Bloc democràtic contra bloc post-democràtic.
El adagio de Ortega, que mola mucho, y que va y dice
nadie-sabe-lo-que-pasa-y-eso-es-lo-que-pasa, ya sólo alude a la vida
privada a partir de las tantas, y no a la época. La época/el siglo XXI,
que empezó en 2008, ya posee descripciones, que parecen agruparse en dos
grandes bloques, no homogéneos, no definitivos, de extremos
difuminados, pero que chocan entre sí y crean beligerancia. Quizás somos
demasiado coetáneos al asunto para evaluar lo que supone ese
enfrentamiento nítido. Pero es trascendente: se está creando la agenda
política del siglo XXI, una agenda en la que, también lo sabemos, hay un
concepto central.
No es el reparto de la riqueza, no es el Estado del Bienestar, esos
dos objetos que modularon dos grandes tramos del siglo XX. Es algo
ubicado una casilla antes. Se trata del mismísimo concepto de
Democracia, que uno de los bloques reduce —jamás, la Democracia, en ese
sentido, ha estado tan agredida desde los años 40 del pasado siglo—, y
otro amplía.
Uno de esos dos bloques estaría integrado, con fricciones, matices y
contradicciones, por partidos, sindicatos, instituciones políticas y
objetos más extraños, como IBEX, UE, BCE o FMI. Su percepción es que
esto es una crisis económica que dificulta el pago de deuda. Para
garantizar ese compromiso, el Estado debe de reducir el gasto —con mayor
o menor severidad, según el opinante—. Para ello, se reduce el
bienestar durante un periodo de tiempo: hasta 2015-18, según los
partidos al iniciarse la crisis; por una década, dos o tres, según
diversas entidades financieras. Eso conlleva reformas políticas,
democráticas, emitidas por parlamentos. La democracia representativa, la
única posible, es eso y funciona. La corrupción son vergonzosos casos
aislados.
El otro bloque, amplio y no homogéneo, lo forma el post15-M, grupos,
personas, movimientos sociales, instituciones no estatales apolíticas,
como la PAH, y partidos con estructura aún no codificada. Defienden que
esto es una crisis financiera en la que se ha socializado el pago de
deuda privada. El Estado ha asumido ese pago como función.
A través de contrarreformas, se ha limitado el acceso a la crisis de
la banca, el alto empresariado/IBEX y la aristocracia política —la
crisis, según la OCDE, no ha afectado a ese 10%—. Y se ha sometido al
90% de la sociedad a paro, precariedad —con bajadas salariales de más
del 50% en algunos oficios—, expolio energético y bancario, y limitación
o exclusión del sistema sanitario —vía recorte— y educativo —vía
recorte y subida de tasas universitarias en una media superior al 60%—.
Esas contrarreformas son estructurales. Suponen el fin del Estado del
Bienestar, la forma de la democracia en Europa. Y sí, eso se ha hecho en
parlamentos, lo que obliga a una meditación sobre la soberanía —el
grueso de contrarreformas han sido sugeridas por entidades no
democráticas exteriores—, y sobre el mismísimo concepto de democracia:
¿es democrático un sistema que no atiende al 90% de su población? ¿A
quién representan los representantes que votan contra el 90%? La
corrupción estructural sería una de las respuestas. Una corrupción que
—casos Ferrovial, Palau, Bárcenas, ITV, Infanta...— podría ilustrar la
venta de políticas.
El choque entre ambas descripciones está ocasionando el nacimiento de
nuevos fenómenos. Por una parte, la Postdemocracia, en este paisaje
determinado por la deuda, está emitiendo un nuevo sistema de represión
—una política centrada en quitar derechos, salud, pensiones y estudios
universitarios a varias generaciones, hace intuir que la represión será
un gran fenómeno del siglo XXI—, a través de, en lo que es hasta
poético, de la misma deuda. Es decir, de la multa. La futura Ley de
Seguridad Ciudadana apunta a ello. Y los hechos: de 2012 a 2013,
Interior multó por más de medio millón de euros a personas —de alta
fragilidad económica, se supone— que protestaban contra las
contrarreformas.
Frente a estas aportaciones, el bloque democrático, a su vez, aporta
una reformulación de la Democracia. A través de la ampliación de la
Democracia hacia lo social, lo económico y lo territorial —el derecho de
autodeterminación, vamos—. A través de la ampliación de derechos
fundamentales. A través de una nueva forma de propiedad pública, que no
estatal: lo común. A través de una seria crítica a la representatividad,
con propuestas que combinan democracia representativa fiscalizada, con
democracia directa y/o tecnológica. A través de una cultura de control
del Estado. A través del impago de deuda. A través de un enfrentamiento
con la UE y de asumir, a la vez, la UE como la principal instancia. Y a
través de incipientes nuevas instituciones democráticas.
El uso de estos conceptos, ideas y vocabulario es lo que determina
salirse del bloque postdemocrático, y entrar o en el democrático.
Permiten saber si una asociación ciudadana o un partido son
postdemocráticos o democráticos. Suponen —tachán-tachán— la incipiente
agenda política del siglo XXI. Y, hoy por hoy, son la única garantía de
que los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad pervivan como marco
político. En el bloque postdemocrático, ya sólo son palabras.
Guillem Martínez, La agenda, El País, 26/03/2014
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