Més creixement és la solució.
La gravedad de la situación se hace patente en cuanto se cuestione la
viabilidad de la política propuesta. A estas alturas no cabe seguir obviando la
vieja cuestión de los "límites del crecimiento", ni dejar de poner en tela de
juicio la relación crecimiento-empleo. Se aumenta la productividad produciendo
más con menos mano de obra, y los empleos que una mejor tecnología y
organización destruyen en una rama, en un mundo globalizado no resurgen sin más
en otra. Cierto que bajando los salarios se logran empleos, pero esto no quiere
decir que el precio del trabajo sea el factor decisivo: los países africanos con
los salarios más bajos son también los que dan el índice más alto de paro. Hace
tiempo que hemos constatado crecimiento sin empleo (jobless growth) y el
que se sigue creando en los países más competitivos exige una calificación que
no alcanza a la mayor parte de la oferta laboral.
Al fin y al cabo el crecimiento no es más que una noción estadística que
resulta de sumar los datos que se eligen para confeccionar el PIB. Cuentan
aquellos que consideramos positivos -inversiones en investigación,
infraestructuras, tecnología, educación o sanidad- y los claramente negativos,
como los que traen consigo los accidentes de tráfico, la obesidad, el
alcoholismo, la polución medioambiental o la eliminación de desperdicios de
productos desechables que satisfacen únicamente necesidades inducidas. Estos
últimos suben también el PIB, pero no puede decirse que aporten una mejor
calidad de vida. Una buena parte del crecimiento contabiliza las enormes sumas
que se emplean en reparar los daños del crecimiento.
La única salida a la crisis que el actual modelo de producción propone es más
crecimiento, lo que supone seguir consumiendo de la misma manera indiscriminada,
la única libertad real que le queda al ciudadano, una vez denigrado a mero
consumidor. Ahora bien, incitar al consumo para restablecer la coyuntura, aparte
de que perjudica la balanza comercial con más importaciones, impulsa el
endeudamiento privado -tarjetas de crédito, ventas a plazo, facilidades
crediticias-, que ha sido una de las causas de la crisis. Para salir se propone
el mismo endeudamiento que la ha provocado, sentando así las bases de la
próxima.
No es el momento de explayarse en la crítica, harto conocida, del consumismo
que por lo pronto atañe únicamente a los que puedan permitírselo, pues si la
oferta es ilimitada, en cambio, el desempleo hace para muchos inasequible un
consumo que hemos sacralizado como el mayor bien. Conocidas son las
frustracciones y tensiones sociales que origina el consumismo, pero hasta ahora
las contrarresta la ilusión que se propaga desde arriba y es compartida por una
buena parte de la población, de que con los duros sacrificios de hoy se
recuperará el nivel de consumo y continuaremos creciendo y creciendo,
beneficiándose de ello cada vez un mayor número.
Justamente la creencia en que el crecimiento no tendrá fin -reconocerlo
establece fecha de caducidad a nuestro sistema productivo- pone de manifiesto la
incoherencia disparatada del crecimiento ilimitado. Aunque nos refugiemos en una
categoría tan vaporosa como la del "crecimiento sostenible", parece bastante
descabellado suponer que se podrá seguir creciendo en Occidente, a la vez que en
los otros continentes, sin tomar en consideración el agotamiento de los recursos
o los daños ecológicos.
Ello no es óbice para que se mantenga impertérrita, dominando la política y
los medios, la ideología del crecimiento que imponen los que se benefician del
actual sistema productivo. La única rendija que se divisa reclama que sea la
política, y no los mercados, la que tome las medidas oportunas, pero es una
demanda que hasta ahora no ha tenido la menor consecuencia.
Ignacio Sotelo, Más allá del crecimiento, El País, 07/02/2012
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