Economia i democràcia.
Dani Rodrik |
Para que el mensaje no cayera en saco roto, luego ilustró su argumento
recordándole al público al “ex ministro japonés de Agricultura que sostuvo que
Japón no podía importar carne vacuna porque los intestinos humanos son más
largos en Japón que en otros países”.
El comentario generó algunas risitas entre dientes. ¿A quién no le gusta
hacer bromas a expensas de los políticos?
Pero la observación tuvo una intención más seria y evidentemente estaba
destinada a exponer un error fundamental en mi argumento. El hombre que
analizaba mi libro encontraba evidente que dejarles a los políticos más espacio
de maniobra era una idea disparatada –y suponía que la audiencia estaría de
acuerdo-. Si uno elimina las limitaciones a lo que los políticos pueden hacer,
insinuó, lo único que conseguirá son intervenciones tontas que estrangulan a los
mercados y frenan el motor del crecimiento económico.
Esta crítica refleja un malentendido grave respecto de cómo funcionan
realmente los mercados. Educados con libros de texto que oscurecen el papel de
las instituciones, los economistas suelen imaginar que los mercados surgen por
sí solos, sin la ayuda de una acción resuelta y colectiva. Adam Smith puede
haber tenido razón al decir que “la propensión a transportar, trocar e
intercambiar” es innata de los seres humanos, pero hace falta una panoplia de
instituciones ajenas al mercado para materializar esta propensión.
Consideremos todo lo que se necesita. Los mercados modernos precisan una
infraestructura de transporte, logística y comunicación, que en gran parte es el
resultado de inversiones públicas. Necesitan sistemas de cumplimiento de
contratos y protección de los derechos de propiedad. Precisan regulaciones que
aseguren que los consumidores tomen decisiones informadas, que las
externalidades se internalicen y que no se abuse del poder del mercado.
Necesitan bancos centrales e instituciones fiscales para evitar el pánico
financiero y los ciclos comerciales moderados. Precisan protecciones sociales y
redes de seguridad para legitimar los resultados distributivos.
Los mercados que funcionan bien siempre están arraigados en mecanismos más
amplios de gobernancia colectiva. Esa es la razón por la cual las economías más
ricas del mundo, las que tienen los sistemas de mercado más productivos, también
tienen grandes sectores públicos.
Una vez que reconocemos que los mercados requieren reglas, luego debemos
preguntarnos quién escribe esas reglas. Los economistas que denigran el valor de
la democracia a veces hablan como si la alternativa a la gobernancia democrática
fuera la toma de decisiones de reyes-filósofos platónicos de mentes elevadas
–idealmente economistas.
Sin embargo, este escenario no es ni relevante ni deseable. Por un lado,
cuanto más baja la transparencia, representatividad y responsabilidad del
sistema político, más probabilidades hay de que intereses especiales se apropien
de las reglas. Por supuesto, también se puede capturar a las democracias. Pero
siguen siendo nuestra mejor salvaguarda contra el régimen arbitrario.
Es más, la formulación de las reglas rara vez tiene que ver sólo con la
eficiencia; puede implicar compensar objetivos sociales enfrentados –estabilidad
versus innovación, por ejemplo- o tomar decisiones distributivas. Estas no son
tareas que querríamos encomendar a economistas, quienes podrían saber el precio
de muchas cosas, pero no necesariamente su valor.
Es verdad, la calidad de la gobernancia democrática a veces se puede aumentar
si se reduce la discreción de los representantes electos. Las democracias que
funcionan bien suelen delegar el poder de formular las reglas a organismos
cuasi-independientes cuando las cuestiones que se barajan son técnicas y no
plantean cuestiones distributivas; cuando el intercambio de favores políticos
podría resultar en desenlaces subóptimos para todos; o cuando las políticas
están afectadas por la miopía y descartan considerablemente los costos futuros.
Los bancos centrales independientes ofrecen una ilustración importante de
esto. Puede estar en manos de los políticos electos la tarea de determinar el
objetivo de inflación, pero los medios utilizados para alcanzar ese objetivo son
relegados a los tecnócratas en el banco central. Aún entonces, los bancos
centrales normalmente siguen siendo responsables ante los políticos y deben
ofrecer una explicación cuando no logran los objetivos.
De la misma manera, puede haber instancias útiles de delegación democrática a
organizaciones internacionales. Los acuerdos globales para ponerle un tope a las
tasas de aranceles o reducir las emisiones tóxicas son, por cierto, valiosos.
Pero los economistas tienden a idolatrar estas limitaciones sin escudriñar
suficientemente las políticas que las producen.
Una cosa es defender las limitaciones externas que mejoran la calidad de la
deliberación democrática –impidiendo el cortoplacismo o exigiendo transparencia,
por ejemplo-. Otra cosa totalmente distinta es subvertir la democracia
privilegiando intereses particulares por sobre otros.
Por caso, sabemos que los requerimientos globales de adecuación del capital
generados por el Comité de Basilea reflejan abrumadoramente la influencia de los
grandes bancos. Si las regulaciones fueran escritas por economistas y expertos
en finanzas, serían mucho más rigurosas. Por el contrario, si las reglas fueran
relegadas a procesos políticos internos, podría existir una mayor presión
compensatoria de parte de los accionistas que se oponen (aunque los intereses
financieros también son poderosos fronteras para adentro).
Del mismo modo, a pesar de la retórica, muchos acuerdos de la Organización
Mundial de Comercio no son el resultado de la búsqueda del bienestar económico
global, sino del poder de lobby de las multinacionales que buscan oportunidades
para generar ganancias. Las reglas internacionales sobre patentes y propiedad
intelectual reflejan la capacidad de las empresas farmacéuticas y de Hollywood
–para dar apenas dos ejemplos- para salirse con la suya. Estas reglas son
ampliamente ridiculizadas por los economistas por haber impuesto limitaciones
inapropiadas a la capacidad de las economías en desarrollo para acceder a
productos farmacéuticos baratos u oportunidades tecnológicas.
De manera que la opción entre discreción democrática en casa y limitación
externa no siempre es una elección entre buenas y malas políticas. Aún cuando el
proceso político interno funcione de manera deficiente, no existe ninguna
garantía de que las instituciones globales vayan a funcionar mejor. Muy a
menudo, la elección es entre ceder ante quienes buscan rentas en el país o los
extranjeros. En el primer caso, al menos las rentas se quedan en casa.
Para terminar, el interrogante tiene que ver con a quién le concedemos el
poder para hacer las reglas que los mercados necesitan. La realidad inevitable
de nuestra economía global es que el principal sitio de responsabilidad
democrática legítima sigue estando dentro del estado nación. De manera que de
buena gana me declaro culpable de la acusación de mi crítico economista.
Sí quiero que el mundo sea seguro para los políticos democráticos. Y,
francamente, me preocupan aquellos que no quieren lo mismo.
Dani Rodrik, Economistas y democracia, Project Syndicate, 11/05/2011
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