Emilio Lledó, l'admiració actualitzada.
Emilio Lledó |
Para el joven filósofo, la aspiración a entender constituye uno de
los estímulos más importantes para la tarea de pensar recién emprendida.
Nada hay para él comparable a esos momentos en los que cree sentir que
está rozando el todo con los dedos, cumpliendo así la vieja fantasía de
comprender el conjunto de cuanto nos pasa, el sueño secular de alcanzar
esa privilegiada ubicación del espíritu desde la que se domina por
entero lo que hay y lo que hubo. No es momento ahora —apenas iniciada la
presente reflexión— de adentrarnos en las causas de ello. Tal vez tamaña ilusión se deba a que, como señalaba Jaime Gil de Biedma en su poema Píos deseos al empezar el año, “...el placer del pensamiento abstracto/ es lo mismo que todos los placeres:/ reino de juventud”.
Como tantas otras cosas, con los años la expectativa se va
desvaneciendo —o se va tornando más modesta, díganlo como quieran— y el
filósofo en edad madura ya no aspira, como cuando él mismo era joven, a
alcanzar aquel imaginario lugar privilegiado que le habría permitido una
contemplación panorámica de la totalidad de lo existente, sino que
tiende a pensar que la razón de ser de su actividad debe entenderse bajo
otra clave. Su nuevo convencimiento bien podría enunciarse así: el
sentido de la tarea del filósofo ya no consiste tanto en proponerse dar
cuenta de la realidad por completo, como en describir lo mejor posible
cómo se ve dicha realidad desde el concreto lugar en el que se encuentra
situado.
Se trata, en efecto, de otra cosa. Se trata, como decíamos, de
hacerles saber a los demás lo que uno ve. Y uno ve, en gran medida, lo
que sabe. Y sabe lo que ignora. Emilio Lledó está convencido de que lo
que más importa contar está en un sitio distinto a aquel en el que todos
se empeñan en buscar: no se encuentra en un rincón escondido, sino a la
vista de todos (como decía Wittgenstein, recurriendo a la imagen de la
mosca y el frasco, aunque también nos serviría para lo mismo aludir a la
carta robada de Poe). Su secreto, pues, es un secreto a voces: es esa
casi milagrosa capacidad
que atesora para asombrarse cada día, como si la vida empezara de nuevo
con cada amanecer, y no hubiera mejor tarea a la que aplicarnos que
saborear los regalos
que nos trae la luz de la mañana. Por eso continúa escribiendo con
pasión, por eso le brillan los ojos cuando se le ocurre una idea, por
eso es capaz de narrar, con emocionada admiración, la llamada telefónica
de un Gadamer centenario, entusiasmado por haber entendido el fragmento
de un presocrático. De este fuste es también Emilio Lledó. Un filósofo
sencillo, que se limita a asombrarse ante lo que pasa y que tiene la
generosidad de contarnos cómo se ve el mundo desde donde él está. Desde
lo más alto del pensar y de la vida.
Manuel Cruz, Emilio Lledó, la vida desde lo más alto, El País, 19/11/2014
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