Mai viure lluny de les Muses!
Se oye con frecuencia que la cultura moderna, tan maligna ella siempre, ha escamoteado la muerte del primer plano y que este hurto ha ocasionado graves calamidades morales a nuestra gente. Mi percepción, por el contrario, es que la muerte está ahora más presente que nunca a través de películas, noticieros, fotografías, periódicos o videojuegos. Asesinatos múltiples, catástrofes naturales, accidentes mortales y cadáveres por doquier, a escala industrial, han acostumbrado nuestra retina al tétrico espectáculo.
Lo que de verdad se esconde no es la muerte sino la mortalidad. La
diferencia entre una y otra proviene de que la muerte es un hecho
meramente biológico, bastante vulgar por cierto, previsible, repetitivo y
común a todos los vivientes, insectos y plantas incluidos, mientras que
la mortalidad constituye un privilegio moral específico de los hombres,
entidades autoconscientes a quienes les es dado conocer y aceptar su
condición mortal y así apropiarse positivamente de la finitud de su
vida. Porque la mortalidad pertenece a la vida, no a la muerte. Dijo el
Sócrates del Fedón que filosofar es prepararse para morir y, por mi
parte, admito que durante algún tiempo me persuadí de que pensar en la
muerte era, como dice Platón en otro lugar, “sostenerle la mirada a lo
divino”, ponerte en conexión con lo esencial. Pero no: la meditación
sobre la muerte no te proporciona un conocimiento suplementario ni, por
prestarle tu atención, ahuyentas un solo segundo el desenlace fatal.
Estoy de acuerdo con Spinoza cuando en su Ética asevera: “Un hombre
libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una
meditación de la muerte sino de la vida”. De hecho, si tuviéramos en
mente la muerte a todas horas, como nos exhortan algunos moralistas,
este mundo resultaría invivible, aplastado por la abrumadora seriedad de
nuestro destino funerario. Por eso parece preferible practicar esa
frivolidad metafísica que recomienda Scheler para neutralizar el
pensamiento aniquilador y así desdramatizar voluntariamente la
inexorable injusticia estructural del mundo —torva y siniestra—
rociándola con una lluvia de liviandad con la que abrir espacio en
nuestra existencia a la alegría, la emoción y la esperanza.
Aceptar la limitación consustancial a nuestra finitud nos
predispone para asumir los otros límites —cívicos, éticos, sociales,
profesionales, jurídicos— que moldean nuestro yo, el cual corre siempre
en busca de una forma individual que lo defina. Ser hombre es elegir la
forma de tu autolimitación. Pero, como dice Simmel, la vida es forma
pero también trascendencia de esa forma. La vida es medida, proporción,
simetría pero también es desmedida, desproporción, exceso. La ciudad,
con sus calles y aceras, es el símbolo de la urbanización a la que
debemos someter nuestro corazón para que la convivencia sea posible;
pero esa domesticación pública de lo salvaje residente en nosotros ni
puede ni debe apagar el eros íntimo que nos hace anhelar lo
ilimitadamente grande, oscuramente presentido. En una ocasión, Rousseau
le preguntó por carta al rey de Prusia: “Sondad bien vuestro corazón,
¡oh, Federico! ¿Podréis decidiros a morir sin haber sido el más grande
de los hombres?”. A la vez que nos educamos para la mesura —“nada en
exceso” se leía en el frontispicio del templo de Delfos— haríamos bien
en retener una ingenua capacidad de “entusiasmo”, esto es, literalmente,
de dejarnos poseer por el dios del delirio colectivo y el frenesí, de
nombre Dioniso. Sus seguidoras, las bacantes, corren desenfrenadamente
por los bosques, danzan con loco desvarío y, excitadas por la música de
timbales y castañuelas, gritan “¡Evohé!”, una exclamación festiva de
júbilo por la ebriedad de vivir. Sabio será quien sepa administrar sus
expectativas en la vida para combinar la moderación, que es el tenor
general de nuestra línea de conducta, con el éxtasis producido por ese
sentimiento de ilimitado poderío que a veces nos acomete sin razón
aparente y ante el que solo cabe abandonarse y bailar, cantar y chillar.
¡Evohé, evohé y evohé! Bajtin, en su libro sobre Rabelais, alude a esas
fiestas grotescas medievales donde se representa a la muerte
embarazada. En esos momentos de intensidad emocional extrema no te
importaría morir porque adivinas que hasta la muerte resultaría preñada
por la penetración de tu sentimiento vital en expansión. Y quien
pretenda ignorar en su corazón el imperio del dios de evohé, lo paga muy
caro, como Penteo, el héroe de las Bacantes, tragedia póstuma de
Eurípides. Cadmo y Tiresias, más veteranos y prudentes, sí consienten en
venerar al nuevo dios oriental de largas melenas, nívea piel y sonrisa
irónica, y en su honor, como manda el ritual, se cubren con piel de
corzo, empuñan la vara del tirso y se ciñen la corona de yedra; en
cambio, Penteo, tirano de Tebas, racional y engreído, niega en su ciudad
el culto a Dioniso por juzgarlo forastero, extraño a las costumbres
ilustradas de su pueblo, y tras sufrir un súbito cambio de personalidad
bajo el sortilegio del dios, terminó descuartizado a manos de su propia
madre, presa de furia destructiva.
De lo que aconteció a Penteo extraemos la lección de que el severo
ethos característico del hombre civilizado ha de convivir de alguna
manera con el eros jovial que en nuestro pecho nunca deja de murmurar su
canción, porque, de lo contrario, la pulsión erótica reprimida se
vengará de esta coacción con mano airada. Registró en su autobiografía
Windham Lewis, pintor vorticista, el siguiente lema: “Nunca nos
permitamos vivir con amusia”, es decir, ni un solo día sin la compañía
de las seductoras Musas. Y así hasta la misma ancianidad, como Eurípides
hace decir al coro de Heracles: “Jamás vivir lejos de las Musas, estar
siempre en el brillo de sus guirnaldas. También el poeta, no obstante su
vejez, ensayó un pensamiento divino”.
Lo sé, lo sé muy bien: lo anterior suena a declaración de amor a
la vida y nada más ridículo y ridiculizable que una persona enamorada.
Pese a todo, la mantengo, mientras Dioniso me asista.
Javier Gomá Lanzón, ¡Evohé!, Babelia. El País, 23/02/2013
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