias, en su mayoría, nos han resultado útiles para ir por el mundo como individuos o, más exactamente, como miembros de la especie humana5. No descarten que el amor forme parte de tales espejismos útiles.

El problema es que, si se trata de la verdad o –seamos más modestos– del mejor conocimiento, el correcto camino es apostar por ideas que, para nuestro sentido común, parecen un disparate, majaderías ajenas a nuestro mundo cotidiano de experiencias. Para la ciencia importa poco la experiencia cotidiana. Lo que cuenta son sofisticados experimentos diseñados para calibrar –en realidad, para confirmar– artificiosas teorías sobre espacios n-dimensionales o el mundo microscópico regido por la mecánica cuántica. Teorías farragosas y alejadas de nuestras experiencias diarias que, sin embargo, se muestran compatibles con las mejores observaciones. En ese caso, el problema es para el sentido común6. Llegados aquí, tocaría acordarse de la conocida advertencia con la que Keynes cierra su obra más conocida respecto a «los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista muerto hace bastante tiempo»7.

De modo que sí, la buena ciencia se desvía del sentido común. Pero se desvía para ir más lejos. Desatender el sentido común está muy bien cuando se tiene un pie firme para apoyarse, que no puede ser otro, en este caso, que la compatibilidad con las observaciones. Porque lo verdaderamente relevante, al fin, es que esa ciencia, contraria al sentido común, explica y predice. Sólo entonces tenemos razones para suspender el sentido común y sus «explicaciones», la folk science, que se dice ahora. Razones que se ven reforzadas si, además, disponemos de explicaciones –o, por lo menos, de interesantes conjeturas– del desvío respecto al sentido común, de por qué vemos o entendemos las cosas del modo que no son, de por qué nuestras inferencias están sistemáticamente sesgadas en cierta dirección, o de por qué nuestro cerebro interpreta mal algunos estímulos visuales. En esos casos tenemos el camino correcto, el razonamiento impecable y la ajustada observación, y la explicación de la distorsión.

Desafortunadamente, esa situación no es común. Pasa, pero pasa poco. Entretanto, mientras las cosas no sean tan estupendas, no conviene despachar sin más las intuiciones comunes. La teoría económica es hermosa, pero no estupenda. Es cierto que muchas de sus más interesantes conjeturas se han producido apostando contra el sentido común, inventariando procesos en los que, si todos los agentes buscan obtener A, se produce exactamente lo contrario de A8. Pero no hay que engañarse. Su fiabilidad no es la de la Física. Entendámonos. Está fuera de duda su afán de precisión inferencial y hasta conceptual, su voluntad de aclarar la anatomía lógica y teórica de sus productos. Pero un razonamiento impecable no garantiza la calidad del punto de partida. En la escolástica y la astrología también hay precisión y hasta solvencia inferencial. Vaciedad, pero precisión y lógica. Un riesgo que merodea la teoría económica en no pocas ocasiones9.

Cuando esa situación se repite, el alejamiento respecto al sentido común comienza a ser un problema. Una teoría puede –y me atrevería a decir que debe: al menos, ganará en interés– hacer predicciones que se ajustan poco a lo que cabe esperar según nuestras intuiciones. Pero, como sabe cualquiera que practique un deporte de riesgo, para entregarse ciegamente a resultados y recomendaciones que contravienen nuestras expectativas hemos de estar muy seguros de la fiabilidad del amarre10. Una fiabilidad que no siempre encontramos en la teoría económica, si hemos de hacer caso a la floreciente y casi obsesiva experimentación de los últimos veinte años, entretenida en mostrar que los mortales comunes somos muy diferentes de los agentes que la economía incorpora a sus modelos convencionales. Su moraleja quizá reclame del matiz para ser justa, pero no está desprovista de fundamento: no es que los supuestos de comportamiento de la teoría económica sean irreales, es que son falsos. No somos ni tan racionales ni tan egoístas como el homo economicus11.

Cuando las cosas están así, no resulta una estrategia inconveniente dar un paso atrás y recuperar la mirada inaugural, la de quien no tiene otro trato con la economía que el que proporciona la vida, que no es poco. Servirá lo justo, en tareas de saneamiento antes que de fundamentación, pero, cuando menos, oxigena el aire. Si lo hacemos, la perplejidad es inmediata: coexisten necesidades por cubrir y recursos por emplear; se considera «crecimiento» económico emplear recursos en atender patologías (armas, insanos modos de vida, lucha contra el crimen); aumenta nuestra capacidad productiva sin que por ello trabajemos menos horas; se concentran esfuerzos económicos en «el bienestar» y, a la vez, nos despreocupamos de la felicidad de las gentes; contabilizamos en el lado bueno del arqueo los desastres ambientales; nos empeñamos en atender deseos que son fuente de insatisfacción; anteponemos la utilidad, lo que se valora, a lo valioso, lo que es digno de ser apreciado; asumimos la acción humana como el punto de partida de nuestras ideas económicas y nos despreocupamos por lo que nos dice la ciencia acerca de la naturaleza humana.

A esas perplejidades, entre epistémicas y teóricas, se unen otras directamente morales. En los días del Katrina, cuando escaseaban las botellas de agua, la «solución de mercado», la de la teoría económica, recomendaba a los dueños de los supermercados subir su precio. Hay otras. Muchos economistas no ven objeciones a que un amigo nos compense con dinero por faltar a una cita, a que un señor nos compre nuestro puesto en la fila de un cine, a que los ricos en prisión se paguen celdas de lujo o a que se retribuyan a sustitutos para formar parte de un jurado. Nadie pierde con estos intercambios, nos dicen. Todavía más. La respuesta habitual del gremio para resolver los problemas sociales, proporcionar incentivos, invita a pagar a los estudiantes para que lean libros, a limitar el número de nacimientos y subastar los niños al mejor postor para contener el crecimiento demográfico, a alquilar pobres para que nos guarden cola en el médico, a pagar a los drogadictos para que se esterilicen («Don’t let pregnancy ruin your drug habit»).

Ante propuestas como estas, los humanos que no han estudiado Economía acostumbran a experimentar una desazón, cuyo fundamento último no tienen muy claro. Los economistas, que parecen amasados con otro barro, no ven mayores objeciones. O al menos se toman su tiempo para pensarlas. A sus ojos, los marcianos somos los demás, capaces de hacer cosas gratia et amore y de despreciar el dinero, como aquellos habitantes de un pequeño pueblo suizo dispuestos a aceptar la instalación de una central nuclear por virtud ciudadana y que se echaron atrás en cuanto quisieron compensarles económicamente. Incluso cuando aceptamos que el dinero medie, no tenemos muy claro que no nos ensucie su trato. Por eso, aunque estamos dispuestos a pagar hasta veinte euros al hijo de nuestro vecino por cuidar nuestro jardín, no aceptaríamos veintiuno por cuidar nosotros el suyo, absolutamente idéntico.

Ante este panorama, cuando las recomendaciones tienen endebles garantías teóricas y chocan con nuestro sentido común, quizás es cosa de ver si el sentido común es algo más que superstición compartida. Un empeño, la exploración de los usos comunes en la pista de preguntas de principio, que, normalmente, forma parte del negociado de la mejor filosofía, aquella que asume que por detrás de nuestras prácticas cotidianas –y entre ellas, muy fundamentalmente, nuestro usos lingüísticos– se esconden interesantes distinciones conceptuales, un saber sedimentado que nos permite reconocer que, por citar un par de ejemplos, si usamos de manera distinta «conocer» y «saber» es porque las dos palabras apuntan a dos conceptos diferentes o que, seguramente, no conviene emparejar la felicidad con el placer, puesto que, mientras podemos decir sin violentar los usos habituales que sentimos placer cuando nos acarician la espalda, no cabe referirse en el mismo sentido –físicamente localizado– a la felicidad12. En el caso de la filosofía práctica y de la reflexión moral, esa convicción se traduce en una suerte de pauta metódica según la cual, a falta de mejores razones, no es mala cosa fiarnos de nuestras intuiciones morales, esas que nos hacen experimentar repugnancia ante las relaciones sexuales entre hermanos, limpiar el retrete con la bandera de nuestro país, comernos nuestra mascota muerta por accidente, comprar un pollo muerto para mantener relaciones sexuales o incumplir el juramento de visitar su tumba hecho a la madre en su lecho de muerte13. Por supuesto, las intuiciones no son la última palabra, pero sí la penúltima. O, en el peor de los casos, la primera, un punto de partida. Es lo que hace la versión más meditada de esa pauta, una de las pocas «teorías» que comparten casi todos los filósofos morales, la del equilibrio reflexivo, según la cual, para sopesar nuestros juicios morales, no disponemos de otro «método» que un continuado balanceo entre principios generales («todos los ciudadanos son libres e iguales»), tesis políticas intermedias («todos los ciudadanos participan de los mismos derechos») y juicios concretos («la esclavitud es injusta») en los que, por lo general, coincidimos precisamente porque estamos dotados de un elemental sentido de la justicia. Las intuiciones no son la palabra de Dios, el punto final, pero sí un soporte a contrapesar con principios más generales. Podemos corregirlas, y las hemos corregido, a lo largo de la historia, como ha sucedido con la esclavitud o los derechos de las mujeres, como puede suceder con la homosexualidad o los derechos de los animales, al igual que corregimos los principios más generales, en un inacabado tejer y destejer, en un ajuste sin tregua, que nos permite ir afinando nuestras opiniones. En todo caso, la moraleja está fuera de duda: el sentido común no es un mal apoyo cuando se transita por terrenos resbaladizos.

Félix Ovejero Lucas, Le economía frente al sentido común, Revista de Libros, 15febrer/15marzo

1. Según confirman diversos experimentos, los economistas desarrollan a lo largo de sus estudios una mayor disposición a mentir. Véase Raúl López-Pérez y Eli Spiegelman, «Do Economists Lie More?», Economic Analysis Working Paper Series, Working Paper 4/2012, Universidad Autónoma de Madrid, 2 de enero de 2012.
2. La lista no es un conjunto vacío, si hacemos caso al estudio de Dirk J. Bezemer sobre los economistas que realizaron predicciones correctas que cumplieran varios requisitos: debían hablar de la burbuja inmobiliaria y también de sus consecuencias, con explicaciones, publicadas en un medio público y precisar fecha. Véase «No One Saw This Coming», MPRA Paper núm. 15892, Universidad de Múnich, 16 de junio de 2009.
3. «A load of old rubbish?», The Economist, 27 de noviembre de 2010.
4. Philip E. Tetlock, Expert Political Judgment. How Good Is It? How Can We Know? Princeton, Princeton University Press, 2005.
5. Para ir tirando, para cazar, pescar y huir de los peligros, nos sobra con la Física aristotélica. Una teoría falsa, pero no inútil. La selección natural no maximiza la verdad, sino la eficacia reproductiva. Por eso mismo, muchas creencias falsas han acabado instaladas en nuestro cableado mental o, más modestamente, en nuestro lenguaje cotidiano. Eran falsas, pero resultaban funcionales. Cuando lo que importa es lanzar una flecha para cazar una presa, en la sabana sirve de poco una teoría sobre espacios de más de tres dimensiones o sobre el comportamiento del mundo subatómico. Allí nos bastaba con «teorías» infinitamente más rústicas pero convenientemente simples.
6. Nuestras teorías nos permiten escapar a él, escapar a biografías inscritas en nuestro aparato neurosensorial, sedimentadas a lo largo de cientos de miles de años. El buen conocimiento se aleja entonces de lo que parece «evidente».
7. Frase que viene precedida de otra menos recordada: «Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto si resultan acertadas como si no, son mucho más influyentes de lo que se piensa. En realidad, el mundo es gobernado por poco más que eso», The General Theory of Employment, Interest, and Money, Zúrich, ISN/ETH, p. 190.
8. Desde la mano invisible de Adam Smith («intereses privados, benefícios colectivos»), la Economía es la ciencia social que más casos de efectos perversos ha inventariado (por citar algunos casos clásicos: Marx y su caída tendencia tasa de ganancia, Keynes/Kalecki y su paradoja del ahorro, Harrod/Domar y el filo de la navaja del crecimiento). De todos modos, fue un sociólogo quién mejor preciso la idea: Robert K. Merton, «The Unanticipated Consequences of Purposive Social Action», American Sociological Review, vol. 1, núm. 6 (diciembre de 1936), pp. 894-904.
9. Sucede en el plano de los fundamentos, en buena parte de sus supuestos, de discutible realismo y en el de sus recomendaciones, en las «soluciones» que recomienda. Una buena sistematización se encuentra en Steve Keen, Debunking Economics: The Naked Emperor Dethroned?, Londres, Zed Books, 2011.
10. En ese desajuste y en una confianza exagerada en la teoría económica se basa una de las críticas a la democracia que más circulan en estos días: Bryan Caplan, The Myth of the Rational Voter: Why Democracies Choose Bad Policies, Princeton, Princeton University Press, 2007.
11. Para una ordenada y divulgativa exposición de la abundantísima producción que lo confirma, véase Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, trad. de Joaquín Chamorro, Barcelona, Debate, 2012.
12. Desde el clásico trabajo inaugural de G. E. Moore de 1925, «A Defence of Common Sense», incluido en Philosophical Papers, Londres, George, Allen & Unwin, 1959.
13. La lista procede de un experimento de Jonathan Haidt que mostraba que, aunque a todos les parecían mal estas cosas, no eran capaces de justificar su disgusto: «The emotional dog and its rational tail: A social intuitionist approach to moral judgment», Psychological Review, vol. 108, núm. 4 (2001), pp. 814-834.

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