El "nou realisme".
I've tried so not to give in. / I've said to myself this affair never will go so well.
"Despierta a la realidad", decía una canción de Cole Porter que Frank Sinatra cantó como nadie. Desde hace algún tiempo, también se escuchan en la política de nuestro país invocaciones múltiples al realismo (por eso me atrevo a desafiar al sociólogo de guardia). No deben confundirse tales invocaciones con las que en otro tiempo exhortaban al pragmatismo: el pragmatismo se opone al idealismo, y era, por lo tanto, en boca de los ideólogos, una invitación a desertar de los "ideales" y a apostar por los "resultados" tangibles (electorales, sociales o económicos), como ocurrió con el abandono del marxismo dogmático por parte de las organizaciones socialdemócratas. En las proclamas de realismo que actualmente nos invaden, en cambio, la "realidad" no se opone a los ideales sino a las ilusiones ("Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades"). Ya no se acusa a la izquierda de haber sido "idealista", como en el asunto recién evocado, sino de ser ilusionista. Y aún se escucha, de boca de sus líderes electoralmente contrariados, que sus votantes se encuentran "desilusionados" y que hay que atraerles a las urnas con algún proyecto "ilusionante" (hay que lograr, por así decirlo, que vuelvan a "hacerse ilusiones", aunque sean ópticas): se ve que el Congreso de Sevilla no fue para las ilusiones lo que el de Bad Godesberg para los ideales. Tiempo al tiempo. El idealismo puede llegar a ser criminal (véanse los estragos del dogma comunista); el ilusionismo, por definición, es dispendioso (como saben los productores de Hollywood). Y frente a esta izquierda ilusionista y derrochadora se levanta, erguida y solemne, la derecha realista, que nos anima a atenernos a la cruda verdad de las desinfladas arcas, por amargo que ello resulte.
Nada se opondría, pues, a etiquetar el realismo así enarbolado en Europa y
España como neorrealismo. Y no tanto por su novedad como porque el acelerado
ritmo de destrucción de las clases medias que comporta muy bien podría
remitirnos a un paisaje que tiene en común con el del Ladrón de
bicicletas o Calabuch las ruinas empobrecidas entre las que
caminan los personajes pensando en emigrar y sin poder hacer nada para responder
a la devastación. Es verdad que los escombros entre cuyos espectros hoy vagamos
como aquel niño de Alemania, año cero son las urbanizaciones sin
compradores, aeropuertos sin aviones, trenes sin viajeros, periódicos sin
lectores, ciudades de la luz, de la imagen, de las artes o de la cultura sin
luz, imagen, artes ni cultura, autovías sin automóviles, viviendas sin
habitantes, hospitales sin médicos, universidades sin estudiantes y tantos
etcéteras; y que no son la consecuencia de los bombardeos aéreos sino de la
larguísima confusión de la política —la nacional y la nacionalista— con un juego
de poder que no tenía más contenido que su propia perpetuación siempre ampliada
y que las agencias de calificación han acabado por poner en su sitio: la falta
de argumentación de la que tan sensatamente se quejaba Félix de Azúa ("¿Ha dicho
usted ideas políticas?", El País del 7.02.2012) ahora ya no puede
disimularse con ilusiones, porque se ha evaporado el principal combustible de
todas las fábricas de ilusiones, el dinero, siempre presto a ocupar los espacios
vacíos y a trasladarse a otros más prósperos cuando las ganancias empiezan a
decaer. Los que abandonaron los ideales tenían tanta prisa por echarse en brazos
de las ilusiones que pasaron de largo ante las ideas —que están justamente a
medio camino entre los unos y las otras—, y ahora no recuerdan dónde se las
dejaron olvidadas. Mientras la escasez de ideas se encubre con la proliferación
de ilusiones y ocurrencias, no se percibe hasta qué punto es la primera la que
acelera, infla y multiplica las segundas, pero cuando estas últimas se esfuman
la sensación de vacío es tan angustiosa como la que padece Monica Vitti en
El desierto rojo.
Es importante, sin embargo, ser ecuánime: pese a la retórica dominante, el
ilusionismo de los tiempos precríticos no ha sido patrimonio exclusivo de la
izquierda con su "ralentización" y sus "brotes verdes", sino que ha impregnado
todos los nichos ideológicos disponibles, desde la creatividad de
George Bush Jr. y Donald Rumsfeld con las armas iraquíes de destrucción masiva y
la innovadora política exterior de Aznar hasta las
imaginativas posiciones de Rodríguez Zapatero ("un hombre que veía la
política en imágenes", según sus asesores) o de alguno de sus ministros
iluminados sobre la factura de la luz, pasando por las genialidades de
comunidades autónomas y ayuntamientos cuyos bonos cotizan hoy a la altura del
rescate. Por no hablar del sector privado, cuyos beneficios aerostáticos
resultaron ser la cabeza hinchada por la deuda de un gigante cuyos pies estaban
hechos del barro de los ladrillos que acabaron hundiendo el zepelín hasta
convertirlo en una de esas ingrávidas y gentiles pompas de jabón cantadas por el
poeta. Pero es aún más importante depurar la demasiado fácil toma de partido por
la realidad frente a la ilusión, no sea que acabemos defendiendo el reality
show.
El realismo que ahora se ensalza, para empezar, no es un realismo
político, sino únicamente económico o simplemente contable. Las cuentas
deprimidas sólo generan depresión (económica y anímica), pero de ellas no nace
ninguna idea política relevante. La creencia en que nos haremos ricos a fuerza
de empobrecernos mediante el sacrificio masivo de empleos, salarios, pensiones y
servicios no se puede considerar "realismo" (como no sea realismo mágico). Más
bien representa un retorno al idealismo dogmático, que siempre sostuvo que el
Estado —hasta hace poco llamado "de bienestar"— es una ilusión que sólo se
vuelve verosímil si el crédito fluye alegremente, y que cuando no es así el
viejo eslogan "Hacienda somos todos" ya sólo puede ser la leyenda de una viñeta
de El Roto ilustrada con un sombrío consejo de administración de Standard &
Poors. Porque esta es la doctrina que hoy tácitamente comparten la derecha
ascética atrincherada en la austeridad milagrosa, la socialdemocracia resignada
a esperar dos legislaturas el regreso del lubricante de las ilusiones
cómodamente sentada en los bancos de la oposición, y el resucitado izquierdismo
populista que proclama en las calles la prescindibilidad de los partidos
políticos ("no nos representan"). Si la insostenibilidad del ilusionismo es
ahora evidente, también empieza a atisbarse la criminalidad de este nuevo
idealismo en las escenas que llegan de Grecia, en la brillante invención de
algunas administraciones españolas de castigar a los enfermos rebajándoles el
sueldo cuando están de baja médica ("para combatir el despilfarro", dicen los
neorrealistas que se disponen a regalar el 60% de su salario a los gorrones que
fingen un trastorno para cobrar sin trabajar), o en felices hallazgos como el de
llamar "prisión permanente" a la cadena perpetua o el de incluir los primeros
auxilios en el temario de la "educación cívico-constitucional" (quizá para
preparar a los futuros ciudadanos para una seguridad social reducida a la
caridad cristiana como área única). Es como si de nuevo hubiéramos basculado del
ilusionismo al dogmatismo saltándonos la estación de las ideas y de la
política.
Y ello nos hace recordar que también se llama "nuevo realismo" al programa
neo-dadaísta del inolvidable Yves Klein, un artista que, como le sucede hoy día
a casi todo el mundo, prefería la realidad y la ilusión a la representación y
que hacía cuadros sin pintura, libros sin palabras o canciones sin música. Su
obra más conocida es una expresiva fotografía titulada salto al
vacío.
José Luis Pardo, El neorrealismo ha vuelto, El País, 17/02/2011
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