Atur i mort.
El problema es que —tal y como lo pregonaba Margaret Thatcher alabando el
hecho— para el liberalismo la “sociedad” no existe: lo que hay son individuos
aislados, a menudo opuestos, y autoridades públicas organizando restricciones.
El sistema político tiende, aceptando la lucha de todos en contra de todos, a
volverse solo penal, “vigilante nocturno” del capitalismo liberal. Y la
solidaridad, sacrificada sobre el altar de la “competitividad”, es un deseo
piadoso.
Sabemos que la crisis actual es del mismo o quizá peor tamaño que la de 1929.
Sus efectos se pueden medir cuantitativamente en número de parados, empleos
precarios, bajada de sueldos, aumento de la competitividad entre los asalariados
que sufren el chantaje al empleo. También sabemos los efectos colaterales sobre
el medio ambiente (primera partida presupuestaria suprimida o drásticamente
reducida por todos los poderes políticos europeos desde 2008), la reducción de
inversión en todo lo que mantiene un vínculo social digno (sanidad, educación,
vivienda, etcétera).
Pero lo que se mide más difícilmente y sin embargo está directamente ligado a
la crisis, es la dimensión subjetiva, humana, psicológica, de la crisis sobre
los seres humanos. Ya en los años treinta, el gran sociólogo austriaco Paul
Hartzfeld publicó una investigación, Los parados de Marienstrasse, que ha
quedado como una obra maestra sobre los daños del paro en la identidad personal
del parado. Sus características son invariables: el paro de larga duración
provoca el desprecio de uno mismo, la distancia respecto a (y a menudo de parte
de) los demás, la devaluación del estatus en el seno de la familia, la pérdida
de confianza y el debilitamiento en la competición social, la aceptación cada
vez más resignada de la degradación de las condiciones de vida. Lo más
importante es el sentimiento de derelicción, esto es, de desamparo, abandono,
inutilidad social, que invade al ser humano así humillado. Lo más duro es el
despertar diario sin nada que hacer; el vivir otro día más el fracaso social, no
ver el fin del túnel, el fin del ser nada. Lo más indigno es pedir ayuda, cobrar
el paro, cuando uno quiere trabajar.
Las consecuencias políticas de tal situación también pueden a veces ser
desastrosas para la civilización: la exclusión social puede llevar al auge de
movimientos antidemocráticos, xenófobos, y, sobre todo, a una batalla
encarnizada en contra de los que tienen un empleo. Y eso no es por casualidad,
sino más bien porque los responsables de la crisis hacen todo para desviar la
cólera de las víctimas dirigiéndola en contra de los “privilegiados”,
funcionarios públicos, familias asistidas, trabajadores inmigrantes.
Las políticas asistenciales de los poderes públicos son cada vez más
restrictivas, y ahora en Europa ya hay cientos de miles de parados echados a la
calle, sin ayuda ninguna. El desamparo: esa es la categoría psicosocial más
adecuada para definir la patología dominante en esta crisis. Los parados
europeos, tanto como, en adelante, la población activa, no tienen a menudo más
que un tema de movilización: “¡Basta, no podemos más!”. No es un grito de
reivindicación, sino de extenuación, salvo si uno se deja invadir por lo peor:
desaparecer.
Sami Naïr, Crisis y suicidios, El País, 25/02/2012
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