El final de la postmodernitat.
Jean-François Lyotard |
En 1979, J.F. Lyotard ofició el bautizo de la época recién nacida, tomando
prestado el vocablo de la jerga arquitectónica: confrontada a la seriedad y la
coherencia, la conciencia social y la subordinación de la forma a la función
propias de la arquitectura moderna —la de Lloyd Wright, Le Corbusier o la
Bauhaus—, la arquitectura posmoderna sería estetizante, incoherente y jovial,
ecléctica y sincrética incluso, mucho menos atenta a la función que a la forma y
su embrujo. El despilfarro abigarrado y kitsch de Las Vegas fue
ensalzado, por Robert Venturi, como el rutilante emblema de esa arquitectura;
metáfora a su vez de la entera época que culminó hacia 1990, cuando el
neocon Francis Fukuyama decretó el presunto "fin de la Historia" y el
triunfo sempiterno del capitalismo.
Con sustancial razón, Lyotard observó que el rasgo más distintivo de tal
posmodernidad era la caída de las grandes narrativas que habían sustentado el
edificio moderno, esto es, de las ideologías emancipadoras que lo habían
inspirado desde, cuando menos, la Ilustración de Kant y Voltaire hasta la ufana
década de 1960. El derrumbe apenas dejó títere con cabeza. En primer lugar, el
milenario relato cristiano de la emancipación redentora devino en asunto de
elección personal, y ya no en dogma de fe obligatorio, en un Occidente
embriagado por la secularización, la libertad sexual y la tecnolatría. En
segundo lugar, el relato ilustrado de la emancipación de la ignorancia y la
servidumbre por la educación y la Razón había sufrido una doble erosión, debida
por un lado a los totalitarismos generados en la culta Europa, y por
otro al creciente dominio de una razón crudamente instrumental que, más allá de
la esfera económica, estaba engullendo múltiples vertientes de la vida pública y
privada. En tercer lugar, el relato liberal-burgués que prometía la emancipación
de la pobreza gracias al mercado libre fue cuestionado por la flagrante
desigualdad en la distribución de la riqueza —dentro de los Estados y entre
ellos—, y por un expolio medioambiental que empezó a hacerse patente por
entonces, sobre todo cuando el Club de Roma alertó sobre los límites del
crecimiento. Y por último, el gran relato marxista de la emancipación de las
mayorías mediante la socialización de los recursos —de cada cual según su
capacidad, a cada cual según su necesidad: esa auroral utopía que había
galvanizado el mundo— resultó en fosca distopía cuando la doble caída del Muro
de Berlín y la URSS revelaron el horror del estalinismo, décadas antes
denunciado por pensadores como Camus, Merleau-Ponty o Koestler.
La posmodernidad que resultó de semejante hundimiento muestra, vista con
perspectiva, un saldo plural de virtudes y defectos, como cualquier época
histórica. Entre las virtudes se cuenta la extensión de las libertades,
garantías y derechos; el medro de las clases medias y el acceso al confort y al
consumo de una porción de las subalternas; el reemplazo de las rígidas
ortodoxias por la heterodoxia y el relativismo; la relajación de los tabúes y
los dogmas, así como la atmósfera de tolerancia y pluralidad asociada a la vida
urbana. Por vez primera en la historia, millones de personas otrora desposeídas
se sentían llamadas a sentarse a la mesa de los escogidos, en alas del
Estado-providencia y, ante todo, de un Progreso en apariencia imparable. A
finales de los años noventa, cuando tamaño ensueño culminó, Europa y el
sedicente "Primer Mundo" semejaban un balneario de instalados y rentistas, cuyos
inexpugnables muros contenían el oleaje de la planetaria indigencia.
Entre las carencias y defectos de la posmodernidad, no obstante, debe
incluirse la desactivación del talante y del talento críticos, tan patente en
los ámbitos pedagógico y político. O la tendencia a orillar la problemática del
mal en aras de un narcisismo que atrofia los vínculos solidarios, fomenta la
desafiliación e induce el "declive del hombre público", en palabras de Richard
Sennet. O el relevo de la ética del ser por la del tener, espoleado por un
consumismo basado en la creación de necesidades y deseos superfluos. O la
sustitución de las ideologías continentales por un archipiélago de
islotes ideológicos ––feministas, ecologistas, poscolonialistas o
identitarias––, tan dispersos que se muestran incapaces de enfrentar la
tecnoburocracia globalizada. O la anemia de un pensamiento de izquierdas
confinado al reducto erudito, que a fuer de servil resulta inofensivo e
inane.
Añádanse a tales penurias otras de comparable fuste, a fin de otear el
paisaje. Así, la rampante mercantilización de la práctica totalidad de los
ámbitos sociales, incluidos los de tenor espiritual y artístico. Y la erosión de
la frágil secuencia temporal humana en una época señalada, en palabras de
Fredric Jameson, por no saber ni querer pensarse históricamente. Y la
proclividad, alentada por la sociedad del espectáculo, a la trivial estetización
de la economía y la política, de la ética y la ciudad, del cuerpo y los
sentimientos, de la naturaleza y la guerra. Y la irresponsabilidad de buena
parte de los ciudadanos, que a su condición de súbditos que se ignoran —de una
democracia carcomida por la demagogia, la corrupción y el decisionismo, por
cierto— añaden el desvarío de sentirse cómplices del mismo sistema que los
sojuzga, como se echa de ver en este trance aciago. Y, en fin, la miopía de unas
generaciones que se han creído propietarias de un presente pletórico y eterno,
una utopía del ahora y el aquí que ha hipotecado el porvenir de las futuras.
De unos años a esta parte, sea como fuere, esa ambivalente posmodernidad da
muestras de patente agonía, arrancada de su quimera jovial por una cadena de
seísmos en los que Occidente se juega el bienestar que le queda, amenazado
extramuros por una globalización que está desplazando hasta ambas orillas del
Pacífico los centros de control y riqueza. Y amenazado también, intramuros, por
el casi unánime delirio de opulencia que nos ha emplazado ante el precipicio:
ideológica, política y éticamente desarmados cuando más urgente resulta disponer
de criterios para conducirnos con tiento, conciencia y temple, inspirados por
esa antigua sabiduría humanista que sugiere la autolimitación y la mesura. Es
hora de despabilar: la posmoderna mojiganga ha terminado. La crisis epocal que
atravesamos está teniendo ya, junto a su cohorte de efectos indeseables, el
deseable de conjurar la bobería política, ética y estética que por desgracia
colea aún. Y también el de urgirnos a rehabilitar la plural herencia del
Humanismo y la Ilustración en este nuevo tiempo penumbral, a fin de tornarnos
lúcidos y éticos, sobrios y solidarios, cívicos y compasivos. Con las debidas
cautelas, será menester poner al día los viejos idearios de emancipación y
concebir otros de cuño actualizado y distinto, porque al despertar la modernidad
capitalista sigue todavía aquí, aunque más desregulada, ensoberbecida y
digitalizada que nunca.
Lluís Duch y Albert Chillón, La agonía de la posmodernidad, El País, 25/02/2012
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