esquerra (política)
¿Nos tenemos que preguntar dónde está la
izquierda o, más bien, si existe o en qué consiste? Podemos convenir que
la izquierda, antes que una doctrina, es un talante o una actitud de
escucha del grito “¡no hay derecho!”. No parece que haya por el momento
una teoría política que responda articuladamente a esa demanda de
justicia, por eso, más modestamente, hay que preguntarse si está en
actitud de escuchar el grito.
Lo que divide a la derecha de la izquierda ante la crisis es que la primera entiende “que la fiesta se ha acabado”, es decir, que los viejos buenos tiempos se han acabado. El llamado estado de bienestar es una fiesta que ha resultado muy cara y que ha llegado el momento de adelgazar: los trabajadores han aprovechado la memoria de la II Guerra Mundial y de la guerra fría para conquistar unos derechos que son en sí injustificables y, además, caros. La izquierda suspira por que se mantengan. Su utopía es la reconquista de la situación pasada.
Como suele ocurrir, la derecha, siempre aliada con el principio de
realidad, interpreta mejor lo que está ocurriendo. Tiene razón con lo de
que nada será igual y de eso tendría que tomar nota la izquierda. La
pregunta es entonces cómo imaginarse lo nuevo o, mejor, cómo interpretar
lo nuevo que se anuncia en la muerte de lo viejo.
Lo que está muriendo es un modo de vida construido sobre el progreso
indefinido. Vivíamos como si los recursos fueran inagotables. En nuestra
buena fe pensábamos que el consumo desaforado que tan feliz nos hacía
podía ser universalizable. Recuerdo una respuesta del filósofo
norteamericano Richard Rorty, en París, a la pregunta de cómo se
imaginaba él la justicia social: “como un supermercado en cada esquina
de cada ciudad”. Manifiestamente no hay para todos, sino para unos
pocos, que hasta antesdeayer pensábamos que éramos “los del primer
mundo” y ahora sabemos que son los de siempre, estén en el Primer o en
el Tercer Mundo. Con el añadido, eso sí, de que cuánto mejor les vaya
más partido sacarán los que no están invitados a esta fiesta.
Los recursos son limitados, al igual que el tiempo del hombre y del
mundo. Fin del sueño gnóstico (siempre hay tiempo) y caída en el
realismo apocalíptico (todo tiene un plazo). Se impone no un cambio sino
una conversión. Tenemos que pensar modos de convivencia basados en la
finitud y eso se traduce en vivir con menos. Mientras dominaba el fervor
del progreso inagotable pusimos en circulación un concepto tan perverso
como el “empoderamiento”, que consiste en confundir vivir con poder. De
esa familia son tópicos como “soy un ganador nato” o “basta querer para
poder” o “el mundo es para los valientes”. Es posible que así sea, pero
será entonces una victoria amarga puesto que la existencia del ser
humano caerá del lado de la animalidad (donde manda el más fuerte) que
de la humanidad (se comparten las decisiones).
La finitud nos obliga por el contrario a hablar de “empobrecimiento”,
que no consiste en socializar la miseria sino en acomodar la existencia
a unos recursos limitados. Nadie podrá entonces programarse la
existencia como un consumo ilimitado, aunque sus posibles se lo
permitieran. Mientras dominaba la idea de que el progreso era
inagotable, imparable e irresistible, podría entenderse que cada cual
proyectara su vida como si hubiera para todos. Al no haberlo, nadie
debería permitirse ese gasto, que sería una injusticia.
Los bienes de la tierra, que son de todos, son limitados, de ahí la
necesidad de algo así como la justicia. Se imponen unas líneas rojas en
la apropiación o consumo de esos bienes escasos. La línea roja de
mínimos sería lo indispensable para la vida digna y la línea roja por
arriba, aquello cuyo exceso provocaría la vida indigna. En medio
quedaría un espacio vital que premiaría el esfuerzo pero exigiría la
solidaridad.
Derrida hablaba de “mesianismo pobre”, invitando con ello a enterrar
formas míticas de felicidad, abogando en su lugar por una política que
no trae promesas de redención, como lo haría “un mesianismo rico” (las
revoluciones), sino que se estructura a partir de las preguntas de los
pobres.
Porque de eso se trata, de escuchar las preguntas de los pobres. La
izquierda debería desaprender todos sus tópicos y volver a la escuela de
la indignación, del sufrimiento, de la frustración, de los proyectos
fracasados... Volver a esa escuela significa captar todo lo que la
pobreza tiene de experiencia angustiosa, antes de ser transformada en un
problema ya sea académico o político. La política tiene que moderar su
prisa en convertir experiencias angustiosas en problemas. La diferencia
es fundamental: los problemas son ecuaciones frías que crean los
gabinetes de expertos; las experiencias angustiosas son el grito que nos
envían los que pagan el precio de nuestra felicidad. Cuando hablamos de
despolitización de la política nos referimos a la ausencia de
experiencia de la injusticia en las decisiones políticas.
Reyes Mate, Buscando a la izquierda que no está pero se la espera, fronterad
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