La democràcia no és la fi de la història.
Pero al tiempo que la democracia parece generalizarse, en los países donde se
halla más consolidada, afloran sus limitaciones y se desacreditan los políticos.
Y al propio tiempo, emerge como potencia global un régimen despótico cuyo éxito
económico y fortaleza financiera nos dejan sin argumentos. Aunque para lavar la
conciencia occidental se concediera hace un año el Premio Nobel a un disidente,
la realpolitik se impone y los líderes democráticos acuden serviles a
pedir ayuda financiera a los mandatarios chinos, mientras a los líderes de
opinión del liberalismo económico se les llena la boca de alabanzas hacia el
éxito de su modelo.
Que la democracia no es el fin de la historia lo podemos comprobar en la
propia historia. Los dos experimentos democráticos del mundo antiguo, Grecia y
Roma, acabaron en sendos imperios. La historia no tiene por qué repetirse, pero
lo que sí puede afirmarse con convicción es que la democracia sólo seguirá
imponiéndose en la medida en que se demuestre como un régimen, no sólo más
justo, sino también más eficaz y más fuerte. Los fascismos cayeron porque fueron
vencidos en la guerra abierta y el comunismo se inmoló ante la evidencia del
fracaso del sistema, con lo que parecía que la democracia quedaba
definitivamente afianzada. Pero el éxito de un país que conjuga el liberalismo
económico con el dirigismo político debe ponernos en guardia y hacernos
reaccionar en dos direcciones.
La primera es la revisión de nuestro modelo en el sentido de fortalecer las
instituciones, favoreciendo la visión de largo plazo y fomentando los mecanismos
de cohesión social. La democracia se ha asentado en Brasil en el período de Lula
porque ha permitido salir de la pobreza a millones de familias. Por el
contrario, se debilita en Estados Unidos y Europa a medida que se agrandan las
desigualdades sociales y se expulsa a millones de personas hacia el paro. La
ideología neoliberal sirvió para vencer al comunismo, pero es ineficaz para
articular de forma eficiente la sociedad postmoderna. Produce descohesión y
solipsismo que, a nivel grupal, se traduce en rechazo hacia las instituciones
federales, tanto en Estados Unidos como en Europa.
La segunda es la revisión de nuestra política exterior y de la propaganda
política. Si queremos defender los valores que inspiran nuestro sistema
democrático, debemos hacerlo con todas las armas. La política de seguidismo con
las dictaduras a nada conduce, como se demostró en las fases previas a la
Segunda Guerra Mundial. La realpolitik obliga a mantener vínculos
políticos y económicos con la gran nación que es China, pero nada impide emplear
todos los medios posibles para evidenciar el déficit democrático sobre el que se
construye su sistema político. Afirmar con convicción nuestros valores y luchar
por ellos no es sólo un acto de profesión de fe, sino la más realista de las
acciones para lograr que la actual crisis de reequilibrio mundial no culmine con
un cuestionamiento de la democracia, sino con el afianzamiento de los valores
que la inspiran.
Miguel Trías Sagnier, El malestar de la Democracia, El País, 14/02/2012
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