El provincianisme dels vius.
A diferencia del provincianismo clásico, este otro lo sería del
tiempo, no del espacio y, formulado también con una considerable rotundidad,
vendría definido por considerar que el mundo es propiedad de los vivos, "una
propiedad sobre la que los muertos no tienen derechos", por enunciarlo con las
propias palabras del poeta. Para que esta actitud acabe por convertirse en
hegemónica se requiere que un doble supuesto se imponga por completo,
condicionando y modelando cualquier actitud ante el mundo. El primero es el de
la afirmación del presente como única realidad temporal efectivamente
importante, a cuyo lado cualquiera de las otras clásicas dimensiones del tiempo
apenas alcanza el estatuto de difusa evocación (pasado) o vana ensoñación
(futuro).
Pero la operación obtiene toda su eficacia en el momento en que la afirmación
anterior se ve acompañada de un convencimiento complementario, de apariencia tan
obvia (aunque en el fondo, análogamente injustificada) como el primero, a saber,
el de que nadie puede discutir nuestra hegemonía en el conocimiento de ese
presente por la sencilla razón de que residimos en él. ¿Quién, si no nosotros,
que somos sus protagonistas, podría hablar con mayor conocimiento de causa de lo
que nos ocurre, parece ser el supuesto incuestionado? Está claro que el
convencimiento no resiste el menor análisis: casi tan claro como que ese
convencimiento se encuentra profundamente arraigado en nuestro imaginario
colectivo, que tiende a registrar como algo profundamente anti-intuitivo el
hecho de que alguien pueda poner en duda el valor de nuestra interpretación
acerca de lo que tuvimos ocasión de vivir en primera persona ("¿a mí, que estaba
allí, me lo vas a decir?", es frecuente que comentemos, irritados, cuando nos
sentimos cuestionados al respecto).
El convencimiento arraiga en una confusión, cada vez más extendida, entre
conocimiento y experiencia, que tienden a ser consideradas como realidades
asimilables cuando, de hecho, se encuentran nítidamente diferenciadas. Es obvio
que, pongamos por caso, la mayor parte de seres humanos poseen la experiencia
del amor, del odio, de la envidia, de la ira..., pero eso en modo alguno
equivale a afirmar que conozcan la naturaleza profunda de tales emociones, por
las que pueden haberse sentido embargados en muchos momentos de sus vidas. De
hecho, la pregunta que el paciente, atormentado por un problema personal, dirige
al terapeuta cuya ayuda solicita a menudo adopta esta forma, sólo en apariencia
paradójica: "¿qué me está pasando?", donde se hace evidente que el supuesto de
que toda experiencia es autotransparente carece por completo de fundamento.
Pero el caso es que, mientras las realidades concretas, cotidianas, no nos
den problemas, tendemos a instalarnos en dicho supuesto. Más aún, es él el que
justifica la engañosa sensación de plenitud que nos produce protagonizar algo,
vivirlo en primera persona, etc., como si el mero hecho de que nos pueda estar
sucediendo a nosotros nos otorgara una supuesta autoridad gnoseológica para
entenderlo y hacerlo entender a otros. Una variante particularmente difundida de
esta misma sensación es la que podríamos definir como la de protagonismo por
persona interpuesta, representado por los medios de comunicación. En
efecto, se ha convertido en uno de los tópicos más reiterados la
autocomplaciente insistencia por parte de estos últimos en el eslogan
estamos allí (supuestamente para contarlo), en el que el acento recae
casi por completo en el simple hecho de la presencia física, quedando relegada
el relato o explicación a mero acompañamiento o banda sonora verbal.
Sorprende, a poco que se piense, la escasa importancia concedida a lo que de
veras debiera interesar, esto es, el supuesto sentido de esos acontecimientos a
cuya narración acuden los medios (en algún caso, en tropel). La interpretación
de lo que está pasando, genuina razón de ser de la presencia de los
profesionales destacados al efecto "en el lugar de la noticia", en ningún caso
suele ocupar mucha atención: de hecho, ese impreciso interés
informativo al que se suele hacer alusión al anunciar la noticia misma
incluye ya la aceptación acrítica de una versión previa (que es precisamente la
que justifica el tiempo que se le está dedicando). Por su parte, los
profesionales en cuestión se limitan cada vez con mayor frecuencia a aportar
aquellos testimonios que proporcionen el lado humano, la dimensión
emotiva o cualquier otro registro ornamental análogo.
En realidad, semejante deriva tiene poco de extraña, y no resulta imputable
en exclusiva a ese proceso de banalización que parece afectar a todas las
esferas de lo real en esta sociedad postmoderna de nuestros pecados. La deriva
mantiene un estrecho paralelismo con el fenómeno que viene ocurriendo en las
últimas décadas en el ámbito de la historiografía, donde ha sido tanta la
importancia adquirida por la idea del testimonio (especialmente de los
supervivientes de las grandes tragedias del siglo XX) que autores ha habido (en
concreto, Annette Wieviorka) que han propuesto definir nuestra época
precisamente como la era del testigo, caracterizada, en lo esencial, por
atribuir a la figura de éste una soberanía casi absoluta a la hora de definir el
auténtico conocimiento de los hechos. Probablemente sean el mismo recelo
antiteórico, parecida desconfianza hacia las construcciones discursivas más
elaboradas, los que subyacen tanto a la tendencia de algunos filósofos de la
historia a conceder, sin más, valor de verdad al testimonio del protagonista
(por más variaciones que pueda haber sufrido el mismo a largo del tiempo) como a
esa pregunta-comodín habitual de tantos entrevistadores, el socorrido "¿cómo se
siente?", en el que parece condensarse la renuncia de aquéllos a interpretar con
una mínima autonomía crítica lo ocurrido y su sustitución por el relato del
estado de ánimo del entrevistado, como si nada de mayor interés pudiera serle
ofrecido al público.
Nos encontramos ante un proceso de imparable empobrecimiento de nuestra
capacidad de dar cuenta de las transformaciones que se van produciendo en la
realidad que nos rodea. Lo relevante, lo digno de ser tomado en cuenta a efectos
de intentar entender lo que nos pasa, ha ido padeciendo un proceso de
adelgazamiento que, a base de reducirlo a su mínima expresión, ha terminado por
convertirlo en un referente vacío. Si sólo existe de veras lo que ahora hay, y
de esto únicamente importa lo que me pasa a mí (o aquello en lo que estoy
presente, puesto que lo que les pase a otros, o en mi ausencia, no entrará
nunca, por definición, bajo mis competencias gnoseológicas), en tal caso nada
existe en realidad y apenas cosa alguna puede considerarse merecedora de nuestra
atención. Ahora estamos en condiciones de apreciar hasta qué punto se quedaba
corto Eliot en su diagnóstico. Incluso la etapa en la que éramos satisfechos
provincianos del presente parece haber quedado definitivamente a nuestras
espaldas. Ahora tan sólo somos aldeanos del instante —tan satisfechos como
cuando éramos provincianos, pero mucho más ignorantes que entonces—.
Manuel Cruz, Aldeanos del instante, El País, 21/02/2012
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