The End.
Al menos que se confíe en la improbable posteridad, todas las vidas se
interpretan desde el final. Lo mismo sucede con las películas o las
novelas se reinterpretan de acuerdo a como
acaba el desenlace. Cualquier narración cobra su auténtico sentido a
partir del fin. El principio es sólo una añagaza y el final resulta ser,
por antonomasia, la conclusión. El compendio de toda la historia se
halla en las últimas líneas del libro, en los últimos años de existencia
del artista, en los últimos percances del empresario triunfador. Desde
ese resto se levanta la entera y sólida realidad de la construcción
siendo lo anterior un teatro removible que sólo se manifiesta como real
con su afianzamiento último. Sin un buen final se condenan los fieles
más indómitos, con un buen final se salvan los pecadores. De la misma
manera, dentro de la civilización cristiana, cada cual parece recibir su
merecido o redondear sus méritos en la capacidad para lograr un buen
colofón. El colofón es, por encima de todo, el momento decisivo del
galardón. Cualquier deterioro de ese tiempo final pone en cuestión el
valor de lo (supuestamente) realizado antes o lo ilumina con una luz
demacrada. El buen final es, en cambio, la gran foto a todo color.
Antes, los fotones o los méritos son aún como fulgores accidentales que
no terminan de convertirse en auténtico y afianzado esplendor. Ojo pues
al final. El cierre de los párpados entre miserias puede arruinarlo o
cegarlo todo.
Vicente Verdú, El final, El Boomeran(g), 20/11/2014
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