Narcisisme i principi de transparència (Gilles Lipovetsky).
¿Culto a la celebridad? Lo más significativo es, al contrario, la pérdida
de carisma que sufren las estrellas y famosos del mundo en la época postmoderna.
El destino de las «estrellas» de cine es paralelo al de los grandes líderes
políticos y pensadores «filosóficos». Las figuras imponentes del saber y del
poder se apagan, pulverizadas por un proceso de personalización incapaz de
tolerar por más tiempo la manifestación ostentosa de tal desigualdad, de tamaña
distancia. En el mismo momento se produce la disolución de los discursos sagrados
marxistas y psicoanalíticos, el fin de los gigantes históricos, el fin de las stars por las que la gente se suicidaba
y, a la vez se multiplican los pequeños pensadores, el silencio del
psicoanalista, las estrellas de un verano, las charlas intimistas de los
políticos. Todo lo que designa un absoluto, una altura demasiado importante
desaparece, las celebridades pierden su aura a la vez que se debilita su
capacidad de entusiasmar a las masas.
Las vedettes no están ya mucho tiempo en cartel, las nuevas «revelaciones»
eclipsan las de ayer según la lógica de la personalización, que es incompatible
con la sedimentación, siempre propensa a reproducir una sacralidad impersonal.
A la obsolescencia de los objetos responde la obsolescencia de los stars y gurus; la personalización implica la multiplicación y aceleración
en la rotación de los «famosos» para que ninguno pueda erigirse en ídolo
inhumano, en «monstruo sagrado». A través del exceso de imágenes y de su
celeridad se realiza la personalización: la «humanización» viene con la
inflación galopante de la moda. Así cada vez hay más «estrellas» y menos
inversión emocional en ellas; la lógica de la personalización genera una
indiferencia hacia los ídolos, hecha de entusiasmo pasajero y de abandono
instantáneo. Hoy día no cuenta tanto la devoción por el Otro como la
realización y transformación de uno mismo; es lo que dicen, cada uno con sus
lenguajes y en sus grados diversos, los movimientos ecológicos, el feminismo,
la cultura psi, la educación cool de
los niños, la moda «práctica», el trabajo intermitente o el tiempo flexible.
Esta desubstancialización de las grandes figuras de la Alteridad y del
Imaginario, el concomitante de una desubstancialización de lo real por el mismo
proceso de acumulación y de aceleración. Por todas partes lo real debe perder
su dimensión de alteridad o de espesor salvaje: restauración de los barrios
antiguos, protección de los monumentos históricos, animación de las ciudades,
iluminación artificial, «despachos sin tabiques», aire acondicionado, hay que
sanear lo real, expurgarlo de sus últimas resistencias convirtiéndolo en un
espacio sin sombras, abierto y personalizado. El principio de realidad queda
sustituido por el principio de transparencia que transforma lo real en un lugar
de tránsito, un territorio en el que el desplazamiento es imperativo: la
personalización es una puesta en circulación. ¿Qué decir de esos suburbios
interminables de los que sólo cabe huir? Lo real, climatizado, sobresaturado de
informaciones, se vuelve irrespirable y condena cíclicamente al viaje: «cambiar
de aires», ir a cualquier parte, pero moverse, traduce esa indiferencia que afecta
actualmente a lo real. Todo nuestro entorno urbano y tecnológico (parking
subterráneo, galerías comerciales, autopistas, rascacielos, desaparición de las
plazas públicas en las ciudades, aviones, coches, etc.) está dispuesto para
acelerar la circulación de los individuos, impedir el enraizamiento y en
consecuencia pulverizar la sociabilidad: «El espacio público se ha convertido en
un derivado del movimiento» (T.I.. p, 23), nuestros paisajes «limpiados por la
velocidad» dice acertadamente Virilio (Vitesse et Politique, Galilée, 1977),
pierden su consistencia o indicio de realidad. Circulación, información,
iluminación apuntan a una misma anemización de lo real que a su vez refuerza la
inversión narcisista: sea lo real inhabitable, sólo queda replegarse sobre uno
mismo, el refugio antártico perfectamente ilustrado por la nueva moda de los
decibelios, «cascos» o conciertos pop. Neutralizar el mundo por la potencia
sonora, encerrarse en uno mismo, relajarse y sentir el cuerpo al ritmo de los
amplificadores, los ruidos y las voces de la vida se han convertido en parásitos, hay que identificarse con la
música y olvidar la exterioridad de lo real. De momento ya podemos ver lo
siguiente: adeptos al jogging y al
esquí practican sus deportes, con los auriculares estéreo en los tímpanos,
coches equipados con pequeñas cadenas con amplificadores hasta 100 watios,
salas de fiestas con 4.000 W, conciertos pop que alcanzan los 24.000 W, toda
una civilización que fabrica, como titulaba hace poco Le Monde, «una generación
de sordos», jóvenes que han perdido hasta el 50 % de su capacidad auditiva.
Surge una nueva indiferencia, hacia el mundo a la que ya no acompaña siquiera
el éxtasis narcisista de la contemplación de uno mismo, hoy Narciso «se
libera», envuelto en amplificadores, protegido por auriculares autosuficiente
en su prótesis de sonidos «graves». (pàgs.
73-75).
Gilles Lipovetsky, La era del
vacío, Anagrama, Barna 1986
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