El final de la prepotència.
La literatura clásica exploró la propensión al descalabro de los poderosos por creerse infalibles, por fallos estrepitosos, por desconexión con el mundo y por megalomanía. Según los antiguos, son precisamente los triunfadores quienes corren más riesgo de perderse, prisioneros de la envidia y la soberbia. En el éxito —creían— anida el germen del orgullo desmedido que conduce primero a la embriaguez de poder, luego a la ceguera y, por fin, a la caída. Una palabra griega describía ese proceso: hybris. Cuando individuos en la cumbre humillan y maltratan por prepotencia a un prójimo al que consideran inferior, los dioses se vengan derribándolos. Así explicaban el ocaso de grandes líderes y el naufragio de los imperios. El historiador griego Heródoto enfocaba la historia como una tragedia que reproducía esa lógica, un drama cuyo argumento era el apogeo y decadencia. Según su visión del mundo, la violencia desencadenada por las potencias arrogantes acaba arruinándolas y creando un nuevo orden, a su vez frágil y de nuevo en peligro.
En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt diagnosticó: “En la era del imperialismo, los hombres de negocios se convirtieron en políticos y fueron aclamados como hombres de Estado, mientras que a los hombres de Estado sólo se les tomaba en serio si hablaban el lenguaje de los empresarios con éxito (…) La preocupación primaria de ganar dinero había desarrollado una serie de normas de conducta expresadas en diversos proverbios: ‘El poderoso tiene razón’ o ‘Lo justo es lo útil’, que proceden de la experiencia de una sociedad de competidores”.
Irene Vallejo, Craso error, El País 06/04/2025
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