El federalismo frente a la presión secesionista (por Stéphane Dion)
¿Permite el federalismo detener
el riesgo de la secesión? Para neutralizar un movimiento secesionista potente y
evitar la desmembración, ¿le interesa a un país convertirse en una federación
o, si ya lo es, reforzar sus rasgos federativos?
Stéphan Dion |
Mi respuesta a estas preguntas es
que el federalismo favorece la cohabitación fructífera de las poblaciones
heterogéneas dentro de un mismo país, pero, que aún así, no hay certeza de que
esta forma de gobierno constituya un antídoto infalible contra el riesgo de
secesión. Mal entendido o mal implementado, podría incluso llegar a confundirse
con una especie de antecámara de la secesión.
El federalismo está hecho a
medida para las democracias que tienen poblaciones diversas y concentradas
territorialmente. Se ajusta bien a las sociedades multiétnicas o multilingües.
En realidad, el federalismo es para algunos países la única forma
constitucional de gobierno que les conviene. Sin duda este es el caso de
Canadá.
Se concibe fácilmente que un
grupo humano concentrado en un territorio, que se percibe como que tiene una
identidad colectiva, como pueblo o como nación, deba tener instituciones en las
que se encuentre a gusto y una autonomía. El federalismo puede conceder una
autonomía tal a este grupo permitiéndole compartir un país más extenso con
otras poblaciones. Pero para que esto funcione, es preciso que los miembros de
este grupo se sientan también miembros del país en su totalidad y que se
muestren solidarios con sus otros conciudadanos, en complementariedad con
ellos. Deben desempeñar su función en las instituciones comunes a toda la
federación: gobierno, parlamento, servicio público, banco central, etc. Es
preciso invitarlos a que conciban la vida en sociedad de manera distinta que
únicamente a través de su modelo de nacionalismo. Por lo tanto, es necesario
mantener un equilibrio entre la autonomía dentro de un país y la solidaridad
con el país en su totalidad.
El federalismo permite a las
poblaciones que tienen fuertes sentimientos de identidad constituir mayorías en
el seno de sus respectivas entidades constituyentes. Pero si intentan utilizar
este estatuto mayoritario en su región para impulsar la secesión, para
transformar esta región en un país independiente, el federalismo, en lugar de
consolidar la unidad del país, no hace más que debilitarla.
En resumen, para que funcione una
federación, no es necesario solamente que sus poblaciones diversas se
identifiquen con su respectiva región, sino que tengan también un sentimiento
común de pertenencia al país en su totalidad. El federalismo es indisociable de
la identidad plural. El federalismo canadiense puede funcionar únicamente si
sus ciudadanos, incluidos los quebequenses, se definen también como
canadienses.
Esto es lo que pretendo demostrar
hoy. Comenzaré estudiando los vínculos históricos entre estos dos fenómenos que
son el federalismo y la secesión. A continuación explicaré por qué creo que una
federación cometería un error al fundamentar toda su estrategia de unidad nacional
en la concesión de una autonomía cada vez más forzada a una región nacionalista
con vistas a contentarla y alejarla de la tentación secesionista. Se trata de
una estrategia desequilibrada que corre un gran riesgo de fracasar, puesto que
el federalismo es un principio de equilibrio entre la autonomía de las regiones
y la unidad de un país en su conjunto.
En el plan técnico, el
federalismo, según su definición, consta de dos niveles de gobierno: el
gobierno federal y los de las entidades que constituyen la federación, cada uno
de ellos elegido directamente, así como de una constitución que atribuye
competencias legislativas a cada nivel de gobierno.
La Unión Europea tiene rasgos
federativos pero no es una federación puesto que no tiene un gobierno que sea
responsable ante el Parlamento europeo y que tenga una relación directa con los
electores europeos.
Actualmente veintiocho países
pueden ser considerados federaciones. Según expertos, España es uno de
ellos, incluso si no se define a sí misma como tal. Según Ronald L. Watts,
España "es una federación en todos los aspectos, excepto en el nombre". Pero
esta clasificación de España como federación es un asunto de debate. En efecto,
es probablemente más difícil para un país intensificar sus características
federativas – y sobre todo la mente federal – si no se reconoce explícitamente
como una federación.
Por su parte, la secesión es el
acto de separarse de un Estado para constituir uno nuevo o unirse a otro
Estado. Se trata de un gesto grave por el que se erige una frontera
internacional entre conciudadanos que, de repente, dejan de ser conciudadanos.
Si examinamos los casos de
federaciones que han sufrido un proceso de secesión o de disolución en la época
moderna, constatamos que ninguna podía ser considerada como una democracia
bien establecida (es decir que haya vivido como mínimo diez años consecutivos
de sufragio libre y universal). Pienso en la federación de las Antillas (1962),
en Rodesia-Niasalandia (1963), en Malasia (1965), en Pakistán (1971), en la
URSS (1991), en Checoslovaquia (1992) y en la federación de Yugoslavia cuya
disolución, a partir de 1991, ha provocado desmembraciones en cadena.
Si estos regímenes autoritarios o
totalitarios han podido pretender ser formalmente federaciones, de hecho no lo
fueron. Por definición, el federalismo es una forma de gobierno democrática
fundamentada en el imperio de la ley. Para existir realmente, supone un poder
judicial independiente del poder político y capaz de limitar cada nivel de
gobierno a las responsabilidades reconocidas por la Constitución. El
federalismo supone asimismo que cada nivel de gobierno mantiene una relación
directa con sus ciudadanos: no es el gobierno federal quien determina la
composición de los gobiernos regionales, sino los electores.
El federalismo se somete a su
verdadera prueba cuando el gobierno federal debe compartir el poder con los
gobiernos regionales elegidos que pueden ser de orientaciones políticas
diferentes. México, Brasil y Argentina se han convertido en verdaderas
federaciones al democratizarse. Los gobiernos de estas federaciones dan ejemplo
a los ciudadanos mostrándoles que es posible que personas que no comparten las
mismas convicciones políticas trabajen juntas por el bien común.
Por tanto, se puede afirmar que
ninguna federación verdadera, es decir democrática, ha conocido la secesión
actualmente. En realidad, no se ha producido ninguna secesión en una democracia
bien establecida que haya disfrutado de un mínimo de diez años consecutivos de
sufragio libre y universal, ya se trate de federaciones o de países unitarios.
A menudo los regímenes
autoritarios solo ocultan los odios étnicos. Una vez que desaparece el
autoritarismo, los conflictos de antaño vuelven a aparecer. A la inversa, puede
ocurrir que una democracia solo pueda sobrevivir con el paso de los decenios
estableciendo vínculos auténticos entre sus poblaciones.
Hasta hoy, la democracia y la
secesión se han mostrado como dos fenómenos antitéticos. El ideal democrático
alienta a todos los ciudadanos de un país a ser leales entre sí más allá de
consideraciones de lengua, raza, religión, origen o pertenencia regional. En
cambio, la secesión exige a los ciudadanos que rompan la solidaridad que les
une y ello, casi siempre, sobre la base de consideraciones vinculadas a
pertenencias específicas: lengua, religión o etnia. La secesión es este
ejercicio raro e inusitado en la democracia por el cual se elige, entre los
conciudadanos, los que se quieren conservar y los que se quieren transformar en
extranjeros.
El principio de lealtad mutua
entre ciudadanos de una misma democracia vale tanto para una federación como
para un régimen unitario. Además, en derecho internacional, la integridad
territorial de los Estados no es menos reconocida para las federaciones que
para los Estados unitarios. Sería injusto e ilógico que fuera de otro modo, no
teniendo los Estados ningún interés en convertirse en federaciones si su unidad
estuviera fundamentada menos sólidamente en la
legislación. El federalismo conlleva la lealtad entre las entidades
federadas; es un principio que algunas federaciones, entre ellas Alemania,
incluso han formalizado en la legislación:
"El principio constitucional
del federalismo que se aplica al Estado federado impone pues a la Federación y
a todos sus componentes la obligación legal de tener un comportamiento pro
federal, es decir que todos los miembros de la 'alianza' constitucional tengan
que cooperar juntos de una manera compatible con el refuerzo de ésta y con la
protección de sus intereses, así como de los intereses bien fundamentados de
sus miembros” (Sentencia del Tribunal
federal de Alemania emitida en 1954).
Varias federaciones democráticas
se declaran indivisibles en nombre de este principio de lealtad. España,
Estados Unidos, México, Brasil, Australia y la India prohíben la secesión en su
Constitución o su jurisprudencia, explícita o implícitamente. Estiman que cada
parcela del territorio nacional pertenece a todos los ciudadanos del país y que
éste no puede ser dividido.
El hecho de que una democracia
bien establecida no sea nunca escindida no quiere decir que el fenómeno sea
imposible. También existen movimientos secesionistas en las democracias bien
establecidas y siempre es posible que uno de ellos logre la secesión. Entre las
democracias cuya unidad está más amenazada figuran una federación
descentralizada (Canadá), dos países anteriormente unitarios que se han
transformado en una federación (Bélgica) y una cuasi federación (España),
y un país unitario que ha sufrido una regionalización forzada (el Reino Unido).
Para frenar los ascensos
secesionistas, es preciso que los defensores de la unidad nacional tengan más
en cuenta las preocupaciones de los grupos regionales insatisfechos. Pero es
necesario también que se dediquen a reforzar la lealtad de los ciudadanos hacia
el país en su totalidad.
Ceder prácticamente a todas las
reivindicaciones de los separatistas dentro de un país, esperando que pierdan
todo interés por llevar a cabo la separación, es una estrategia arriesgada y
probablemente ilusoria, a la que llamo la estrategia del contentamiento. Ahora
voy a explicar por qué una estrategia tal no puede permitir que una federación
fundamente su unidad sobre una base estable.
La La estrategia del contentamiento tiene como propósito contentar a los nacionalistas de una región dada trasfiriendo a dicha región más poderes y recursos. Se espera así que la gran mayoría de los habitantes de la región en cuestión queden satisfechos de este aumento de autonomía y que los separatistas duros y puros sean marginados. Esta estrategia, que puede ser razonable en algunas circunstancias, deja de serlo cuando se empuja al límite. Por tanto se puede describir así:
"Puesto que los
secesionistas quieren todos los poderes, se les concederá una parte deseando
que los menos radicales queden satisfechos. Si no se contentan, quiere decir
que no se han transferido todavía suficientes poderes. Por tanto es preciso
agregar otros".
Dista de ser seguro que este
razonamiento funcione. Los secesionistas no quieren poderes por unidades:
quieren un país nuevo. Así pues reciben cada concesión, bajo la forma de
transferencias de poderes, como un paso más hacia la independencia.
Un Estado unitario centralizado
ofrece un amplio margen de maniobra constitucional para intentar calmar a los
nacionalismos, mediante la regionalización y luego la federalización del país.
Pero una vez que esté constituida la federación, la estrategia de
contentamiento llega a ser más difícil de continuar. En una federación ya
descentralizada, la estrategia de contentamiento puede querer decir que se dé
al gobierno de la región tentada por la secesión casi todas las
responsabilidades públicas.
Canadá es una de las federaciones
más descentralizadas; Bélgica ya ha despojado al gobierno central de la mayor
parte de las responsabilidades públicas;"España es actualmente uno
de los países más descentralizados de Europa"; el Reino Unido ha concedido al parlamento escocés una gran
autonomía. Sin embargo, el secesionismo permanece presente en todos estos
países e incluso se podría decir que llama a su puerta más que nunca. Los
secesionistas invocan por todas partes los dos mismos argumentos: "el
grado de autonomía que ya hemos adquirido no es suficiente para la nación que
somos pero pone a nuestro alcance la verdadera independencia"; y:
"transformando nuestra región en Estado independiente, tendremos un país en
efecto más pequeño pero que será verdaderamente el nuestro, en vez de un país
más grande que debemos compartir con otros".
Los defensores de la unidad de la
federación deben ser conscientes de que se corre el riesgo de que varios
escollos hagan tambalear la estrategia del contentamiento. Voy a examinar cada
uno de ellos.
El primer peligro es el creciente
distanciamiento psicológico entre la región tentada por la secesión y el resto
de la federación. Cada nueva concesión hecha para calmar a los secesionistas,
en cuanto a la transferencia de poderes y competencias, corre el riesgo de
llevar a los habitantes de esta región a desinteresarse por la federación, a
escudarse más en su territorio, a definirse como un "nosotros"
excluyendo a "los otros"; se corre el riesgo de que solo vean a sus
conciudadanos de otras regiones de tarde en tarde y de que rechacen el gobierno
federal y las instituciones comunes a todos los ciudadanos del país,
considerándolas como una amenaza a su nación, como un cuerpo extraño.
El segundo peligro vinculado a la
estrategia de contentamiento es que ésta corre el riesgo de perder de vista el
interés público como elemento de motivación de las reformas y de los cambios.
Ya no se modifican las políticas con el propósito de mejorar la calidad de los
servicios públicos, sino con la esperanza de contentar a la región tentada por
la secesión. Esto se aplica principalmente a las transferencias de las
competencias y de los recursos del gobierno federal frente al gobierno de la
región tentada por la secesión, que se efectúan no porque creamos que estas
responsabilidades serán asumidas mejor por el gobierno regional, sino porque se
espera así apaciguar el secesionismo.
El tercer peligro es que el reto
de la secesión sea banalizado. La estrategia del contentamiento puede crear la
impresión de que lo que separa a una federación que se descentraliza cada vez
más y a la secesión es solo una cuestión de grado, un pequeño paso a franquear,
y no un desgarro traumatizante. Nos sentimos como en una situación intermedia
entre la unidad y la secesión, una especie de separación a medias.
Cuarto peligro: al mismo tiempo
que banaliza este gesto extremo que constituye la secesión, la estrategia del
contentamiento puede dramatizar los desacuerdos totalmente normales que surgen
en toda federación. En efecto, esta estrategia empuja a cada uno a presentar la
resolución a sus quejas como el medio para salvar el país: "denme lo que
quiero, que de lo contrario el país va a dividirse". El menor desacuerdo sobre
un presupuesto, sobre una reforma adquiere dimensiones existenciales. Esta
sobrepuja hace perder a todos el sentido de los matices. El federalismo no
puede eliminar los conflictos: solo puede gestionarlos de manera que las
diferencias regionales se tomen en cuenta.
Quinto escollo: la estrategia del
contentamiento corre el riesgo de exacerbar las tensiones entre las regiones.
Para apoyar sus reivindicaciones nacionalistas y afirmar su estatuto distinto,
es posible que la región tentada por la secesión exija que se le dé, solo a
ella, poderes, recursos y un reconocimiento jurídico. En efecto, el federalismo
puede responder a estas necesidades particulares, pero solamente hasta cierto
punto. En una federación, es preciso tener cuidado de no romper el equilibrio y
la equidad entre las regiones, bajo pena de que aquellas que no amenacen con
separarse teman no recibir su parte justa de los recursos prestados por el
gobierno federal y que se concedan a expensas suyas cada vez más privilegios a
la región secesionista. A la larga, esta exacerbación de las tensiones
regionales mancha la imagen del país ante sus propios ciudadanos. Estos llegan
a percibir su país como un lugar de perpetuas disputas. Algunos deducen que la
separación es el medio para obtener la paz, cuando de hecho es la facilidad con
la que ésta se enfoca la que mina los propios fundamentos de la lealtad entre
los conciudadanos.
Por último, el sexto escollo a
evitar es que la estrategia del contentamiento corre el riesgo de liberar a los
líderes secesionistas de la carga de la prueba en cuanto a la oportunidad y a
la viabilidad de su proyecto, y de transferir toda esta carga a los defensores
de la unidad nacional. Estos últimos tienen que asumir la responsabilidad de
llevar a cabo las grandes reformas que solucionarán todos los problemas, así
como la carga de la prueba. Así eludimos toda reflexión, y toda discusión,
sobre el porqué y el cómo de la secesión. Ahora bien, los líderes secesionistas
ya no tienen que justificar ni explicar su opción, y su tarea de persuasión es
mucho más fácil si en lugar de deber probar en qué serían más felices los
habitantes de la región al separarse, pueden contentarse al repetir:
"puesto que los federalistas no han llevado a cabo la gran reforma, nos marchamos".
Conclusión
En resumen, la estrategia del
contentamiento comporta riesgos de efectos perversos de los que hay que ser
conscientes. Induce una lógica de concesiones que puede hacer perder de vista
el bienestar y los intereses de los ciudadanos. Corre el riesgo de banalizar la
secesión y la ruptura que ésta representa. Puede suscitar celos entre las
regiones así como confusión y hastío entre los ciudadanos. Corre el riesgo de
descargar en los líderes secesionistas la obligación de justificar su proyecto.
Lo que podría ayudar a prevenirse
de estos escollos sería, para los defensores de la unidad del país, imponerse
la disciplina siguiente: repetir que nada justifica ante sus ojos la ruptura
del país, y proponer cambios para mejorar la gobernanza del Estado, por medios
constitucionales o de otro tipo. Es mejor si estos cambios convencen a los que
se ven tentados por la secesión de cambiar de opinión. Pero sobre todo no es
preciso presentar estas mejoras como esenciales hasta el punto de que sea necesario
separarse de no poder obtenerlas. Más bien hay que concebirlas como medios de
respetar la autonomía de las entidades federadas y al mismo tiempo aumentar la
cohesión general de la federación y la identidad plural de los
ciudadanos.
Me parece que es en esta
perspectiva que Federalistes d’Esquerres, por ejemplo, propone
intensificar las características federativas de España para mejorar la cohesión
general y la consideración de la diversidad del país, con la fundación de una
Cámara de las entidades federadas, un mejor reconocimiento de las lenguas
regionales, la clarificación de las competencias de los dos órdenes de gobierno
y la relajación de las leyes marco del Estado.
El reto es muy importante, no
solamente para las federaciones amenazadas por la secesión, sino para toda la
humanidad. Es fácil adivinar cuál sería la reacción en el mundo si una
federación democrática y descentralizada como Canadá se rompiera. De la difunta
federación se diría que ha muerto por una sobredosis de descentralización, de
tolerancia, en definitiva de democracia. "No sean tan tolerantes,
descentralizados y abiertos como lo ha sido Canadá", se diría,
"porque su minoría o sus minorías van a volverse contra ustedes, a
amenazar la unidad de su país, si no a destruirla".
La razón por la que me lancé a la
política en 1996 es justamente porque quiero oír lo contrario. Quiero que en
todo el mundo se repita: "Podemos confiar en nuestras minorías,
permitirles que se sientan realizadas a su manera, porque así reforzarán
nuestro país, exactamente como Quebec refuerza a Canadá".
La federación canadiense reúne a
gente y pueblos que no hablan todos el mismo idioma, cuya historia y
referencias culturales nos son siempre las mismas, pero que se respetan y se
ayudan mutuamente: es una baza inestimable y envidiable que tenemos que
aprovechar y preservar para las siguientes generaciones. Este es el mensaje que
nosotros, los canadienses, debemos enviar al mundo. Pero para ello, es preciso
comprender bien lo que significa el federalismo.
En efecto, el federalismo se
define por la autonomía de las entidades que constituyen la federación; pero
comprende también el uso compartido de los recursos, la puesta en común de los
esfuerzos y de las aspiraciones de todas las regiones y de todos los
ciudadanos. Su éxito exige que todos los niveles de gobierno afectados se
adhieran a una verdadera cultura de cooperación.
El federalismo es la fusión de la
libertad y la solidaridad: la libertad de cada gobierno de legislar en los
campos que le asigna la Constitución, y la solidaridad que une a todos los
gobiernos y a todos los ciudadanos con el propósito de promover el interés de
todo el país. Creer en el federalismo es querer apoyarse en la búsqueda
múltiple de soluciones, gestión a la que cada gobierno aporta su experiencia y
su punto de vista, de forma que se establezca una acción concertada. Creer en
el federalismo es apostar por la emulación positiva que suscita la interacción
de los gobiernos que buscan superarse e inspirarse entre sí, manteniendo una
fuerte solidaridad que refleja la de los ciudadanos de todo el país.
El federalismo requiere y
favorece al mismo tiempo el respeto de los derechos humanos, el imperio de la
ley, la búsqueda múltiple de las mejores prácticas, la solidaridad en el
respeto mutuo, valores compatibles con la democracia y que a su vez la
alimentan.
Un federalismo totalmente eficaz
es más que un sistema de gobernanza: se trata de un régimen que vincula el
aprendizaje de la negociación con el arte de la resolución de conflictos, más
allá de los complejos vericuetos de las relaciones intergubernamentales.
La apuesta del federalismo es
reconocer que en un país la diversidad no constituye un problema, sino una
oportunidad, una fuerza, un activo valioso. Es preciso que la federación
canadiense gane esta apuesta. Por supuesto, les dejo a ustedes mismos juzgar el
destino que desean para la suya.
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