La filosofia i els tòpics.
La filosofía ha sido objeto tradicional de
tópicos -complacientes unos, no tanto otros- que no han perdido
actualidad. Adelantemos dos de ellos, contradictorios entre sí, que
seguramente revelan la misma contradicción en que vive hoy el hombre
común.
1. Oigamos primero ese dicho de que cada cual tiene su filosofía.
Tomado al pie de la letra, habría que rechazarlo, si es que la
filosofía representa algo más que el conjunto de prejuicios acríticos de
cada uno o se sitúa por encima del burdo relativismo que aquella
sentencia parece alentar. Más que su filosofía, lo probable es que cada
cual tenga sus creencias o supersticiones que no consiente de buen grado
poner a prueba. Demos un paso más y vengamos a otro empleo no menos
frecuente Cuando el entrenador de fútbol declara cuál es la filosofía de su equipo o el director comercial expone la filosofía
de su plan de ventas de la temporada, uno y otro se están apoderando de
un término que no pertenece ni de lejos al mundo de sus respectivos
quehaceres ni se adecua a lo que pretenden decir con él. Ese término les
viene muy grande, desde luego, pero con él se revisten de la apariencia
de profundidad que buscan.
Y es que en este sentido pervertido que
recibe en su uso (mejor: en su abuso) ordinario aún se conserva algo de
lo que ella, la filosofía, ha sido desde su comienzo. En los dos casos
mencionados, con esa palabra se quiere nombrar una especie de visión
última y más honda acerca de las cosas, la que en último término guía
nuestra conducta y nuestros juicios más decisivos. A diferencia de los
saberes particulares del especialista, parece que ese conocimiento nos
compete o nos concierne a todos: ¿o acaso se nos ocurre decir, pongamos,
que “cada cual tiene su propia otorrinolaringología”? Pese a todo, lo
habitual es que sólo inconscientemente apunten a ese significado
profundo, que lo degraden por no saber lo que dicen, que se queden con
la cáscara -la palabra- y desechen su contenido.
2. Si no, ¿cómo podría entenderse que esa
misma mayoría que se llena la boca con el tópico anterior no deje de
repetir asimismo que hay que dejarse de filosofías, que la filosofía es inútil
y no sirve para nada? La mentalidad contemporánea tiende a considerar
filosofía todo discurso que se despegue no más de un palmo de la
conversación del bar y a repudiarlo como impropio de una persona
sensata. Se trata de un cargo que cuenta con unos veinticinco siglos de
antigüedad, que sepamos. En el Gorgias platónico Calicles le
espeta a Sócrates que uno puede ocuparse de la Filosofía mientras se es
joven, pero que hacerlo de viejo resulta ridículo. Hoy nuestros nuevos
sofistas, los pedagogos, han decretado que ni siquiera en la educación
del joven es buena la filosofía. Poco tiempo después Epicuro aconsejaba a
Meneceo que nadie debería avergonzarse de filosofar ni de joven ni de
viejo, “porque nunca es tarde ni temprano para aprender a ser feliz". No
hará falta decir que en los tiempos presentes estas cosas suenan a
enormes paparruchas.
La presunta inutilidad de la filosofía
viene a ser la confesión clamorosa de que educar se ha vuelto ante todo
una instrucción para el mercado, una adquisición de destrezas (hoy se
llaman “habilidades”, una torpe versión de abilities) con vistas a
ser vendidas. La religión cotidiana de la mercancía nos predica que no
hay valor de uso sin valor de cambio que lo respalde; esto es, que no
hay otras necesidades que las que puedan satisfacerse con dinero. La
vida y su riqueza quedan así notablemente recortadas. Hay una
incapacidad de comprender otro sentido de útil que no coincida con el
utilitarista, que haya cosas que merezcan la pena aunque no tengan
precio (o precisamente por no tenerlo). Y es que el punto de vista de la
técnica y de la producción han arrumbado los interrogantes sobre
nuestra praxis o conducta individual y colectiva. La razón instrumental
reina sin disputa sobre la razón crítica o, lo que es igual, el nuestro
es un saber de los medios pero no de los fines. Conocemos algunos porqués y muchos cómo, pero ignoramos los principales para qué de nuestra existencia.
La filosofía comienza por ser una forma de
interrogar: constante, siempre insatisfecha, dispuesta a reemprender las
mismas pesquisas. Nadie se libra de ellas, si quiere vivir como un ser
humano. Parece entonces que filosofar consiste sobre todo en un saber...
preguntar. La actitud filosófica es la de pedir razones de las cosas y,
desde luego, la inclinación a darlas a quien las demande. No consiente
abandonar un tema de reflexión o discusión sin haber pugnado por hallar
la razón que lo ilumina ni se rinde fácilmente ante lo más oscuro,
inseguro o arriesgado.
Pero si la filosofía es una forma de
preguntar, se debe a que antes todavía es una manera de mirar: nace del
asombro y admiración ante lo que pasa. Lo que nos incita a inquirir es
simplemente lo grandioso o terrible o injusto del mundo, del hombre
mismo y su sociedad. Lo primero que distingue al filósofo del resto es
su capacidad de asombrarse. La gente no suele asombrarse de lo que en
verdad lo merece. Su depósito de admiración se consume sobre todo en
extrañarse ante lo espectacular, lo novedoso, lo monstruoso, etc., tal
como hoy manda la lógica de los mass media. Es llamativa la falta
de curiosidad o perplejidad de la gente, lo fácilmente que se contenta
con las respuestas más a mano, lo pronto que se cansa de buscar. La
mirada del aficionado a filosofar, por el contrario, es la que rompe la
costra de naturalidad con que las cosas parecen suceder.
Desde esa mirada, lo inmediato será
cuestionar el lenguaje común, los estereotipos, la norma acostumbrada.
Ahí radica tal vez el signo más elocuente de la actitud filosófica,
porque en el tópico arraigado -como el que ahora mismo estoy
comentando- se esconde el primer enemigo con que tropieza la filosofìa
en su ejercicio cotidiano. La filosofía apenas puede dar un paso sin
sospechar del lenguaje establecido, lo mismo del individuo corriente
como del pedante especializado, y sin ver con frecuencia en tales usos
un síntoma de sumisión a la mentalidad reinante. Filosofar es no aceptar
sin examen las palabras de la gente, así como también ir más allá de lo
que la gente cree estar diciendo. Su bien ganada fama de distraída
procede de que se aparta de lo manido, de los lugares más frecuentados.
De ahí que se presente como una disposición profundamente molesta e
irritante, porque no se detiene ante nada y al final revela la profunda
ignorancia de uno mismo... y de los demás. Pero el que se atreve a
hacerlo, ése la paga. Lo que de verdad condenó a muerte a Sócrates fue
el resentimiento de la ciudad. O sea, de los que no soportan ver en
entredicho sus creencias más firmes ni recibir lecciones del vecino.
Por eso también la filosofía trae consigo
el escándalo: ¿acaso no está escrito que hay que dudar del pensamiento
que no ha estremecido o molestado nunca a nadie? Ella es un escándalo
para el hombre normal, que la tiene por ridícula pérdida de
tiempo y oportunidades. Claro que mucho más escandalosa todavía resulta
esa normalidad para el filósofo o quien quiera llegar a serlo, incapaz
de comprender que se pueda vivir sin preguntarse por el sentido de la
vida y la muerte. Quien adopta una tal actitud de interrogación perpetua
apenas concibe que otros ocupen su ocio o su cháchara en las minucias
habituales. Ese está tentado más bien a creer que son muchos los que
mueren sin haber llevado una vida que merezca de verdad el calificativo
de humana.
No, no corren buenos tiempos para la
filosofía, si bien probablemente nunca han corrido buenos. Su abandono
viene desde la escuela, que no sabe responder a los desafíos que lanza
una cultura de masas y una sociedad que mide la educación con parecidos
baremos de productividad que los que miden el rendimiento industrial.
Allí no se promueve al agente reflexivo, sino al autómata obediente; no
se debate de la verdad, sino que se emiten opiniones; no se procura
tanto enseñar como entretener. Allí se programa un analfabetismo
complacido, se fomenta la proletarización intelectual de los más. Frente
a este cultivo del ideal del mediocre, la filosofía ciertamente resulta
intempestiva. Pero uno está tentado de parafrasear otro viejo lema y
proponer en tono solemne: o filosofía o barbarie. O sumisión, si se
prefiere, porque sólo el pensamiento libre es el reducto más propio de
la autonomía humana. Sin él caemos en la heteronomía y en la entrega a
cualquier género de superstición, sea ésta religiosa, política o
simplemente la que en cada momento esté de moda.
Así las cosas, ¿a quién se le ocurre decir que la filosofía, al menos la práctica, sea un saber desinteresado?
Nada menos desinteresado que ella: si resulta tan interesante, es por
lo muy interesada que está en los problemas centrales del hombre. Y
siendo eso incontestable, ¿cómo es posible entonces que todavía perdure
el prejuicio que la tacha de saber inútil, el reproche de que
cultiva un conocimiento de lo innecesario...? ¡Pero si es justamente lo
contrario, que cada saber profesional sólo es útil para unos pocos,
mientras que este otro es necesario para todos! Un tópico tan
necio, según el cual no hay más utilidad que la técnica ni otro provecho
que el mercantil, da la exacta medida de las aspiraciones vitales de la
mayoría. O sea, de los que aún ignoran los beneficios de la filosofía.
Esos aún no saben, como sabía Sócrates, que “una vida sin examen no
tiene objeto vivirla”.
Aurelio Arteta, Déjate de filosofías, fronterad, 11/02/2012
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