Déu no pot salvar la democràcia.
El Roto |
Desde mi punto de vista, universalidad y relativismo no son opuestos ni contrarios,
sino que se complementan. Podemos aceptar valores o ideales universales si los
mantenemos abstractos: la libertad, la igualdad, la equidad, la tolerancia, el
respeto. Y hemos adquirido, a lo largo de los siglos, conocimientos suficientes
para dar un cierto contenido a esas grandes palabras que no están del todo
vacías. Igualdad significa no discriminar a nadie por ninguna circunstancia;
libertad significa poder expresarse, asociarse, elegir una forma de vida;
tolerar al otro o, mejor aún, respetarlo, implica poner límites a determinadas
maneras de hablar y de comportarse. Sabemos que hay cosas que no deben hacerse
y que son incoherentes con los principios que derivan de los derechos
fundamentales. ¿No estamos hablando, pues, de algo pretendidamente universal?
¿Qué otra cosa puede querer decir que la ética tiene una exigencia de
universalidad? Aceptada esa idea, sin embargo, al relativismo le queda aún
mucho margen. Son muchas las dudas que nos colapsan cuando hay que tomar
decisiones sobre lo preferible y lo inaceptable. Por eso hacen falta la
democracia y la deliberación colectiva. Por eso, una religión dogmática, con
verdades intocables, es incompatible con la práctica democrática y con la
condición de ciudadano. Pero la exigencia de universalidad ética no creo que
comulgue con ese dogmatismo. Ahí está el imperativo categórico de Kant como muestra.
El “abismo relativista” (…) deja de serlo si creemos, no en Dios, sino en
unos principios dictados por eso que algunos filósofos llamaron Razón y que,
lejos de escribirla con mayúsculas, deberíamos entenderla como la capacidad
específica humana de aprender a convivir en un régimen de libertad e igualdad.
Si eso no lo hemos conseguido aún, será un error pensar que “solo un Dios podrá
salvarnos”. El mensaje religioso, y en concreto el cristiano, ha aportado
algunas ideas que han sido fundamentales para abrazar la democracia y el Estado
social. Abrazarlos en teoría, pero sin la seguridad de que seamos capaces de
mantenerlos en la práctica. Esa debería ser la preocupación más seria de los
demócratas, al contemplar cómo el Estado social está abdicando de la función de
integrar a los emigrantes, cómo la democracia se resiste a regenerarse y está
en retroceso, cómo disminuye el welfare.
Lo que hace falta (…) es el compromiso con la democracia radical y no otra
cosa. (…)
El mensaje ético que inexorablemente debe acompañar a la democracia se
muestra cada día más incapaz de producir un demos que reconozca de facto el
valor prioritario de los deberes morales, por encima de los intereses
particulares o corporativos. Es cierto que, si algo puede salvarnos, no será un
dios ni una religión vivida con el dogmatismo doctrinario de los creyentes más
recalcitrantes. (…)La laicidad es el único subsuelo en el que regenerar los
fallos de la democracia. Las derivas antidemocráticas cada vez más frecuentes,
no se corrigen “inyectando nuevos venenos en conflicto con los principios
democráticos, sino comprometiéndose intelectualmente y luchando políticamente
por la democracia radical,
igualitaria y libertaria, que al fin y al cabo no es más que la democracia tomada en serio”, afirma Paolo Flores d’Arcais (Por una democracia sin Dios).
Victoria Camps, Democracia
sin Dios, Claves de razón práctica, noviembre/diciembre 2014, nº 237
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