Ignacio Castro Rey: "El missatge és la por".

Ignacio Castro Rey


Insignificancias es el nombre de un programa de radio de elestadomental.com, la segunda entrega radiofónica de la anterior revista en papel con el mismo nombre. Las cuatro primeras sesiones ya están en antena; faltan cuatro más por grabar, además de estas doce. Uno intenta en tales asaltos aproximarse al espectro real que nos asusta, esa llaneza mortal para la cual parece que estemos cada día menos preparados. Desde un suelo afirmativo se ensaya destripar el integrismo político que nos protege mientras nos mata lentamente. Nuestra creencia económica, realizando la metafísica de la separación, es una forma de morir a plazos. Al estilo de la cultura del progreso, de nuestro arresto domiciliario en el mañana. ¿Es esto menos cruel que otros regímenes históricos? Ustedes tienen la palabra.

Extinción de la especie. El sistema se pasa el día asustándonos con peligros que se acercan: el paro, el cáncer, las alergias, los musulmanes, el fin del mundo. El problema es otro, la angustia sorda que produce la desaparición de la vida. Todas las tecnologías online han acelerado, y a la vez compensan, el silencio de la presencia real. Se trata de un mutismo de la especie, in situ, que produce un poco de espanto. Tanto si eres profesor, conferenciante, o simplemente un ser humano interesado por el prójimo, la crisis del encuentro es desconcertante. Ahora reina en la cercanía un silencio extraño. Hemos buscado que lo espectacular nos salve del riesgo anónimo de vivir y la consecuencia (en el metro, en las aulas, en la calle) es la del ensimismamiento, una humanidad ocupada y vaciada por la comunicación, por la dialéctica entre aislamiento e interactividad. Todo en mundo aparece encriptado en su narcisismo. Y este “arresto domiciliario” de las mentes y los afectos, que es causa de la ansiedad por el espectáculo de la conexión, aumenta a su vez la dependencias de las tecnologías. Así como estimula el deseo de animales de compañía. Las mascotas prolongan el retiro, la seguridad de una vida gobernada por los dígitos y la economía, con un simulacro de sangre caliente que juega con nosotros y despierta nuestros dormidos afectos.

Esta dulce violencia. Casi médicamente, necesitamos que algo nos detenga, recuperar una tecnología existencial que nos permita dialogar con los espectros de la parada. En este aspecto, es inevitable el carácter traumático, aunque no espectacular, de la obra de arte, al margen de esa depresión consensuada llamada cultura. Frente al tedio infinito de la normalización el arte (a pesar del mecanismo comercial que quiere domesticarlo) aún nos proporciona de vez en cuando alguna sorpresa, alguna “vacuola de no comunicación” desde la que volver a sentir y pensar algo no consensuado, no sometido a la cárcel de la circulación social. Se trata de un “accidente” sensitivo que impacta directamente en nuestro sistema nervioso, ahorrándonos la pesadez de otra información que aguantar. John Cage, en esta línea, llegó a definir la música como la tarea de “escuchar el sonido del mundo antes de que cuaje en código”, en signo que circula. Pensando en la cada día más difícil obra de arte, en la operación poética de la forma, Baudrillard llega a decir: “Todo lo malo que le pase a la cultura me parece bien”.

Elogio del miedo. Todos sentimos que debemos apartarnos de quien no tiene miedo, pues éste expresa la conciencia de los límites. Si antes había lugares privilegiados del miedo (la noche, la cueva, el bosque, la casa vacía), ahora el “miedo al miedo”, la pérdida generalizada de una tecnología vital para los límites, ha convertido la entera vida cotidiana, esta realidad subtitulada de alta definición, en la planicie del miedo. Fijémonos que, en medio de nuestra religión de la circulación, el género de terror siempre comienza con una detención: del coche (Psicosis), de la televisión (Poltergeist), de las comunicaciones (Funny games). El prójimo, los insectos, los pájaros, el clima, el Islam, el cuerpo: todo lo durmiente, lo que no se expresan espectacularmente, es motivo de miedo. Por eso oscilamos día a día entre la cura del miedo que ejercen los medios, convirtiendo la angustia sin rostro en el perfil de un miedo localizado que se acerca (“El mensaje es el miedo”, se podría decir) y los ataques de pánico que nos sobrepasan. El pánico es el efecto colateral del miedo al miedo, de la pérdida de un pasillo de contacto con lo que nos asusta. Es necesario fisiológicamente volver a abrir vías de contacto con el miedo, sobre todo para que nos libremos de la infinita cadena de miedos inducidos. Y de los ataques de pánico, que producen tantos dividendos… y tantas víctimas.

Abajo la monarquía sexual. El amor físico es una vieja historia que llenaba las paredes de las cuevas. Penetrar, ser penetrado; poseer, ser poseído; conocer y ser conocido. Traspasar los límites individuales a través del afecto y la descendencia. Y además los secretos de alcoba: ¿qué espionaje no incluye la intimidad sexual para hacerse con algunos secretos? No es extraño que la humanidad haya enloquecido con esta cuestión. Desde hace medio siglo, sin embargo, tal campo de pruebas ha conocido un viraje. Hemos pasado de la prohibición a la obligación, de manera que pareces un perdedor y un marginal si eres casto. La explicación de este giro en el orden social parece estar en la necesidad de desarraigo, de perder la relación con el fondo sombrío de toda identidad. La obligación de dejar atrás los espectros de lo real, por nuestro puritanismo de las luces y la conexión, ha convertido a la sexualidad en la “tecnología del yo” por excelencia. Tenemos el sexo, base del espectáculo social, para suplir el silencio de una vida sin vínculos. Los contactos se multiplican conforme crece la soledad de la gente y la lejanía de todo lo que se llamaba comunidad. De ahí que mandato sexual, consumando el imperativo de transparencia, prometa una intimidad sin compromisos ni implicación afectiva. No es extraño que esta mojigatería del contacto, llevando el espectáculo al cuerpo, produzca el delirio de una cultura que ha perdido las raíces de la comunidad, una buena relación con la noche.

El mito de la libertad. Como lo nuestro es la huida, la elevación, la separación, mantenemos una pésima relación con lo no elegido. Y sin embargo, lo no elegido es la base: no he elegido nacer, ni este nombre, ni mi rostro, ni mi tono de voz, ni mis accidentes pasados… todo aquello que forma parte indisoluble de mí. Según una sabiduría popular que no parece desdeñable, un hombre debe estar algún día a “la altura” de su rostro, su cuerpo. Pero nuestro sueño, como el del rascacielos, es progresar, elevar una velocidad de escape con respecto al suelo, que se deja para el mundo de la pobreza. Entendemos así la libertad como una elección continua que nos libra de la fatalidad de lo natal, de la vida elemental de los seres mortales. Es la libertad que comienza por el desarraigo, por la mutilación de acoplarse a tal o cual modelo. Se trata solamente de una forma sofisticada de la vieja heteronomía, una servidumbre voluntaria que promete librarnos del peso individual de vivir. Elegimos en un panel servido por otros en vez de crear, de escuchar lo que gravita en nuestras vidas (mi origen, mi acento, este cuerpo) y darle a esa “fatalidad” un sentido. Sólo una cabeza que regresa a lo que ha ocurrido consigue la libertad de reconciliarse con la existencia, de querer la contingencia irremediable que nos ha formado.

El comité invisible. Quiero hablar ahora de una escritura magnética y desconcertante que lleva años esperando. El medio anónimo Tiqqun, y su prolongación en el Comité invisible, ha logrado tal vez la mejor literatura política de las últimas décadas. Lo cual no quiere decir que sepamos siempre qué hacer con ella. A decir verdad, sus frases lapidarias nos cristalizan. A partir de eso, por lo pronto, podemos percibir el mundo de otra manera. Ellos mantienen una combinación tan explosiva de furia histórica y beatitud filosófica, hacia cualquier forma de vida, que los convierte para lo político en algo parecido a lo que es Simone Weil en lo religioso: una posibilidad insólita de resurrección desde las cenizas. Señalaría cuatro rasgos iniciales que los confirman como una anomalía fructífera en nuestra aldea global. Un pensamiento que nace desde y para una comunidad anónima en la que las voces y las manos se afinan unas a otras. Sin tal comunidad, y sin un pensamiento que es en sí mismo praxis (intercambio, escucha, activismo social, carpintería, agricultura) sería inconcebible la tensión de esta escritura. Esto está vinculado con la percepción de un absoluto que es local y en el que todo se juega aquí, ahora. Una estrategia pues de infiltración en el plexo imperial que nos envuelve. No sólo oposición, sino el camuflaje que ayude a un colapso interior: un poco como en las artes marciales donde se aprovecha la energía del contrario. No hay allende al que fugarse, sólo nos quedadesertar al interior de las situaciones”. De tal infiltración proviene la infinidad de detalles alucinógenos sobre nuestra neutralización diaria. Mil atentados sin cita, pues beben en la misma fuente de aquellos visionarios para los que el afuera había pasado adentro. Tiqqun milita primeramente en una constante percepción de nuestro integrismo. A partir de ahí algo distinto es posible, por eso los poderes de turno tomaron enseguida medidas.

Dime cómo te paras. Al final, decía el venerable Lacan, “la religión siempre triunfa”, incluso a través de causas laicas que unan al rebaño. Hablo de un inevitable mandato social protector, con sus herejes, sus buenos y sus malos, lo que hay que decir y lo que hay que callar. Conforme avanzó el siglo XX, la religión triunfante es la del movimiento, la del reemplazo sin fin. Hemos perdido la fórmula para detenernos, para pararnos y escuchar una sola escena: algo irrepetible y mortal, que descanse en su enigma, sin canales alternativos. Esto nos causa pavor: sin tecnologías de control y distancia, lo real es la madre del miedo, el demonio de la época. Pararse (por ejemplo, el fumar) nos libra de la cobertura, nos sitúa al margen de la circulación donde nada pesa. Sin detenerse es imposible percibir nada, vivir o pensar algo nuevo. De hecho, sólo en los viajes, en las crisis, durante los fines de semana o en los escasos tiempos muertos conseguimos captar algo propio, fuera del despotismo informativo. Pero como le tenemos pánico a la soledad y la marginación, debido también a que nunca ha sido tan fácil como ahora ser “libres” (basta con desconectar, retirarse unas horas, dejar de actuar, de participar), por eso estamos todo el día tan “ocupados”. Ser libres exige tragarse el silencio de vivir, y eso es exactamente lo que nos da terror.

Imágenes sin imagen. Una buena fotografía se borra como “imagen”, sólo dejar-ser una posibilidad real. Sin embargo, la imagen genérica (casi siempre subtitulada) es el líquido amniótico que nos preserva del exterior. Existen así dos tipos de imágenes. De un lado, remitiéndose unas a otras, las que aparecen “colgadas” en la cronología masiva, en la cinta trasportadora del comentario social ininterrumpido. Este tipo de imagen, habitual en la publicidad, conjura el exterior real, el aura de la posible aparición de un objeto… que pondría en suspenso el estúpido narcisismo que nos protege. De otro lado, existen todavía algunas imágenes que nos detienen, que nos dejan a solas con una escena profundamente ambigua. Lejos de funcionar insertas en el tiempo lineal, estas raras imágenes existen más bien acumulando el tiempo dentro, temblando con una forma de lo irrepetible. Fuera de la ideología de la seguridad, esta “guerra preventiva” compartida a derecha e izquierda, tales imágenes nos curan con una forma del mal, con un rostro de lo irremediable. Nos permiten así la eternidad que coexiste con la más breve duración. Con una faz de lo que no tiene imagen, ese horror tan humano al Afuera, vencen la muerte a través de la muerte. Amando lo mortal, consiguen que no regrese como letal.

El mensaje es el miedo. ¿El medio? Sí, pero la mediación continua sirve al miedo. La palabra mágica “cobertura” nombra nuestra constante elección de lo secundario (Steiner) frente a lo primario. ¿A qué sirve en realidad un gigantesco medio periodístico que hoy detenta algo más que el “cuarto poder”? Trastocando de manera perversa la relación entre la excepción y la regla, eligiendo sistemáticamente lo sensacional como noticia, el poder informativo inyecta básicamente sociodependencia. Ante la “complejidad” servida en titulares, a domicilio, nos sentimos inermes, dependientes de los nuevos sacerdotes. Vivimos una realidad subtitulada, una perpetua visita guiada: “Permanezcan atentos a la pantalla”. Además, ese constante tráfico de desgracias que es la información blanquea nuestras vidas, pues al término de tal cadena de desastres casi nos va bien. De manera que podemos volver al trabajo y ser buenos ciudadanos. Lo decía hace setenta años Adorno: el poder del cotilleo y el entretenimiento se basa blindar el ocio para que en él no se cuele nada que perturbe el orden productivo. El resultado es este adorable arresto domiciliario en el mañana, a la espera de la siguiente emisión o de la próxima entrega de la serie de moda. Berger y Bourdieu, García Calvo y Ferlosio, se han explayado sobre esta nueva tiranía. Con un resultado nulo, hay que decirlo: la religión es la religión. ¿Resultado? Ascenso exponencial de las conexiones, caída en picado de las decisiones.

¿Por qué necesitamos víctimas? Good news, no news. Lo que ocurre un día cualquiera, en una calle cualquiera, es imperceptible para el “gran angular” informativo. Necesitamos lo sensacional: nos pasamos el día repasando los horrores de ayer y de hoy. La estrella de este mecanismo espectacular es el Genocidio cometido por los nazis. Pero tal dispositivo, aparentemente humanitario y solidario, es perverso: tiene básicamente la función de entretenernos, de impedir que en nuestro “tiempo libre” (¿cuál?) se cuele algo no codificado. Sobre todo, el poder informativo tiene la función de blanquear nuestro malestar, exorcizar el mal y colocarlo fuera: después del repaso de horrores diarios, nuestra muerte-en-vida, esta miserable esclavitud que impone la normalización económica, parece más presentable, más humana, más inevitable. El Holocausto y África son, en este sentido, nuestro “antipiso-muestra”. La imagen de la víctima, mostrando que el exterior a nuestro mundo es horrendo, tiene una función vampírica, pues de ella extraemos la energía para justificar este declive mortecino de la vitalidad a manos del dios social.

El mensaje político de la religión. Hoy el peor amo es el de la actualidad, esta necesidad imperiosa de estar fundidos, día a día, con la definición de este interior infinito que es la vida “global”. Las noticias económicas, la actualidad política, las tecnologías cambiantes, las redes sociales y su interactividad, la opinión pública, las modas, etc.: todo ello impone una especie de “arresto domiciliario” que nos acompaña como una sombra. Nos fuerza a un “cuerpo a cuerpo” con lo social que impide cualquier forma de independencia, de autonomía, de distancia secreta. El terror generalizado es hoy quedarse solo, “marginado”. Pero en todas las cuestiones esenciales estamos solos… y sobre esta vieja fatalidad han acertado todas las religiones. Si es cierto (como decía Houellebecq cuando todavía estaba vivo) que liberarse comienza por aprender a retirarse y a ser invisible, dejando de interactuar en la malla social, la experiencia de lo religioso, incluso al margen de las doctrinas, facilita una relación con lo espectral que nos libra del dictado de la visibilidad. La relación íntima con lo opaco a toda información, con el envés de esta tiranía de la transparencia, nos puede permitir no ser prisioneros de ninguna situación, una presión social que se ha multiplicado hasta el infinito. En este punto, lo que llamamos culturas atrasadas, son mucho menos oscurantistas que la blanca y despótica sociedad occidental, armada hasta los dientes de tecnologías de la separación.

La agresión como vergüenza. Uno no tiene nada contra la timidez: Dios la bendiga, en este mundo de descarados donde nadie siente culpa de nada. Pero la penetración de la economía y lo numérico en las almas ha llevado a una “timidez de presencia real” que es cada día más coactiva. Y esto es constante: la vergüenza física de los otros invita a la neutralización de cada uno, pues te coloca cada día en una posición incómoda in situ por el simple hecho de querer decir algo, decidir algo, defender algo. Por ejemplo, en las aulas y en los espacios públicos, la violencia posible no tiene nada que ver con que alguien te pueda llevar la contraria (nadie lo hará), te arroje algún objeto o se meta con tu madre. Lo temible ahí, por el contrario, es la silenciosa timidez presencial, la reserva de una humanidad con frecuencia inescrutable. La religión de la seguridad es así: nos mantiene indefinidos en la presencia real, a la espera de la siguiente definición virtual.

Ignacio Castro Rey, Insignificancias, fronterad, 19/01/2013

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