L'escàndol de la mort.
Las máquinas expresan a su
manera el espíritu de una época. “Ya sabes que no me gusta que me hagan
preguntas personales”, contesta un complejo programa informático
–después de unos segundos de silencio-, a la malvada pregunta ¿Qué opinas de la muerte?
Cierto, parece que la muerte ha pasado al capítulo de las cuestiones
intocables. Las residencias de ancianos, la sedación, el tanatorio, el
coma inducido y la morfina, el maquillaje del muerto, la mampara de
cristal que separa el cadáver de los que le habían querido… todo ello
contribuye a ampliar esa cinta se aislamiento que nos inmuniza de lo que
susurre en el mutismo de los muertos. Se ha dicho que antes no se podía
hablar del sexo y se hablaba continuamente de la muerte. Ahora parece
que ocurre exactamente lo contrario. Mientras tanto, la banalización de
la muerte –los mil cadáveres diarios en los informativos; la muerte del
arte, del hombre, del gran relato, de la historia- nos tapa el sentido
de lo que esa palabra nombra en mitad de la vida, incluso su vínculo
íntimo con el amor, el erotismo, la alegría, el miedo o el sexo.
Si la muerte todavía inquieta –la muerte natural, sin
verdugos ni víctimas- no es tanto como algo del pasado, respirando en la
sombra de los antepasados, o del futuro, el final que algún día me
espera, sino por la inescrutable ambivalencia de lo real, ahora, aquí,
en este presente bastante iluminado. Mientras el ordenador ronronea como
un gato en la sala clara, la muerte sigue alentando en la ambigüedad
espectral de esta escena. En cuanto atiendo al entorno inmediato, con
una cercanía a la cual casi nunca descendemos, el “otro lado” es el eje
de la situación en la que me encuentro. La desaparición que corroe el
corazón de toda apariencia, esta ancestral presencia de una ausencia, es
lo que de modo sutil o grosero usa un género de terror sin el cual,
mucho antes de Hitchcock, parece que nuestra cultura moderna no puede ya
dar un paso.
A pesar de todas las coberturas, sin embargo, ¿qué nos quema
todavía ahí, aquí? El misterio de la muerte es, en cierto modo, el
mismo que el de la infancia. En ambos casos nos encontramos con una
entidad que, estando en el centro de nuestras preocupaciones, se
encuentra infinitamente alejada de lo que solemos considerar un fenómeno
de estudio. Tal vez esto se debe a que las dos regiones se encuentran
demasiado cerca para ser estudiadas. También, acaso, por una
rotundidad que en ambas nos desborda. En el caso de la muerte, ¿cómo
analizar algo a cuyo contacto tiembla toda evidencia? Pocas páginas hay
más limpias y más difíciles de seguir, en un libro (Ser y tiempo)
del que los comunicadores han hecho mil caricaturas fáciles, que las
dedicadas a la muerte como la más alta posibilidad y tarea.
Un oro de la sombra, esa virgen, dice Borges en La cifra refiriéndose a la gran dama [28]. Virgen,
luego habría en la muerte un doble carácter de vértigo e inocencia que
perturba nuestras facultades. Hasta la dificultad de fijar el momento
clínico de la muerte –para usos familiares, policiales o judiciales-
dice algo de la intrincada la relación de la vida con la muerte, de la
ambivalencia de la muerte en la vida. ¿Vida mortal o muerte vital?, se
pregunta Juan de la Cruz. Y esto por no hablar del enigma del sueño, de
la vida como posible sueño con los ojos abiertos: en Shakespeare, en
Calderón, en Schopenhauer. Sin ninguna erudición, fijémonos solamente en
la complejidad fisiológica del coma: ¿siente algo el que está
in-consciente? O bien repasemos la estupefacción que provocan tantos
humanos que, a ojos vista, parecen haber muerto en vida, limitándose a pasear una sombra de lo que fueron, de lo que podrían haber sido. No, no está nada claro lo que sea la muerte.
Infancia. El misterio de un pasado que se pierde en el útero del
tiempo, por eso calla. O no para de hablar, lo que tal vez es casi lo
mismo. Una fragilidad de ser que, siempre que la atendemos, se presenta
cargada de futuro; tan peregrina hacia lo incierto, que todas las
fotografía de ella salen “movidas”, borrosas. Igual en cuanto a la
muerte, ya que cada vez que volvemos a ella nos mira con un perfil
distinto. Una cosa parece cierta. Se trata de dos palabras que nombran
algo que, lejos de situarse en un cómodo pasado superado, o en un futuro
que todavía no ha llegado, nos convoca más bien con una zona de sombra
que regresa en cada momento crucial, sea éste de revelación, de crisis,
de temor o de ensueño. De la infancia se ha dicho –pero lo mismo vale
para la muerte- que es la vacilación infinitamente adolescente que regresa en el umbral de cada decisión, en esos giros en los que nos jugamos la vida.
Y después está esa temible inocencia con la que insisten ambas
regiones de experiencia. Inocencia del no saber nada todavía, o del
saberlo todo y no tener por qué expresar nada. Epicuro recuerda que el
que va a morir abandona este mucho como un niño, sin saber nada, por
fin. De ahí el silencio de los muertos, el silencio –a veces tan
ruidoso- de los niños. Wittgenstein comenta (Tractatus, 6.521):
“La solución del problema de la vida está en la desaparición de este
problema. ¿No es ésta la razón de que los hombres que han llegado a ver
claro el sentido de la vida, después de mucho dudar, no sepan decir en
qué consiste este sentido?”. En los dos casos, muerte e infancia,
alienta una inocencia temible en la que lo peor es exactamente inimputable, pues no proviene de ningún mal en particular.
La vida mortal, el juego de la infancia. Ambos seres recuerdan: el
mal y el bien no son contrarios. El bien es solamente el mal empuñado,
escuchado, asumido. Pues el mal brota de la grandeza del bien, del
laberinto contingente de su necesidad cristalina.
En otras palabras, hay que morir cien veces en vida para conquistar
la inmortalidad. La muerte es sólo el precio del absoluto que es cada
existencia, un vivir que no puede medirse más que con su más íntimo
abismo. Aquello con lo que no se puede, no hay más remedio que
aceptarlo. Más aún, si es posible, amarlo. Tal vez por esta razón Simone
Weil escribe un día, al final de La gravedad y la gracia:
“La belleza es la armonía entre el azar y el bien”. Tras cada niño hay
un Frankenstein que está solo, que necesitaría jugar. Una monstruosidad
que, fatigada al ser mirada de cerca, un día puede llegar a sonreírnos.
Una pregunta ahora, tal vez un poco paranoica. Igual que hemos
invadido la infancia, corrompiéndola desde muy temprano con la
interactividad social, ¿estamos empujando también a los muertos a cabalgar
en el presente, a pasar al espectáculo social para que así nos ayuden
–ellos, que callaban- a ganar la batalla contra el misterio del tiempo?
Tal vez su silencio nos inquietaba, así que la memoria histórica, las
exhumaciones, las biografías, la constante revisión espectacular del
pasado, remueve hasta los huesos el silencio de los muertos. No sólo El
Cid ha ganado una batalla ajena después de muerto.
Si al poco de nacer el hombre es bastante viejo para morir, como dice
Heidegger citando a Böhme, también es cierto que mucho después de haber
nacido el hombre sigue siendo un niño ante la muerte. Incluso esperada,
ésta tiene siempre algo de escandaloso.
La muerte es un escándalo, pero también lo es hasta qué punto todo
sigue “igual” después de ella, a veces incluso mejorando las cosas. Se
ha comentado cien veces cómo se agiganta la proyección de un ser humano
–Amy Winehouse- tras su muerte, como si los árboles cotidianos nos
tapasen el bosque de una vida. Incluso la realidad del suicidio –mucho
más frecuente de lo que parece, también tras accidentes simulados-, un
suicidio que no se excluye del mundo animal –la corza que se escapa,
haciéndose visible para alejar a los perros que amenazan sus crías-, no
deja de ser indicativa de esa posibilidad afirmativa de la muerte.
Indignación, Ensayo sobre el día logrado, Cartas a un joven poeta, Aprendizaje.
La dificultad de la poesía, de la filosofía o la literatura –y
probablemente, también de la religión- es la redondez infantil de la
muerte, su inocencia. A diferencia de todo lo que llamamos información,
la dificultad de la verdad mortal es volverse a una cercanía para cual
nunca tenemos conceptos.
Ignacio Castro Rey, Muerte e infancia, fronteraD, 15/03/2014
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