La veritat és una cosa terrible.
No hace mucho, una profesora me contaba que había perdido la fe. No la fe
religiosa, sino la fe en su profesión, la fe en las asignaturas que impartía. Se
daba cuenta de que daba las clases mecánicamente, que declamaba una lección
repetida y archisabida, y se preguntaba qué entenderían los alumnos de aquella
retahíla de teorías, qué aplicación práctica le encontrarían, si es que le
encontraban alguna, qué importancia le adjudicarían a aquellas discusiones
eruditas, si es que le adjudicaban alguna. Se daba cuenta de que dar clase
constituía una relación triangular, con el profesor y los alumnos en dos de los
vértices y la materia en el tercero, de modo que la relación del docente con la
materia era percibida de modo determinante por aquéllos: si no había ahí una
relación de atracción, de entusiasmo incluso, difícilmente podría suscitarlo en
los alumnos. Se daba cuenta, por último, de que a veces fingía o exageraba ese
interés ante ellos, de que les vendía una mercancía en la que no creía, ni
conseguía recordar si había creído de verdad alguna vez. Aunque sabía, no
obstante, que tenía que esforzarse en cumplir con su deber.
Como San Manuel Bueno, mártir, le dijimos. Como San Manuel Bueno, mártir, nos
respondió. El cura de la novela de Unamuno había perdido la fe, pero la seguía
predicando. Más aún, la seguía predicando con un fervor, una dedicación y una
caridad tan alabadas que le hacían merecer fama de santo. Una actividad
permanente que le impedía recrearse en las dudas o, más bien, en las crudas
certezas que ocultaba a sus fieles: “La verdad es acaso algo terrible, algo
intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella”. Así que
él se encargaba de hacer llevadera y aún feliz la vida de sus feligreses,
haciendo que se soñaran inmortales, pues lo importante es que “vivan en
unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían”. A Don
Manuel, en realidad, no le quedaba más que una certeza: “consolarme en consolar
a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío”.
En qué profesiones no pululan descreídos así, gente sin fe pero no cínica,
gente cruzada de dudas o de certezas contrarias a las causas que han de
defender, gente que aparenta y a veces aparenta tan bien y durante tanto tiempo
que hasta se creen su propia representación. Imagino al empleado de banca que
encaja a sus clientes un paquete de acciones o un plan de pensiones no muy
seguros, pero cuyas virtudes ha de ensalzar; mientras se escucha a sí mismo se
pregunta cuándo dejó de creer en todo eso. Imagino al político repitiendo las
consignas del argumentario que le han pasado esa mañana; quiere estar de acuerdo
con lo que dice, aunque a veces le importuna la duda de ser un farsante.
Seguramente todos creen que el orden al que contribuyen es necesario y consuela
a los demás, 'aunque el consuelo que les dan no sea el suyo'.
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