No n´hi ha prou amb indignar-se.
Días atrás, me choqué con un grafiti que decía así: “Indignarse no es
suficiente”. Y vi una foto de una pancarta de una manifestación en la que estaba
escrito: “Indiferencia igual a arma de destrucción masiva”. La insuficiencia que
el grafitero constata es la dificultad de encontrar transformación política a la
indignación ciudadana. La indiferencia expresa la crisis cultural; la
indignación, los arrebatos morales de una sociedad desconcertada y asustada. La
primera no va a ninguna parte, la segunda no sabe adónde ir. La indiferencia es
letal porque equivale a la aceptación de la fatalidad: “Es lo que hay”. Terrible
expresión de claudicación e impotencia que últimamente se oye demasiado. La
indignación, por lo menos, tiene la virtud de recordar que seguimos vivos. Y
ambas nos recuerdan que sin alternativas políticas reales y sin un sentido que
la anime, la democracia está herida. Entre la indignación y la indiferencia,
¿qué vemos? Una política perdida en el marasmo de los intereses económicos,
incapaz de dotar de sentido a unas políticas que se ejecutan por imperativo
superior. Y lo más preocupante es que entre estos ejecutores algunos parecen
disputar una insultante carrera: quién consigue más recortes y menos irritación
social. La sádica actuación de la policía en Valencia contra los estudiantes
expresa la voluntad de segar de raíz cualquier esbozo de conflicto social. Y sin
conflicto no hay sociedad libre.
La indiferencia sirve de argumento a los gobernantes para decir que la
mayoría de los ciudadanos apoya sus políticas. A los gobernantes siempre les ha
gustado dejarse engañar por lo que quieren creer en cada momento. Frente a una
indignación que no se concreta y frente al silencio ensordecedor de la
indiferencia, la política institucional cada vez está más desconectada de la
sociedad y más conectada con unas élites cerradas que solo se escuchan a sí
mismas. Y así se va avanzando por la senda que marca la economía, que es la
palabra mítica que sirve de eufemismo de las relaciones de fuerza reales. ¿Quién
es esta economía que todos tenemos que obedecer? Un ente compuesto, formado por
los que tienen poder económico y lo usan para influir en beneficio de sus
intereses; un sinfín de expertos rendidos al dinero, que en esta crisis han
puesto en evidencia a los más famosos departamentos universitarios y escuelas de
negocios; unos tecnócratas con viaje de idea y vuelta entre el capital y la
política, y unos conversos que creen que solo de pan vive el hombre. En este
contexto, ¿dónde está la discusión sobre la sociedad que queremos?
No hay sociedad, solo problemas económicos. Hay que cuadrar los números,
dicen, cuando de lo que se trata es de cuadrar a las personas. Los debates
políticos se desdibujan. Y van apareciendo nuevas formas de impostura
ideológica: primero fue el discurso de los excesos: hay que pagar la fiesta;
después el anhelo virtuoso de austeridad; ahora está apareciendo el populismo,
en una fórmula nueva: tomar a los parados como coartada para forzar la caída de
salarios. Además de oportunista, es bastante inmoral.
Pero para completar la tarea, para aprovechar la crisis para hacer un traje
jurídico nuevo al capitalismo que consagre legalmente los privilegios de los que
más tienen, es necesario decretar la suspensión de la política por imperativo
económico, porque para determinados proyectos la cuestión del sentido —¿qué país
queremos?— es un estorbo. Y la gran mayoría de la izquierda calla y otorga. Así
se prometen dinero y privilegios a un señor de Las Vegas que viene con el cuento
de la lechera para trasladar aquí una franquicia de las excrecencias del peor
capitalismo. Ahora que el modelo valenciano está en quiebra económica y moral,
¿nuestro soberanismo particular va a hacerlo suyo? Nadie protesta, salvo un
cachito de PSC y la irredenta Iniciativa.
Josep Ramoneda, La suspensión de la política, El País, 27/02/2012
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