Cartes a la meva dona morta.
Toyofumi Ogura daba clases de Historia en la Universidad de Hiroshima. El 6 de
agosto de 1945, una mañana típica de Hiroshima, húmeda y sin viento, notó “un
destello de luz blanca azulada, como el que produce la ignición del polvo de
magnesio, y un fulgor inundó el cielo”. Se arrojó al suelo, luego observó una
masa de humo “en forma de cumulonimbo” que hervía furioso hacia el cielo y sobre
él “un hongo monstruoso del que descendía un pie muy ancho, parecido a un
tornado”.
A pesar de señales tan extrañas, el profesor Ogura creyó que había estallado
un polvorín. Todavía pasarían nueve días hasta que los japoneses escuchasen por vez primera, de labios de su
primer ministro Suzuki, dos palabras que ya nunca separarían: bomba atómica. A
Hiroshima le había tocado pasar a la Historia de la mano de una catástrofe, una
de las nuevas creadas por la inteligencia humana, transportada hasta su ciudad
en un B-52 llamado Enola Gay.
El
fue “un superviviente casual”, el único profesor que no murió de su departamento
de Historia, porque en aquel preciso instante caminaba a unos cuatro kilómetros
de la ciudad. La bomba sorprendió a Fumiyo, su esposa, delante de unos
almacenes. Se desmayó allí mismo y murió dos semanas después, tras una agonía
dolorosa en la que los síntomas de sus lesiones se agravaban con los días sin
que su marido fuese consciente hasta el final del alcance de sus heridas. No
eran convencionales, no había signos externos traumáticos. Nadie sabía tampoco
que existía una enfermedad por radiación, que cambiaba el grupo sanguíneo de los
afectados, minaba sus glóbulos rojos y blancos y les provocaba hemorragias
internas. Los enfermos comenzaban a descomponerse y pudrirse en vida: las
lombrices intestinales abandonaban sus cuerpos antes de que muriesen.
Entre el carrusel de sentimientos de aquellos días Ogura experimentó un
bulímico deseo: informar mediante cartas a su mujer de lo que había ocurrido
tras su muerte. Durante un año escribió nota tras nota. Para ella y para él.
En 1948 aún no se había publicado ningún libro sobre la catástrofe, pese a la
amplia cobertura en prensa. Un editor animó a Toyofumi Ogura a relatar
su experiencia personal. Releyó sus notas, las rehizo levemente y, ese mismo
año, tras sortear la censura de los aliados, vieron la luz como Cartas a mi
difunta esposa. Notas sobre la bomba atómica de Hiroshima. Se imprimieron
ejemplares con la frase “Printed in Occupied Japan” destinadas a la exportación. En
España nunca se había publicado, según Gonzalo Pontón, editor de Pasado y
presente, que acaba de lanzar el libro, titulado ahora Cartas desde el fin
del mundo.
Seis décadas después el relato de la Hiroshima devastada gracias a la fisión
nuclear sigue sobrecogiendo. Uno se imagina a Ogura, tras su desconcierto,
subido a una colina para disponer de una vista panorámica. Y entiende su miedo
al encontrar que su ciudad “había dejado de existir en tan solo tres horas. La
sexta ciudad más grande de Japón, con una población de 400.000 habitantes y
conocida como la ciudad del agua por estar situada sobre los deltas de siete
ríos, había desaparecido”.
Ruinas, escombros, algún edificio sobresaliendo entre la desolación. ¿Y la gente? Se habían concentrado en el monte Hijiyama para
ponerse a salvo. Casi todos iban descalzos, algunos con vendas en los brazos.
“Casi todos permanecían callados, como si les hubieran arrancado el alma (…)
eran como cadáveres vivientes”.
Y
fue solo el comienzo de las escenas del fin del mundo. Los cuerpos flotaban en
el río, atascándose contra los pilares de algún puente. Algunos cadáveres tenían
los músculos al descubierto y casi todos el espanto como última expresión
grabada en el rostro. "A algunas personas les habían saltado los ojos de las
órbitas, a otras les había explotado el abdomen y se les habían salido las
entrañas".
Se calcula que murieron 100.000 personas (la cuarta parte de la población). Y
según el estudio que cita Ogura, alrededor de 75.000 lo hicieron el día que cayó
la bomba, en la mayoría de los casos como resultado de la destrucción física de
la ciudad y de la onda expansiva. Pero otros 25.000 perecieron en los días y
semanas siguientes por causa de la radiación. Y morían en mitad del caos y del
desconcierto del personal sanitario que se encontraba con enfermos con
temperaturas de 42 grados, vómitos de sangre y hemorragias internas y quemaduras
que no respondían a lo conocido.
"Cualquier político o militar que leyera este libro perdería las ganas de
hacer la guerra", escribe el escultor Kotaro Takamuro en la introducción a la
actual edición. Debería ser lectura obligatoria.
Tereixa Constenla, Cartas desde Hirosima, Papeles Perdidos, 23/02/2012
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