La paradoxa de la fal.làcia naturalista.
Si consideramos (los) agudos análisis de Hume
con algún detenimiento, y teniendo a la vez en cuenta las consideraciones
precedentes sobre la inversión de las relaciones entre teoría y praxis en el
mundo moderno, entonces descubrimos con cierta sorpresa una dimensión
paradójica de esas palabras de Hume, dimensión a la que podríamos llamar
paradoja de la falacia naturalista. Lo que de algún modo hemos aprendido
siempre respecto de la modernidad es que el sujeto fundante hace ciencia a
partir de un conocimiento de la naturaleza, del ser, y que por tanto ésta y el
sujeto son realidades estables, sustancias en el sentido fuerte. En este
contexto la tesis de Hume viene a significar que el sujeto puede describir la
naturaleza, la sustancia extensa, pero que las reglas morales no las obtiene de
ahí sino de otro lugar, y dado que el sujeto no tiene más que dos fuentes
posibles, las obtiene directamente de su voluntad, por tanto todas las
filosofías morales que tradicionalmente han hecho tal cosa, la de Aristóteles
en particular, están erradas y no han captado correctamente la verdadera fuente
del problema moral, que no es objetiva o inscrita en el “ser”, sino subjetiva e
inscrita en el sujeto y en su voluntad entendida como deseo. Lo que,
simplificado, tiende a interpretarse como subjetivismo y el consiguiente relativismo
en moral. Así las cosas, lo único que la filosofía moral tendría que decir en
ese sentido es cómo podemos alcanzar de la manera más óptima los fines
propuestos subjetivamente por la voluntad. De ahí, la conclusión es obvia y
parece única: la moral consiste en optimizar la obediencia a las pasiones, la
razón es instrumental, esa razón instrumental que funda el individualismo
metodológico y todo lo demás que domina en las ciencias sociales.
Seguramente Kant, que como es bien sabido se
opuso a esa forma de entender lo moral, a esa forma que con el tiempo ya en
pleno siglo XX se llamará instrumental,
fue el primero en percatarse de esa paradoja. Porque si Kant se enfrentó a la
posición de Hume no fue para regresar a la ética de Aristóteles o a la moral
cristiana, sino porque consideraba que ese ámbito humeano es en realidad
teórico y no práctico, porque en definitiva depende demasiado del ser, claro
que en este caso del ser moderno, es decir, de ese ser que se ha desprendido de
la naturaleza, que tanto en Hume como en Kant ha pasado a convertirse, en el
mejor de los casos, en un enigma. De algún modo, Kant habría percibido esa
paradoja de la falacia naturalista, consistente en que Hume rechazara toda
moral que pretendiera basarse en el ser, sin tener en cuenta que al hacerlo
reeditaba un nuevo tránsito del “es” al debe, sólo que desde un “es” que ya no
era el de la vieja configuración premoderna de la naturaleza, sino más bien de
ese vacío, de esa cosa en sí a la que no hay ya acceso. Lo que Kant y Hume
comparten y constatan es que el viejo ser como tal se ha desvanecido, como
también admiten ambos que lo que funcionalmente ocupa su lugar es otra distinta
del ser, es ese devenir informe en Hume o eso múltiple informe a lo que no hay
acceso en Kant. Cuando Hume habla del ser en su crítica del paso del “es” al
debe lo hace refiriéndose al viejo ser, respecto del cual él mismo nos ha
dicho, como del sujeto, que no sabemos nada. Es, pues, natural que no podamos
pasar del “es” al debe, porque el “es” propiamente hablando no son sino
ficciones. Su lugar lo ocupa ya en Hume la voluntad, el producto de la máquina,
esa construcción que ha usurpado a la naturaleza, y en ese sentido Kant tiene
razón al decir, aunque no lo diga así, que semejante proceder ético y moral no
funda la ética, sino que vuelve a ser una ciencia teórica y que la moral, el
deber ser, ha de obtenerse de otro lugar distinto a la voluntad de poder. ¿Pero
cuál puede ser ese lugar? Lo único que sabemos es que no nos permite regresar a
la divinidad o al ser premoderno y se tiene que jugar en otro ámbito que el de
la máquina del saber y el de esa naturaleza de segundo orden que la máquina del
saber y el de esa naturaleza de segundo
orden que la máquina del saber construye. Por tanto, si no positivamente, sí
podemos definir negativamente el ámbito de la ética moderna como aquello que no
debería proceder de esa estructura
que llamamos voluntad de poder. Tal vez sea ésa una forma benévola de interpretar
la doctrina moral kantiana, la casi mortal rigidez de su imperativo moral, su
indagación casi imposible de un nuevo reino del deber ser que, por moderno, no
puede estar anclado ya en ninguna naturaleza, un esfuerzo supremo por dar forma
al vacío en el que se ha instalado la vida. (108-110)
Vicente
Serrano, La herida de Spinoza, Anagrama,
Barna 2011
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