La qualitat del sistema democràtic.
Mucha gente empieza a comentarlo en voz baja, como si diera miedo decirlo
alto: con la que está cayendo, ¿cómo es que no se produce una explosión social?
Los índices del paro son alarmantes, y crudos entre la población juvenil. La
reforma laboral seguro
que modifica algunos índices de los que preocupan a Europa, pero, probablemente,
aumentará la precariedad y la inseguridad laboral. El PIB continúa cayendo. Y la
tendencia de crecimiento de los desahucios ejecutados, casi 60.000 en 2011, no
parece que vaya a disminuir. La tasa de población en riesgo de pobreza bordea el
20%...
Y sin embargo, ni revuelta ni revolución. Al menos a la vista. Ya conocen el
diálogo de la noche del 14 de julio de 1789 entre Luis XVI y el duque de La
Rochefoucauld-Liancourt, el mensajero que le daba noticias de la toma de la
Bastilla. Según parece, el rey recibió el parte con un displicente: "Ah,
c'est une révolte". Pero el duque le corrigió: "Non, Sire, c'est une
révolution". Con ello, el término revolución adquirió enseguida
carta de metáfora política. Si el concepto de revuelta, en el que se amparaba
confiado el monarca, hacía referencia a un tumulto que podía ser corregido con
los instrumentos propios del poder, el concepto de revolución, por el contrario,
ponía de manifiesto el carácter irrevocable de una impugnación de la autoridad
frente a la cual la corona nada podría hacer, como no fuera salir
por piernas. Como dice mi hijo de cinco años, "¡qué tiempos aquellos!". Porque,
realmente, a pesar de la gravedad de la situación actual y la ausencia de
perspectivas, que difícilmente pueden provocar optimismo, extraña la
irrelevancia de la contestación y las movilizaciones sociales. Y esto, sin duda,
es, cuanto menos, un dato que invita a la reflexión.
Sería ingenuo pretender dar una respuesta a este fenómeno, a todas luces
complejo. Pero es cierto que, en los últimos años, aunque se alternan los
periodos de importantes movilizaciones y otros de una inquietante lasitud,
parece que, a pesar del endurecimiento creciente de las condiciones sociales y
de evidentes retrocesos en las políticas de la igualdad, se está generalizando
una cierta conciencia de la inevitabilidad de los procesos económicos y, al
mismo tiempo, de la inutilidad, en términos operativos y estratégicos, de los
movimientos de protesta. Basta pensar, en términos globales, en la movilización
contra la guerra en Iraq, que no consiguió detenerla, o, ya aquí, con resultados
similares, en las manifestaciones contra la sentencia sobre el Estatut del
Tribunal Constitucional o contra la aplicación del Plan de Bolonia en las
universidades.
Por otra parte, todo ello parece coincidir, de forma preocupante, con un
progresivo empobrecimiento, si no desmantelamiento, de los dispositivos de
participación de la ciudadanía en el gobierno de la res publica. Y, sin embargo,
a nadie se le escapa que la calidad de un sistema democrático depende,
precisamente, de la cantidad y calidad de los instrumentos de participación
ciudadana en la toma de decisiones que afectan a las cuestiones de la comunidad.
Y tanto en lo que respecta a la cantidad como a la calidad, no parece que
podamos tirar cohetes. A la ya reconocida impermeabilidad de los partidos
políticos ante las preocupaciones sociales y a la no menos evidente reconversión
de los antiguos sindicatos de clase en organizaciones de defensa gremial,
debiera añadirse una de las falacias políticas más extendidas, consistente en
que la esencia de la democracia se limita a la participación en las
convocatorias electorales. Tanto tiempo se pasó nuestro país sin poder elegir
democráticamente a sus representantes, que ahora parece que, con ello, se cumple
el requisito esencial de todo sistema democrático. Ya Hannah Arendt señaló, en
su imprescindible estudio Sobre la revolución (1963), que los partidos
políticos, como instituciones básicas del gobierno democrático, corresponden,
ciertamente, a una de las tendencias principales de la edad moderna, pero que no
agotan, en absoluto, la esencia de las revoluciones democráticas emprendidas en
la modernidad. Al contrario, su mera existencia no es indicio de transformación
democrática: "La relación entre una élite gobernante y el pueblo, entre los
pocos que constituyen entre sí un espacio público y la mayoría cuyas vidas
transcurren al margen y en la oscuridad, sigue siendo la misma de siempre".
Como ha advertido recientemente Joan Subirats en un texto más que
recomendable, Otra sociedad, ¿otra política? (Icaria), es urgente
repensar los lazos entre lo social y la esfera política. Sobre todo ahora que
empezamos a ser conscientes de los déficits y las limitaciones de una democracia
representativa que tiende a limitar las formas de participación al ejercicio del
voto en los procesos electorales. Subirats sugiere, acertadamente, también
frente al populismo antipolítico, "buscar nuevos fundamentos comunitarios" y
"llevar el debate de la democratización a esferas que parecen hoy blindadas". Es
decir, "explorar y potenciar formas de organización social que favorezcan la
reconstrucción de vínculos, la articulación de sentidos colectivos de
pertenencia, respetuosos con la autonomía individual".
En definitiva, impulsar nuevas estrategias y crear nuevos dispositivos que
permitan la mayor participación de la ciudadanía en la toma de decisiones. O
eso, o asistir al deterioro de la esfera pública y contemplar impasiblemente,
como si se tratara de una tormenta o un terremoto, la que nos va a caer.
Xavier Antic, Guía de perplejos, La Vanguardia, 20/02/2012
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