La responsabilitat de tenir sentit moral.
Protàgores |
Es moralista la persona a la que no le abandona la conciencia de
constituir un ser moral. Es decir, que sabe cuánto debe a las mores, ya
sean los hábitos que se ha ido labrando o las costumbres asumidas de su
propio tiempo y lugar, y cuánto debe corregirlas. Pues le preocupa que
tales hábitos personales o colectivos forjen en él un ethos o carácter
próximo al ideal de ser humano que le anima. No le avergüenza hablar de
virtud ni admirar a los virtuosos. Esto le distingue de la mayoría de
tantos otros seres morales que se ignoran: que él quiere ser algo mejor
cada día. Desea también que el mundo le facilite esa mejora, de tal modo
que su perfeccionamiento individual sea a un tiempo resultado y
condición del perfeccionamiento de su sociedad.
Más aún, o por eso mismo, moralista es quien antepone el punto de
vista moral a todas las demás perspectivas. En los sucesos cotidianos,
en la marcha de las instituciones sociales, en sus relaciones íntimas o
profesionales, en las modas vigentes de cualquier especie..., en todo
ello lo primero que tiende a detectar es la ganancia o pérdida para la
vida humana -la que merece llamarse tal- que allí se produce. Y si no es
lo primero, porque otros aspectos puedan encandilarle a primera vista,
será al menos lo siguiente, pero esa mirada nunca habrá de faltarle. Con
ella se esforzará en ponderar el valor de cada situación según la
medida en que favorezcan la conciencia y la libertad de cada cual. Al
fin y al cabo, ellas son el resumen de su dignidad, esa potencia que le
distingue y le encumbra respecto de los demás seres.
Esa prioridad del punto de vista moral será asimismo la que le
recuerde a cada momento su deuda con el prójimo, la responsabilidad que
le ata a ese ser tan precario, la dependencia recíproca de sus
felicidades. Gracias a esa percepción inmediata, no dejará de vislumbrar
cuánto le separa de la vida buena y la ventaja que en ese camino le
llevan los santos.
Pero el moralista se atreve a dar todavía un paso que escandaliza a
la mayoría. Se atreve a proclamar que ese punto de vista moral no es uno
más entre los múltiples puntos de vista asequibles a los hombres y que
él elige éste como podía elegir cualquier otro. Proclama, al contrario,
que el suyo en particular es superior a los demás porque le vuelve capaz
de captar el valor más elevado. Si los valores establecen una jerarquía
entre las acciones y personas conforme al modo y la cuantía en que
éstas los plasman, ellos mismos se disponen entre sí según un orden
jerárquico. Y el valor moral ocupa la cúspide. A su lado palidecen un
tanto la verdad y la belleza, el carisma público y la santidad
religiosa: el hombre moralmente bueno va por delante del sabio, del
genio o del gran estadista.
Pues es el caso que la peculiaridad de los valores morales estriba en
ser universalmente exigibles. Como explicara Protágoras, el resto de
cualidades y destrezas se distribuye entre los humanos según cierta
proporción ya sea por naturaleza o por azar, pues a la sociedad le basta
eso para sobrevivir. Pero el “sentido moral” (el respeto y la justicia)
debemos adquirirlo todos mediante arduo aprendizaje. Por contraste con
las otras dotes, de ésta somos responsables y su carencia nos puede ser
reprochada porque destruye la vida civil; en último término, porque
impide la plenitud humana de los hombres. Así que un excelente carácter
moral no pierde crédito por notorios que sean sus defectos desde otros
ángulos de la excelencia; pero será imposible admirar al genio con la
misma devoción si sobre su conducta se cierne una sombra de
deshonestidad. Se diría, en fin, que la excelencia moral es la que más
vale porque, sin algo siquiera de ella, las demás excelencias valen
menos.
Palabra de moralista. Dixi et salvabi animam meam.
Aurelio Arteta, ¿Por qué moralista?, fronteraD, 25/11/2008
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