Porcofília i porcofòbia (1)

 


Todas las personas conocen ejemplos de hábitos alimenticios aparentemente irracionales. A los chinos les gusta la carne de perro, pero desdeñan la leche de vaca; a nosotros nos gusta la leche de vaca, pero nos negamos a comer la carne de perro; algunas tribus de Brasil se deleitan con las hormigas pero menosprecian la carne de venado. Y así sucesivamente en todo el mundo.

El enigma del cerdo me parece una buena continuación del de la madre vaca. Nos obliga a tener que explicar por qué algunos pueblos aborrecen el mismo animal al que otros aman.

La mitad del enigma que concierne a la porcofobia es bien conocida para judíos, musulmanes y cristianos. El dios de los antiguos hebreos hizo todo lo posible (una vez en el Libro del Génesis y otra en el Levítico) para denunciar al cerdo como ser impuro, como bestia que contamina a quien lo prueba o toca. Unos 1.500 años más tarde, Alá dijo a su profeta Mahoma que el status del cerdo tenía que ser el mismo para los seguidores del Islam. El cerdo sigue siendo una abominación para millones de judíos y cientos de millones de musulmanes, pese al hecho de que puede transformar granos y tubérculos en proteínas y grasas de alta calidad de una manera más eficiente que otros animales.

El público conoce menos las tradiciones de los amantes fanáticos de los cerdos. El centro mundial del amor a los cerdos se localiza en Nueva Guinea y en las islas Melanesias del Sur del Pacífico. Para las tribus horticultoras de esta región que residen en aldeas, los cerdos son animales sagrados que se sacrifican a los antepasados y se comen en ocasiones importantes, como bodas y funerales. En muchas tribus se deben sacrificar cerdos para declarar la guerra y hacer la paz. La gente de la tribu cree que sus antepasados difuntos ansían la carne de cerdo. El hambre de carne de cerdo es tan irresistible entre los vivos y los muertos que de vez en cuando se organizan festines grandiosos y se comen casi todos los cerdos de la tribu de una sola vez. Durante varios días seguidos, los aldeanos y sus huéspedes engullen grandes cantidades de carne de cerdo, vomitando lo que no pueden digerir para volver a ingerir más. Cuando todo ha finalizado, la piara de cerdos ha quedado tan mermada que se necesitan años de rigurosa frugalidad para recomponerla. Tan pronto como se ha logrado esto se realizan los preparativos para una nueva y pantagruélica orgía. Y así vuelve a comenzar el extraño ciclo causado por la aparente mala administración.

Empezaré con el problema de los porcófobos judíos e islámicos. ¿Por qué dioses tan sublimes como Yahvé y Alá se han tomado la molestia de condenar una bestia inofensiva e incluso graciosa, cuya carne le encanta a la mayor parte de la humanidad? Los estudiosos que admiten la condena bíblica y coránica de los cerdos han ofrecido diversas explicaciones. Antes del Renacimiento la más popular consistía en que el cerdo era literalmente un animal sucio, más sucio que otros puesto que se revuelca en su propia orina y come excrementos. Pero relacionar la suciedad física con la abominación religiosa lleva a incoherencias. También las vacas que permanecen en un recinto cerrado chapotean en su propia orina y heces. Y las vacas hambrientas comerán con placer excrementos humanos. Los perros y los pollos hacen los mismo sin preocuparse nadie por ello; los antiguos deben haber sabido que los cerdos criados en pocilgas limpias se convierten en remilgados animales domésticos. Finalmente si invocamos pautas puramente estéticas de "limpieza", debemos tener presente la formidable incoherencia que supone la clasificación bíblica de langostas y saltamontes como animales "puros". El argumento de que los insectos son estéticamente más saludables que los cerdos no hará progresar la causa de los fieles.

Los rabinos judíos reconocieron estas incoherencias a principios del Renacimiento. Moisés Maimónides, médico de la corte de Saladino en El Cairo, durante el siglo XIII nos ha proporcionado la primera explicación naturalista del rechazo judío y musulmán de la carne de cerdo. Maimónides decía que Dios había querido prohibir la carne de cerdo como medida de salud pública. La carne de cerdo, escribió el rabino, "tenía un efecto malo y perjudicial para el cuerpo". Maimónides no especificó cuáles eran las razones médicas en que se basaba esta opinión, pero era el médico del sultán y su juicio fue muy respetado.

A mediados del siglo XIX, el descubrimiento de que la triquinosis era provocada por comer carne de cerdo poco cocida se interpretó como una verificación rigurosa de la sabiduría de Maimónides. Judíos de mentalidad reformista se alegraron ante el sustrato racional de los códigos bíblicos y renunciaron inmediatamente al tabú sobre la carne de cerdo. La carne de cerdo, cocida adecuadamente, no constituye una amenaza a la salud pública y, por consiguiente, su consumo no puede ofender a Dios. Esto indujo a los rabinos de convicción más fundamentalista a emprender un ataque contra toda la tradición naturalista. Si Yahvé simplemente hubiera deseado proteger la salud de su pueblo, le habría ordenado comer sólo carne de cerdo bien cocida en vez de prohibir totalmente la carne de cerdo. Evidentemente, se aducía, Yahvé pensaba en otra cosa, en algo más importante que el simple bienestar físico.

Además de esta incongruencia teológica, la explicación de Maimónides adolece de contradicciones médicas y epidemiológicas. El cerdo es un vector de enfermedades humanas, pero también lo son otros animales domésticos que musulmanes y judíos consumen sin restricción alguna. Por ejemplo, la carne de vaca poco cocida es fuente de parásitos, en especial tenias, que pueden crecer hasta una longitud de 16 a 20 pies dentro de los intestinos del hombre, producen una anemia grave y reducen la resistencia a otras enfermedades infecciosas. El ganado vacuno, las cabras y las ovejas transmiten también la brucelosis, una infección bacteriana corriente en los países subdesarrollados a la que acompañan fiebre, escalofríos, sudores, debilidad, dolores y achaques. La modalidad más peligrosa es la Brucelosis melitensis, que transmiten las cabras y las ovejas. Sus síntomas son letargo, fatiga, nerviosismo y depresión mental, a menudo interpretados erróneamente como psiconeurosis. Finalmente está el ántrax, una enfermedad que transmite el gado vacuno, ovejas, cabras, caballos y mulas, pero no los cerdos. A diferencia de la triquinosis que rara vez tiene consecuencias funestas y que ni siquiera produce síntomas en la mayor parte de los individuos afectados, el ántrax experimenta a menudo un desarrollo rápido que empieza con furúnculos en el cuerpo y produce la muerte por envenenamiento de la sangre. Las grandes epidemias de Antrax que asolaron antiguamente Europa y Asia sólo pudieron ser controladas tras el descubrimiento de los antibióticos y la vacuna contra el ántrax realizado por Louis Pasteur en 1881.

Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, Alianza Editorial, Madrid 1998

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