Tolerància sense límits?
Aurelio Arteta |
La falsa tolerancia se muestra como en ningún otro en ese manido
tópico cargado de excelente conciencia y aceptado como signo de amistoso
talante: a saber, que todas las opiniones son respetables. Seguramente
no hay lugar común que mejor condense el antiintelectualismo, el
relativismo y, en resumidas cuentas, el nihilismo contemporáneo. Ni
expediente más útil para quedar inermes frente a la sinrazón de los
ignorantes o el fanatismo de los totalitarios.
1. Pues, además del que siempre debemos a su sujeto, el respeto
previo que las opiniones requieren es su libre contraste, por si de él
brota un saber más universal y mejor fundado. Sería ya pasmosa la
incoherencia de una máxima que, en su mismo enunciado y al admitir lo
respetable de la proposición contraria, proclama a un tiempo su propia
falsedad y, con ella, su falta de respetabilidad. Si alguien opina que
la máxima de respetar todas las opiniones no es ella misma respetable,
su opinión es a la vez respetable desde esa máxima ajena y despreciable
desde su propia máxima. Con todas las reservas con que se quiera
trasladarlo al mundo de la conducta práctica, ¿es que aquí no tiene
cabida el principio de no contradicción?
Tal vez quiera decirse sólo que lo que hay que respetar es
simplemente la expresión de esas opiniones o, mejor, su derecho a
hacerlas públicas. Pero lo habitual es saltar de un brinco desde el
derecho cierto a la libertad de opinión y a expresarla... al dudoso
valor de esa opinión y al derecho nada obvio de que se respete lo
expresado. Se hacen, pues, necesarias varias precisiones. La primera es
que el derecho incuestionable a decir no arrastra la presunción de que
lo dicho vaya a misa. La segunda es que la libertad de expresión tiene
como frontera irrebasable la salvaguarda de las demás libertades
ciudadanas. La tercera, que este derecho legal a emitir opiniones
-cuando tratan de la cosa pública- entraña al menos el deber moral
correlativo de exponerlas a la pública discusión. En suma, lo contrario
del propósito apenas disimulado en ese “todo vale”, que busca más bien
igualar de un plumazo el muy desigual valor de las opiniones en liza y
eludir así su contraste.
2. ¿Me admitirá, señor mío, que nadie sensato se expresa tan sólo por
darle gusto a su libertad, sino porque pretende comunicar algo útil,
cuando no en ocasiones algo incluso dotado de cierta verdad, belleza o
justicia? Pruebe entonces a distinguir entre la libertad de expresar,
que todos mutuamente nos concedemos, y la calidad de lo expresado, que
sólo aplaudimos en muy pocos. Comprenderá enseguida que una cosa es
gozar de una facultad o de un permiso, y otra bien diferente el valor
(utilitario, teórico, estético, moral) de lo que hagamos con esa
facultad y gracias a aquel permiso. Pero hace ya algún tiempo que el
lenguaje coloquial dice que una opinión es válida, o que puede emitirse,
para decir que es valiosa, o que contiene valor.
Aventuro también que miraremos con sospecha a quien se parapete en su
libertad para librarse de debates indeseados. ¿O aprobaríamos al
profesor que se escudara en la libertad de cátedra para vetar toda
crítica de su desempeño docente? En definitiva, junto al derecho a
mantener nuestras opiniones frente a la censura o la sinrazón, ¿habrá de
figurar con el mismo rango el “derecho” a escaparse de la razón o a
empecinarse contra toda razón? Tendría gracia haber ganado la libertad
de pensar en voz alta para no ejercerla, o sea, para concluir que
cualesquiera pensamientos valen lo mismo y negarse a medirlos en
público.
De ahí que el derecho legal de los sujetos a su libre expresión habrá
de venir con el deber político y moral de esclarecer lo mejor posible
sus opiniones. Cuando se descuida este deber, se expresan muchas
tonterías. Que en la vida pública gocemos de pluralismo (o sea, del
derecho de lo diverso a ser y manifestarse) y que en virtud de ese
pluralismo tengamos derecho a disentir de otros y de esta o aquella
norma pública, es un principio capital para la vida democrática; pero
que cualquier disensión merezca ser respetada por el resto de ciudadanos
acabaría pronto con un régimen democrático. Las democráticas son
instituciones criticables, pues claro, pero habrán de criticarse con
razones consistentes. De igual manera el oyente, lector o interlocutor
de aquellas opiniones no sólo gozan del derecho legal a cuestionar lo
contemplado, leído o escuchado; a menudo tienen también la obligación
moral y política de hacerlo. Algo sustancial fallaría como aquellos
derechos legales no fueran a una con estas disposiciones morales. ¿O
será de nuevo esta mía una opinión tan legítima y respetable como su
contraria?
3. Mencionemos sólo algunos fenómenos que emanan del aireado respeto
que merecen todas las opiniones. No sería el menor la renuncia a la
verdad práctica, vale decir, a la búsqueda de la opinión mejor fundada.
Una vez supuesto que de la opinión sólo cuenta el derecho a emitirla, ya
no hay que contraponer unas a otras para medir su coherencia lógica o
sustento argumental, sino yuxtaponer unas al lado de otras. Instaladas
en el reino de la arbitrariedad, las opiniones tienden a convertirse en
obstinaciones. Atacar cualquier pronunciamiento corre el riesgo de
tomarse como una ofensa hacia quien la mantiene, como una vulneración de
sus derechos. Rige, en fin, un decálogo de la opinión cuyos primeros
mandamientos ordenan que todo lo moral o político es opinable y que de
ello no cabe más que opinión; que cada cual puede sin más dar la suya y
que todas las opiniones valen aproximadamente lo mismo.
No habrá de extrañar que, si cada opinión es respetable, no se avance
un palmo en el acercamiento entre las posiciones distantes, porque
tampoco es lo que se pretende. Ni la libertad de expresión ni la
tolerancia se invocan para lo que estaban previstas. Ya no sirven para
precaverse de toda intromisión indebida a la hora de hacer públicos los
propios pareceres, sino para prohibir o tachar de indebida cualquier
intervención pública que ponga nuestro parecer en un aprieto. Se vocean
como una libertad para aislarnos del otro, no para comunicarnos con él.
Se emplean como salvaguarda de una opinión que solicita a lo más ser
leída o escuchada, pero no tomada en serio. La antiilustrada cultura de
masas no pide que nos atrevamos a saber, sino que nos atrevamos a opinar
hasta de lo que no sabemos...
Al margen de una notoria pereza, semejante lenguaje trasluce un
menosprecio apenas disimulado hacia las opiniones en general. Si se
proclama que todas valen por igual, tanto las unas como sus opuestas,
entonces se viene a sentar la tesis de que ninguna vale en realidad
nada. Hannah Arendt ya supo ver que, “con el pretexto de que todo el
mundo tiene derecho a tener su propia opinión”, el ciudadano medio cree
que “el relativismo nihilista es la esencia de la democracia”.
Así lo revela, por ejemplo, el habitual ésa será tu opinión, es
decir, tan aceptable como la de cualquier otro, o el conocido dictamen
de que es una opinión muy discutible..., emitido justamente con
intención de no discutirla. No es aventurado suponer que semejante
desdén hacia las opiniones ajenas provenga de algún barrunto de la
debilidad de las propias. Ni tampoco es impensable que esté latiendo por
ahí debajo una especie de contrato perverso, en virtud del cual estamos
dispuestos a tolerar cualquier parecer no ya por consideración al otro
(y menos aún a sus opiniones), sino a fin de asegurarnos su recíproco
consentimiento para nuestras propias ocurrencias. O, más fácil todavía,
que ese desprecio general de las opiniones revele la pura indiferencia
hacia ellas. Chesterton la conocía como el fanatismo de los
indiferentes, que definió como “la furia de los hombres que no tienen
opiniones. Es la resistencia que opone a las ideas definidas esa vaga
masa de gente cuyas ideas son excesivamente indefinidas (...), las
personas a quienes les daba igual”
Aurelio Arteta, Todas las opiniones son respetables, fronteraD, 16/09/2011
Comentaris