La Universitat i la ideologia de l'excel.lència.
Muchos pueden celebrar por fin el cumplimiento de un antiguo deseo:
la universidad ya no es una anacrónica rareza ni un cuerpo extraño
infiltrado en el tejido social, sino lo que toda mente constructiva y
acompasada con los tiempos ha querido desde siempre, a saber, un genuino
reflejo de la sociedad. Parecía una utopía y se ha vuelto lo
más real de este mundo: por fin universidad y sociedad van de la mano y
comparten lo fundamental. Es cierto que lo compartido es la ruina, pero
siempre será mejor algo que nada y, además, no está escrito que la
miseria vaya a tener que lamentarse en toda ocasión: de sobra se sabe
que la prosperidad genera molicie y hace olvidar la urgencia de poner al
día instituciones manifiestamente inadaptadas.
La quiebra económica de la universidad pública se ha llevado casi
todo por delante y adelgazará la institución hasta reducirla a las
dimensiones eficaces y funcionales que desde hace tanto tiempo se han
preconizado, pero la primera víctima del huracán ha sido ese sonrojante
discurso montado en torno al término “excelencia” que, de no haberse
desatado el ciclón, seguiría siendo la palabra más empleada por los
gestores universitarios y los aspirantes a serlo. Aunque todo esto, como
tantas otras cosas, se haya vuelto de la noche a la mañana una
antigualla francamente remota, conviene recordar que estamos hablando de
ayer mismo. “Excelencia” era, en efecto, el término más repetido por
los hablantes de un newspeak que en muchas universidades había
llegado a constituir el único lenguaje en uso. Contrariamente a las
reglas de empleo de la palabra “excelente” (que sirve para alabar a
personas o cosas a las que se admira o a las que se finge admirar), en
la neolengua de la burocracia académica “excelencia” se usaba, más bien,
como un atributo de la institución a que el hablante pertenecía, o de
la que era rector o gestor. En cualquier ambiente saludable, el que
alguien se califique a sí mismo de excelente será motivo de censura y
hasta de burla, pero el clima universitario español de la última década
había llegado a volverse francamente insalubre, y la adulación a las
diversas instancias gestoras y evaluadoras exigía hablar su lenguaje
como si ya no quedara otro.
La burbuja de la excelencia crecía sin que apenas nadie temiera
su estallido. Las nuevas universidades públicas (y, poco a poco,
también las menos nuevas) imitaban a las privadas en todo lo imitable y
el fin último de la vida universitaria era converger con la empresa,
haciendo de la enseñanza superior una actividad económicamente
competitiva, orientada a formar los profesionales demandados por el
mercado, y a hacerlo con toda la flexibilidad exigida por éste (a veces
con un delicado complemento de confitería humanística). Por suerte o por
desgracia, los dineros que habrían hecho falta para el desmantelamiento
de la universidad pública designado como plan Bolonia no
llegaron nunca, pero el plan en cuestión, de haberse llevado a cabo,
habría dado de sí algo muy parecido a lo que la llamada crisis se ha
encargado de producir por su cuenta. No volverán, parece, los tiempos en
que el erario público sostenía a legiones de matemáticos, filólogos,
teóricos sociales, físicos o historiadores entregados a sus propias
tareas y sin preocupación ninguna por la rentabilidad de sus resultados.
Sobrevivirá quien se adapte a la realidad, y punto, como siempre
debería haber sido. La universidad tendrá que ser más pequeña y, sobre
todo, deberá estar gobernada por representantes del mundo de la empresa,
en lo cual, visto lo visto, quizá no vaya a haber muchas diferencias
con la situación presente. Mientras tanto, habrá que despedir a unos
millares de profesores, si bien tampoco hay que dejarse engañar en este
asunto por las lágrimas de cocodrilo que a menudo vemos derramarse: la
flexibilidad contractual fue desde muy antiguo todo un ideal de los
sectores universitarios más innovadores, incluidos los exquisitamente
progresistas. Como en tantas otras cosas, la crisis viene aquí muy bien,
aunque convenga en algunos momentos y compañías disimular la
satisfacción.
El hecho decisivo se silencia con el mayor pudor: la burguesía
española posee un desinterés congénito por todo lo que sean estudios sin
aprovechamiento económico o ideológico contante y sonante. Esto, que es
antiquísimo, no ha variado en los últimos tiempos y no amenaza con
volverse del revés. Lo único nuevo que ocurrió a partir de cierto
momento fue que a los empresarios se les dio toda clase de facilidades
para montar pequeños negocios (o no tan pequeños) en la universidad, a
medias con profesores dinámicos, ávidos de ingresos extra. Creer que el
capital privado puede sostener la universidad española se funda, en el
mejor de los casos, en una ignorancia completa de lo que aquí es el
capital privado y de lo que en cualquier sitio debe ser la universidad.
Pero la ignorancia no es ningún estorbo para el éxito ideológico, y
entre nosotros la ideología de la excelencia llegó a imponerse con
rapidez como un signo ineluctable de los tiempos.
Semejante cuerpo de doctrina no habría triunfado, por cierto, sin la
decisiva aportación de ese inconfundible atavismo modernizante (tan
rancio como castizo) típico del patriciado intelectual del país. Ya se
sabe que un poco de progresismo contestatario en la juventud es la mejor
formación para el mandarín tecnócrata, feliz por haber comprendido con
los años que debajo del asfalto no estaba la playa, sino el parque
empresarial. Reclamar que la Universidad sea socialmente
rentable es el primer paso para desprenderse del adverbio de modo y
conservar el resto de la frase, una tarea que en los últimos años se ha
ejecutado con toda diligencia. La burbuja de la universidad excelente ha
estallado por fin, y lo que queda son los vicios que crecieron en la
época del autoengaño: el desprecio del conocimiento puro y
desinteresado, el amaneramiento de las ideas, la compulsión viajera y
grafómana, la seducción por el lenguaje empresarial y la sumisión a la
burocracia, aunque todo eso sin dinero y ya sin muchas ganas, a
semejanza de quien ni siquiera llegó a nuevo rico y se quedó a medio
camino, obligado a combinar grotescamente la poca ropa ostentosa que le
dio tiempo a comprarse con la de su viejo armario menestral, ya raída
del todo.
Es natural que, en tiempos de tribulación, las buenas gentes se
pregunten “qué opinan los intelectuales”, “cuál es el parecer del mundo
de la cultura” o cosas por el estilo, y debería llamar la atención (de
hecho, no la llama en absoluto) que nadie se preocupe por saber, como
antes ocurría tópicamente, “qué piensa la universidad”. Ha de
reconocerse que tal desinterés social está más que justificado. Porque,
en el ámbito del pensamiento y de las ciencias humanas y sociales, la
burbuja universitaria fue, antes que nada, una formidable hinchazón de
inanidad intelectual. Cualquier ocupación que no fuese cultivar la
ortodoxia académica vigente en cada disciplina y entregarse a la
escolástica (por lo común estadounidense) que en cada redil imperase era
del todo ineficaz para hacer méritos en la universidad de la burbuja.
Lo milagroso ha sido la pugnaz resistencia de muchos universitarios cuya
conducta no formaba parte del guion y que, si sobreviven al huracán, lo
harán de manera casi heroica. El futuro intelectual de la universidad
no está en manos de quienes la gestionaron en los buenos tiempos, sino
de quienes se esforzaron entonces en nadar a contracorriente. La burbuja
de la universidad de la excelencia no dejará tras de sí ninguna huella
intelectual memorable. Pero queda por ver si el malestar por su
infatuación produce los frutos de lucidez que las circunstancias
presentes reclaman. De lo contrario se repetirá lo que en tantas épocas
ha ocurrido: que el pensamiento, la crítica y la reflexión serán
fenómenos inequívocamente extrauniversitarios.
Antonio Valdecantos, La burbuja universitaria, El País, 16/02/2013
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