Silicon Valley i la política.

Joe Green siempre quiso cambiar el mundo. Lo quería cambiar a los 17 años, cuando era el tipo de chaval que se presentaba y ganaba las elecciones para la junta escolar de su Santa Mónica (California) natal. Y todavía quería cambiarlo más cuando llegó a Harvard en 2002 y conoció a los dos hombres más influyentes de su vida: su profesor, Marshall Ganz, un politólogo famoso por sus estudios sobre el poder de los colectivos, y su compañero de cuarto, un neoyorquino seco e introvertido al cual había conocido en la fraternidad judía y que se llamaba Mark Zuckerberg.

“Ganz me enseñó una lección que he usado toda mi vida: la política es movilizar a las comunidades”, recalca hoy Green. “Y las comunidades se construyen con relaciones”. Política es igual a relaciones, en resumen. La segunda parte de esa lección se la enseñaría Zuckerberg. El neoyorquino había creado una página web llamada thefacebook.com que había despertado el interés de un número insólito de personas. Tanto, que Zuckerberg y los demás compañeros de cuarto habían decidido dejar la universidad para irse a Silicon Valley, en California, a hacer negocio. Green prefirió quedarse. Quería trabajar de voluntario en la campaña presidencial del senador John Kerry. Quería entrevistarse con obreros de Kentucky y escribir una tesis sobre la desigualdad económica en EE UU. Quería entregarse a las clásicas y nobles tareas propias del hombre que llega lejos.

Un año después, Kerry había perdido las elecciones y Zuckerberg estaba camino de convertirse en el icono definitivo de la cultura digital. Facebook había creado una comunidad de más de un millón de personas y no tenía visos de frenar. Al final había sido el chaval seco e introvertido, y no el brillante y vocacional, el que había cambiado el mundo a su manera. “Esa era la parte de la lección que me quedaba por aprender”, admite Green. “La política son relaciones y las relaciones están en Internet”. Su mente transformó su frustración en un objetivo: tenía que meter a Mark Zuckerberg en política.

El tercer chico desde la izquierda es Steve Jobs, con sus compañeros de instituto en Cupertino, en 1972. / Polaris

Donde ningún hombre ha ido antes

Silicon Valley es un lugar físico, ubicado en el desierto californiano entre San Francisco y San José. Pero como todos los enclaves magnéticos de Estados Unidos, como Hollywood o Wall Street, es sobre todo una idea: la tecnología como revolución. Le viene de nacimiento, de cuando empresas como Hewlett-Packard o Intel instalaron sedes allí en los años cincuenta y las llenaron de ingenieros y otros trabajadores de clase media dedicados a la ciencia. Hasta mediados de los sesenta, EE UU era un lugar amable, optimista. Sencillo. Era el momento perfecto para fascinarse por la cultura tecnológica. El país no había parado de crecer desde la Segunda Guerra Mundial. La contracultura hippie hablaba de utopías y Star trek y Asimov, de viajes interplanetarios, coches voladores y ciudades subacuáticas. La segunda generación de soñadores que se instaló allí, ya en los setenta y ochenta, incluía a Apple y se había criado con esos mensajes. La tecnología hará, por sí sola, de la Tierra un lugar mejor.

Esa idea permanece viva aún hoy, con la tecnología convertida en obsesión mundial y en negocio de primer orden (cuando Facebook compró WhatsApp el mes pasado, la transacción, valorada en 13.800 millones de euros, resultó ser una de las mayores de la historia, en términos puramente económicos). Silicon Valley lo ha notado: las casas que entonces costaban 125.000 dólares hoy valen dos millones. La University Avenue que antes albergaba outlets y ferreterías ha acogido a Google, Facebook y PayPal, tres de las empresas tecnológicas más grandes del mundo. Cientos de sus trabajadores son millonarios, y medio centenar, milmillonarios. Pero la idea permanece. Se habla de haber propiciado la Era de la Información, un cambio tan importante como la Revolución Industrial. El propio Zuckerberg se envanecía, en 2008, de que Facebook podía poner fin al terrorismo: bastaba con que los musulmanes le solicitaran la amistad a los cristianos. Obama visitó las oficinas de la compañía años después y un ingeniero se negó a dejar de trabajar para escucharle. “Lo que estoy haciendo es más importante que lo que pueda hacer cualquier gobierno”, adujo. Silicon Valley parece enamorado del término cambiar el mundo.

Este optimismo permea en los medios y en las redes, que contienen la respiración cada vez que Apple presenta un nuevo artefacto o cada vez que una aplicación de smartphone amaga con modificar nuestra rutina. Recientemente, ha pasado con Snapchat, una aplicación que permite enviar fotos que se autodestruyen antes de llegar a ojos no deseados. “A la gente en lo alto le va mejor que nunca pero el salario medio apenas ha cambiado. La desigualdad se ha multiplicado. Las oportunidades se han reducido”. Son palabras de Barack Obama, que describió así su propio país en el discurso del Estado de la Nación del pasado enero. El 89% de la riqueza de EE UU está en manos de una quinta parte de su población. La última vez que se vio algo así fue en 1928. En Europa, la clase media sufre un riesgo parecido. Entonces, ¿qué mundo han cambiado décadas de chips de silicona?
"Sus oficinas denotan que les importan más sus relaciones internas que su entorno"
-Alexandra Lange, atora de 'The dot-com city: Silicon Vally Urbanism'

Pompa y circunstancia

“Silicon Valley es una burbuja: basta con ver el autobús de Google”, explica Elien Campos, español que trabaja en WhatsApp. Se refiere al vehículo con el que el gigante transporta a sus empleados de San Francisco a su sede. “Tiene comida, tiene WiFi, tiene las ventanas blindadas y asientos de lujo”, prosigue Campo. Una de sus paradas es en la calle César Chávez, donde inmigrantes latinoamericanos esperan a que alguien les dé trabajo o les detenga. La escritora Rebecca Solnit describió en The London Review of Books la imagen del fausto vehículo circulando frente a inmigrantes parados en busca de jornal: “Es como un monumento a las dos caras del capitalismo”.

Otra forma de ver estos autobuses es como extensiones de las faraónicas oficinas de Google, Facebook, Apple o Yahoo. Las recreaciones de un campus universitario en las que operan estas empresas son conocidas mundialmente: un empleado no tiene horarios, pero sí jardines por los que pasear en bicicleta. En Facebook se ofrecen sushi y burritos gratis a todas horas. Hay un gimnasio, una peluquería, una lavandería y un dentista. El trabajador no tiene por qué salir a la calle. “A las oficinas del Valley le importan más sus relaciones internas que las ciudades en las que se encuentran”, cuenta la crítica de diseño Alexandra Lange, autora del libro The dot-com city: Silicon Valley Urbanism. “Separan a los trabajadores (y su visión) del mundo exterior”. De una ciudad donde el número de sin techo se ha multiplicado en un 20% en los últimos dos años, principalmente porque los sueldos de estos trabajadores ha disparado los alquileres.

La fiesta para ingenieros e inversores que anunció, en agosto de 2011, el lanzamiento de Airbnb, un servicio que ha azotado a la industria hotelera / Jim Wilson / The New York Times

El autobús de Google se convirtió en un símbolo de la opulencia y el desinterés del Valley por la realidad a finales del año pasado, cuando empezó a recibir ataques regulares de ciudadanos. Pedradas de activistas que denunciaban la privatización de un servicio público. Manifestaciones de usuarios que se sentían estafados con el decrépito transporte público de la ciudad. Google tomó cartas en el asunto: llenó los buses de agentes de seguridad.

Ensalada por el cambio

Green siguió a Zuckerberg hasta el Valley y empezó una carrera allí con el propósito de aunar tecnología y política. “Pero en el Valley nadie está interesado en la política: la gente aquí está entre aburrida y temerosa de Washington”, lamenta. En 2011, sin saberlo, una ensalada de lentejas y bacalao le acercó a su decano objetivo: seducir a Zuckerberg. Fue la ensalada que compartió el de Facebook junto a Jobs y demás titanes de la industria con Obama. La cita, algo informal en casa de un inversor llamado John Doerr, tenía tremendo poder simbólico: Silicon Valley y Washington reunidos por primera vez en busca de intereses comunes. La utopía había llegado al poder. En su biografía de Steve Jobs, Walter Isaacson cuenta que la conversación fue tan inane y tan centrada en los vagos intereses del Valley que Zuckerberg se volvió hacia una ayudante de Obama y le susurró:“¿Por qué no hablan de cosas más importantes?”.

Al día siguiente, el fundador de Facebook llamó a Green. La falta de ideología de su propia gente le había dejado lívido. “Le dije que si organizábamos una comunidad podría ser una de las voces más poderosas de la política nacional”, recrea Green. “Nuestros intereses más egoístas coinciden con los del país”. Contactaron con Eric Schmidt, presidente de Google. Con Marissa Mayer, presidenta de Yahoo. Con Reid Hoffman, fundador de LinkedIn. Con Elon Musk, de Tesla Motors. Y una docena más. Juntos cambiarían las cosas. Crearían la conciencia de la industria. Lo llamaron Fwd.Us y eligieron a Joe Green como presidente. Su misión, dar con una respuesta a esta pregunta: “¿Qué separa a EE UU de la Era de la Información?”.

La respuesta pasa por un Green que no tiene que ver con Joe. Logan Green es de los pocos ciudadanos de L.A. que, estando en pleno uso de sus facultades mentales, decidió renunciar voluntariamente al coche. “Quería obligarme a buscar alternativas creativas en el mundo del transporte”, explica hoy, con 29 años. En 2011 lanzó Lyft, una aplicación que permite que un ciudadano común sin coche pueda contactar con otro ciudadano común con coche al cual no le importe llevar a alguien. “Luego el cliente paga una donación sugerida por la app: no es un negocio, es un trato entre iguales”, matiza. Y es un matiz importante. Convertir en negocio algo hasta hoy desinteresado y fuera del radar del capitalismo como el intercambio es la base de las aplicaciones más sonadas que han salido del Valley. Un turista, por ejemplo, puede alquilar el modernísimo piso de un particular a través de Airbnb en perjuicio de la industria hotelera. Puede llegar a ese apartmento usando Lyft en perjuicio de la industria del taxi. Y pedir comida a domicilio de cualquier restaurante con Food2U: si a alguien le pilla de camino, se la llevará a casa en bici en perjuicio de los repartidores. Según el Valley, este progresivismo de colegas, como lo llamó el escritor Steven Johnson, es puro progreso: recorta redundancias y abarata costes. Pero nadie repone esos puestos de trabajo. Las nuevas empresas pueden absorber a los trabajadores descolgados: Facebook puede ser la nueva General Motors pero nunca tendrá una plantilla igual de gigantesca. “La solución antes era obligar a las fábricas a generar trabajos de clase media”, apunta Corey Cook, profesor de ciencias políticas en la Universidad de San Francisco. “Ahora no hay trabajos así. Ahora no hay clase media”.

Ciudadano 'Zuck'

Fwd.Us se estrenó en abril de 2013 como un grupo políticamente neutro que ofendió a todo el mundo. Se había concluido que su gran objetivo era lograr una política migratoria menos estricta, para importar ingenieros. Los lobbyistas contratados por Fwd.Us pactaron el apoyo de ciertos republicanos a cambio de emitir dos anuncios: uno contra la reforma sanitaria de Obama y otro a favor de un oleoducto. El rechazo fue universal. El Valley, se dijo, se había traicionado a sí mismo. Muchos de sus miembros iniciales abandonaron Fwd.Us. La política son relaciones. Pero, bien lo sabe Joe Green, Internet no es política.

Tom C. Avendaño, ¿Recuerdan cuando Silicon Valley iba a cambiar el mundo?, Icon. El País, 15/03/2014

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