La necessitat de la penombra.
Cerrar los ojos, descansar de
lo sensible, retirarse de esta incesante precipitación que nos rodea.
Retirarse, dormir, pasar al corazón en reposo del mundo. Si el sueño es
imprescindible, incluso con los ojos abiertos –lo que llamamos
distracción, cansancio, duermevela-, es porque la sombra, casi como
nuestro hueso, es necesaria para la carne de todo percibir. Tomar
distancias es imprescindible para captar la distancia desde la que se
forma el día. Lo sensible viene de la noche y el hombre, para
comprender, debe imitar esa metamorfosis. De ahí que asociemos los
problemas de insomnio con dificultades con la noche del día, con la
tiniebla que es útero de la luz. Al mismo tiempo, si es posible estar
quieto y no sentirse prisionero, si es posible retirarse y pensar el
mundo desde lejos, es porque el corazón de lo exterior es lo interior.
No es extraño por esto que los hombres que no tienen buena relación con
la humildad de las sombras acaben fallando en la vida pública. En todo
contemplador –es el caso de Simone Weil, de Jünger- cabe un hombre de
acción, pero lo contrario no es cierto.
“No se harta el ojo de ver, ni la oreja de oír”, dice Kempis en Imitación de Cristo.
Hay que dejar de ver para ver, es necesario dejar de oír para oír. El
retiro, el secreto de un retiro es imprescindible para ser fieles a lo
sensible. El negro de la pupila significa solamente que nadie, ni el
individuo ni ninguna sociedad, pueden ver
el ojo desde el cual se mira. Hay un principio de ceguera que permite
la visión, un principio de incertidumbre que permite las certezas. Un
silencio que permite el lenguaje, una noche anterior al día.
Wittgenstein tal vez tiene razón al decir “No hay enigma”, puesto que el
misterio se confunde con la radiación del día.
Sólo por la distancia que separa a mi ojo de mi ojo es posible ver.
En contra de lo que pensaba Kant, la sensibilidad no funciona porque en
ella haya concepto. Al contrario, la percepción funciona porque de algún
modo nunca tenemos, a la hora de sentir, un concepto suficiente. De
manera que los sentidos funcionan por simple desbordamiento. Si
ves algo, sobre todo si va a ser memorable, es debido a una pequeña
herida en la pantalla protectora de los conceptos. En este aspecto, toda
sensibilidad es ciega en su centro, parte de un temblor de
ceguera, de un punto de sordera. Y es tal eje nocturno de nuestra
experiencia, el hecho de que la sombra se adelante al cuerpo –digamos,
el hecho de que el corazón siempre sea intelectualmente superior a la cabeza-, lo que nos proporciona visión y escucha.
Para vivir, para mirar, para sentir
algo –un poco más que nada, algo o alguien distinto- hace falta mantener
un compromiso moral con lo no humano. Es como si el poeta Gary Snyder,
al hablar en estos términos, se refiriese a una relación personal
con la noche y las sombras de lo informe. Como si siempre fuera
necesario partir de un trauma originario, un grito anterior al sentido,
un monstruo anterior a la calma. Siempre hay un Frankenstein detrás de
cada niña, un ser que está solo y necesita hablar. Tal vez por esta
certeza pueril a Zaratustra le gustaba mirar de noche "el rostro de las
cosas dormidas". ¿Hay rostros, rastros, aspectos y matices que sólo se
muestran cerca de la noche? Las revelaciones necesitan un crepúsculo,
aunque sea en mitad del día.
Escuchamos desde un registro de silencio, del mismo modo que vemos
desde una zona de sombra. El ojo es oscuro por dentro, mira desde el
pozo de la pupila, como si esa “puesta en abismo” del iris representara
una ceguera primordial sin la cual no se puede vivir nada ni recordar
nada. Para ver es necesario cerrar los ojos, apartarse, tomar
distancias, ya que un exceso de luz nos tapa el bosque de los detalles.
De ahí que, a diferencia de una televisión que funciona con la hipnosis
del movimiento constante y las luces continuas –ya no se apaga nunca,
para que no surjan más Poltergeist-, el cine necesita una sala
en penumbra, el claroscuro de un público no familiar, una cámara oscura
que proyecta desde atrás y hacia la que no te puedes volver. El cine
reproduce la noche del día, una grieta invisible que construye el
resplandor de todas las pantallas, cielos, ventanas, telas del día. Sin
unas décimas de segundo de retraso entre fotograma y fotograma, no
habría lo que llamamos memoria óptica. Tampoco esa ilusión de volver a
soñar el día con los ojos abiertos.
Bajo cuerda, el negro de la pupila se extiende en la profunda
ambivalencia de todos los objetos diurnos. Hijas de la noche, la sombra
no sólo rodea por fuera a las cosas, también por dentro: en sus grietas,
sus ángulos, sus caras cambiantes, su ambigüedad. Incluso al mediodía,
las cosas reverberan con una saturación que asume la sombra dentro, en
la tensión de los semblantes. Así ocurre en las visiones de De Chírico,
de Dalí, de Sokurov o Bill Viola. Es poco más o menos lo que Lacan
llamaba objeto a, pero expandido al común horizonte perceptivo. Aunque la terminología de Leibniz es más sencilla: la mónada es cada cosa vista como vértice del universo, sosteniendo una individuación sin sujeto que emite desde su fondo sombrío.
El mediodía integra la sombra en la hiperrealidad onírica de los
objetos, en la ardiente soledad de las cosas que nos miran. Es frecuente
que todos los que ven, no digamos los videntes, provengan de
una biografía traumatizada, tocada por la noche. La noche agudiza los
sentidos, los sonidos, los matices del sueño. Nietzsche, que siempre ha
reconocido la importancia de sus padecimientos físicos y psíquicos en
las visiones que podía tener a plena luz, comenta el caso de ciertas
culturas que cegaban a sus aves favoritas para que éstas cantasen mejor.
Lo que recibe el color es lo incoloro, lo que recibe el sonido es lo
insonoro, recuerda Aristóteles. El sonido también necesita un hueco, una
región de silencio. Y es muy posible que el negro de la pupila sólo sea
el signo de un apagado necesario en cada sentido, un punto
cero de ceguera o sordera sin el cual cada sentido permanece inactivo.
Sin esa pequeña noche, los sentidos no pueden emitir, al menos en
relación al conjunto de lo que llamamos sentido. Habría entonces un problema de umbral, es cierto, más abajo del cual no se percibe. Pero también una solución, una potencia de umbral, una necesaria umbría
por encima de la cual no se ve ni se oye nada. La visión necesita
cierto desierto visual y auditivo. El sonido necesita el silencio. ¿No
nos ocurre hoy lo contrario, no estamos un poco cegados o ensordecidos
por un exceso de día?
Se mira desde un imperceptible parpadeo (Augenblick), un
instantáneo cerrar los ojos. Si falta esa sombra ya no podemos decir que
se mira. ¿Se mira en el centro de nuestras gigantescas megápolis? No,
nadie mira. Simplemente se reconoce, se localiza, se identifican
personas y cosas desde modelos previos, siguiendo el esquema de un
observatorio más o menos militar. La primera víctima de nuestra intensa
luminosidad civil es la percepción.
En tal aspecto, la pupila sigue representando el atraso, el
subdesarrollo atemporal que es necesario para mirar y oír. Cantando las
excelencias de un necesario retiro, luchando contra la depresión
perceptiva propia de la actualización interactiva, Handke escribe:
“recordar a todo el mundo el cansancio más propio, el cansancio que
narra (…) el cansancio proyecta en el otro, aunque yo no sepa nada de
él, su historia”. Fijémonos en el aspecto de la gente en el metro, tras
un día entero de trajín y luminosidad incesantes. Es tal el
ensimismamiento de esa humanidad agotada, en parte por el cruce de los
mil mensajes diarios, que resulta prácticamente impune pasear la mirada.
El automatismo interiorizado de las conductas hace muy fácil pasar
desapercibido, imitando incluso la simulación en cualquier clase de
escenario. Debido a que la presencia real está sumergida en una
creciente clandestinidad, nunca fue tan fácil como hoy escrutar, espiar,
estar y no estar. Por la misma razón, debido a este carácter sumergido
de lo real, no siempre es alegre observar con un pie fuera. Bajo nuestra
organización espectacular de la ceguera el mundo sigue, transfigurado, y
a veces de manera muy triste. Es tal vez una razón más para no
observar, para no atender a vida real y refugiarse, en un perpetuo
bucle, en nuestros infinitos pasillos interiores.
Es posible que una de las diferencias entre la mentalidad analógica y
la digital –antes una metafísica que una tecnología- sea la tolerancia
de la primera hacia esa región atemporal de sombra. Por el contrario,
habría en las tecnologías numéricas una aversión puritana a las grietas,
a la duda y su línea de sombra, a esa oscilación aproximativa sin el
cual no se forma ninguna experiencia real. Probablemente es esta
ingenuidad de la definición numérica, la impotencia para la forma de la indefinición,
lo que hace que la definición digital sea un poco más plana, insulsa y
carente de matices, que la alta definición de la noche en el día. Es
posible incluso que las tecnologías numéricas –en el sonido y en la
imagen- estén buscando desesperadamente, desde hace tiempo, la forma de
reproducir esa imperfección real sin la cual ningún impacto neuronal es
posible.
En otras palabras, la relación con la duda es, en pleno día y en un
orden puramente perceptivo, un buen índice de alta definición. Y una
vuelta de la indefinición que no nos deja, un regreso de su lugar
primordial en cualquier mediodía. Como diría Omar Khayyam, la noche es
el párpado del día. El mito platónico de la caverna parte
también de la necesidad de la penumbra. Platón tal vez quiera
recordarnos la importancia de una zona de sombra para tener alguna
noticia del sol, para poder distinguir algo. Como si la sombra fuera
nuestra escena originaria, el punto de partida necesario para iniciar
cualquier expedición por las afueras. Es frecuente de hecho que todos
los que ven, no digamos los videntes, provengan de una biografía traumatizada, agrietada por irregularidades, tocada por la noche.
Las crisis agudizan los sentidos, los sonidos, los matices del sueño
diurno. La disposición para la pequeña –o no tan pequeña- crisis de la
duda lleva la profundidad nocturna al día, imprimiéndole giros
sensitivos, subvirtiendo sus luces. El vuelo del águila, diría otra vez
el portavoz moderno de Zaratustra, necesita el sigilo de la serpiente.
De otro modo, lo sabemos, ponemos en pie una mirada demasiado aria,
que se acaba cegando criminalmente por su falta de sombras. Necesitamos
la grieta judía, algo que no es de este mundo para que los hombres se
puedan sentir hermanos, hijos de la misma noche.
Ignacio Castro Rey, Sobre la pupila, fronteraD, 08/03/2014
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