L'ésser humà és una excepció?
En 1859 se publicó El origen de las especies, de Charles Darwin. Veinticuatro siglos después de que Heráclito se atreviera a exponer su doctrina del Panta rei,
del cambio y movimiento permanente, el libro de Darwin proponía este
mismo principio, pero de manera científica. A Heráclito se le conoció
como el Oscuro porque sus sentencias resultaban crípticas: en
efecto, ¿cómo entender “entramos y no entramos en el mismo río, somos y
no somos”? Las lenguas que hablamos en esta parte del planeta tienen
sustantivos y verbos, que corresponden a los sujetos y a las acciones.
El Tíber es el río de Roma, ahora y en tiempos de los antiguos romanos. Y yo soy
una mujer, y “mujer” sirve para identificar igualmente a Nefertiti y a
mí misma. Las acciones o cambios del Tíber o los que han afectado a las
mujeres en todos estos siglos se sustentan, según lo que nuestra lengua
nos hace pensar, en un sujeto básicamente invariable.
E pur si muove! Las sustancias o las
especies tienen una genealogía, las hormigas de hoy son diferentes a las
de hace millones de años, al igual que los homínidos, de los que en la
actualidad tan solo existe una especie, la especie Homo sapiens sapiens
a la que pertenecemos. Quizá hemos llegado a admitir la evolución, pero
la dificultad de pensar la propuesta de Darwin, de integrarla en
nuestra visión del mundo, hace que, a pesar de la incongruencia, sigamos
manteniendo una concepción del ser humano que es y no es natural al
mismo tiempo. Apoyamos los avances de la biología y la genética, pero no
desterramos nuestras creencias en todos los demás ámbitos. De la
persistencia de esta especie de double-bind habla el magnífico libro de Jean-Marie Schaeffer La fin de l’exception humaine (París, ed. Gallimard 2007).
Su punto de mira está puesto en Descartes y no en
Aristóteles. Tiene sentido ya que Schaeffer no plantea una discusión
científica sino filosófica (basada, sin duda en conocimientos
neurológicos, genéticos y biológicos). Aristóteles dio a la biología
esencialista todos sus argumentos: los seres vivos son un compuesto de
materia y forma; la forma es la esencia en la que potencialmente están
presentes todos los futuros desarrollos y cambios del ser vivo; la forma
o esencia es finalista, teleológica, y esa finalidad la podemos conocer
antes de su realización, ya que las esencias (eidós en griego, species
en latín) son eternas e inamovibles. Darwin tuvo como enemigo en su día
a todos los aristotélicos. Pero la comunidad científica ya ha superado
el aristotelismo, o casi. En cambio, en nuestras cabezas sigue presente
la idea de que los seres humanos son una excepción dentro de la
naturaleza. Y esta idea tiene sus raíces en Descartes.
Descartes es el artífice de lo que Schaeffer
llama “la Tesis de la excepción humana”, aun cuando encontró inspiración
en creencias de tipo religioso, a saber, en la concepción hebrea del
pueblo elegido o en los dogmas cristianos acerca de la creación de la
humanidad a imagen y semejanza de Dios. Descartes, matemático y físico,
se empeñó en demostrar racionalmente la Tesis según la cual los humanos
son duales, sus cuerpos pertenecen a la naturaleza, pero sus mentes
están hechas de otra sustancia —no extensa, no medible, no corpórea— que
los hace escapar justamente del determinismo.
Una parte del libro de Schaeffer se centra en
deshacer los argumentos de Descartes, haciendo ver que su famoso
“Pienso, luego soy” pretende demostrar más de lo que puede, y ello por
diversas razones. En primer lugar porque, queriendo llegar a esta
primera verdad después de someter a duda todo lo demás, sin embargo se
apoya en una concepción de la verdad usada en las demostraciones
matemáticas que, en cambio, no pone en duda. En segundo lugar, no
demuestra que la naturaleza propia del ser humano sea el pensamiento y
que esto sea algo diferente sustancialmente de la naturaleza extensa, ya
que cuando alguien dice o enuncia algo, la misma enunciación es una
prueba performativa de la existencia del que enuncia: no es “pienso luego
soy”, no es que pensar implique ser y por tanto ser una cosa que
piensa, sino que “yo pienso” y “yo soy” coinciden; la prueba es que su
negación —“no pienso luego no soy”— constituye una contradicción pragmática.
Sin embargo, a pesar de que ha demostrado bien
poco con su “pienso luego soy”, Descartes pretende que los humanos están
hechos de una sustancia radicalmente diferente, lo que le permitirá
decir de los animales y del cuerpo humano que son máquinas, que sus
comportamientos están lejos de la libertad espiritual humana, en
definitiva que los humanos no forman parte de la naturaleza como el
resto de los seres vivos. Todos los dualismos sobre los que nos movemos
tienen sus raíces en Descartes: la separación entre el cuerpo y la
mente, entre la naturaleza y la cultura, entre la materia y el espíritu,
entre el determinismo y la libertad.
Querer escapar del dualismo no es tan fácil.
Schaeffer nos alerta acerca de que los intentos de ser materialista han
conducido a un monismo reduccionista, esclavo del dualismo. No se puede
superar el dualismo pensando que somos un tipo de materia como la que
circunscribe Descartes. La unidad de la vida, de todos los seres vivos
incluidos los humanos, no puede hacerse reduciendo los aspectos
mentales a neurología, sino que hay que entender que la cultura, el
lenguaje humano, son hechos naturales evolutivos porque la biología son
su causa primera, pero no su explicación única.
Estamos acostumbrados a ver la inteligencia
humana como un hecho extraordinario. Podríamos, sin embargo, considerar
asimismo que son extraordinarias las alas de algunos animales o la
reproducción mediante esporas de ciertos microorganismos. No hay duda de
que los hechos culturales y sociales son aspectos de la identidad de
nuestra especie, pero no trascienden su biología sino que la
constituyen. La identidad humana es cultural y social. El materialismo
de Schaeffer nos lleva a integrar causalmente los aspectos identitarios
de los humanos en la unidad de la vida y en su evolución y, al mismo
tiempo, a entender que desde el momento en que la cultura y la sociedad
han aparecido, existe una interacción entre estos rasgos y la biología.
Schaeffer pone un ejemplo. Los hechos mentales
están encarnados neurológicamente, dejarán de existir cuando mi cerebro
ya no esté irrigado. Pero algunos de esos contenidos mentales (Schaeffer
habla de la canción Lady Jane, de los Rolling Stones) habrán
colonizado otros cerebros (los de sus hijos que se la han oído tararear
hasta la náusea) y seguirán siendo causalmente actuantes más allá de mi
muerte. Así pues, se puede concluir que los hechos mentales son
irreductibles a las neuronas ya que pueden emigrar a otros cerebros. Su
explicación tiene que incorporar elementos psicológicos y sociológicos
porque la especie humana es cultural y social. La materia de la que
estamos hechos los humanos está determinada biológicamente, porque la
cultura y la sociedad están determinadas biológicamente, la biología es
su causa genealógica, su condición de posibilidad. Pero eso quiere decir
que para explicar los hechos humanos necesitamos algo más que física y
química.
Ciertos rasgos culturales han sido fijados
genéticamente como resultado de la selección natural. Nietzsche intuyó
que ciertos elementos culturales de los que los humanos se sienten muy
orgullosos no eran sino la expresión de una necesidad de supervivencia.
Y así, podríamos decir, las mentes que en un momento determinado
simplificaron y borraron las diferencias entre los individuos (plantas,
animales o seres humanos), atribuyéndoles un mismo sustantivo para
designarlos, fueron seleccionadas como las más aptas. Sobrevive más
fácilmente el que frente una serpiente que no ha visto con anterioridad
se vuelve precavido, en la medida en que sabe que “eso es una
serpiente” y que “las serpientes pican”, independientemente de que sea
verdad de esa serpiente particular. El uso de sustantivos universales,
válidos para muchos particulares diferentes, se ha mostrado durante
siglos como una ventaja selectiva. Eso no le impide a Nietzsche
mostrarse crítico con ese modo de entender la experiencia y la vida.
Como él mismo decía, el conocimiento mediante universales nos permite
una vida más segura, pero a la larga nos aleja de la verdad (que no
puede ser sino concreta e individualizada).
Apoyándose en un razonamiento cercano al de Nietzsche, Schaeffer nos explica el porqué del double-bind
en el que vivimos respecto a los descubrimientos que la biología y la
genética nos ponen ante los ojos. Hemos necesitado las ilusiones de la
conciencia para sobrevivir. Y una de ellas ha sido justamente la “Tesis
de la excepción humana”. Los conocimientos científicos no pueden
cancelar las visiones del mundo más o menos engañosas porque de ellas
los humanos extraen una sobreestimación necesaria para dominar la
acción. Una visión del mundo nos inmuniza frente a una realidad que
conduce a la frustración. Por ello las religiones y sus discursos acerca
de la muerte existen. Cuando los saberes empíricos crecen, la máquina
de fabricar creencias no deja de trabajar, muy al contrario, tiene que
llevar a cabo una labor más amplia de inmunización.
Eso sí: Schaeffer afirma que aun cuando los
humanos intentamos sentirnos cómodos en la realidad gracias a una visión
del mundo que nos reconcilie, pueden existir formas más o menos
“felices” de llevar a cabo una coexistencia con lo que los saberes
científicos nos aportan. No nos ilustra mucho acerca de qué hace que
algunas creencias sean más felices que otras, pero quiero emplear lo que dice este libro como una caja de herramientas para sacar alguna conclusión personal.
Una conclusión materialista y feminista a la vez.
Efectivamente, con más antigüedad que la “Tesis de la excepción humana”
ha existido la que llamaremos la Tesis de la superioridad de los varones sobre las mujeres.
Esa creencia en la superioridad de los varones ha podido ser una
necesidad para llevar a cabo tantas empresas de conquista, de
conocimiento y de creación. Así lo creía Virginia Wolf que decía que los
varones tomaban, con el desayuno, la fuerza que les proporcionaba verse
ante otro ser humano —su mujer, su madre, su hermana— por definición
inferior a sí mismo. Sin ese plus añadido al café de las mañanas, los
varones no habrían demostrado el empuje que han tenido.
Hoy sabemos que la selección natural no significa
sino que de entre las variaciones que aparecieron en un momento
determinado de la constitución de ciertos rasgos culturales y sociales,
se conservaron y se transmitieron aquellas más preadaptadas al ambiente.
La sociedad patriarcal y la cultura androcéntrica han demostrado ser un
éxito para la supervivencia durante los siglos pasados. Hasta ahora,
pero ya no. Es más, se puede incluso afirmar que los peligros a los que
se enfrenta la humanidad como población de seres vivos sean una
consecuencia de la organización patriarcal de las sociedades humanas. Es
muy posible que en un futuro la humanidad tenga que aprovechar otras
posibilidades, si quiere no perecer. En este sentido se puede decir que
no parece muy feliz la “Tesis de la superioridad masculina”, ya
que no hace sino dar argumentos arrogantes a un rasgo cultural
destinado a desaparecer.
Maite Larrauri, Ser materialista, FronteraD, 08/07/2011
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