Neurociència i responsabilitat (Nikolas Rose).
¿Hemos dejado de pensarnos como seres psicológicos, para pensarnos como
seres neurobiológicos?
Alain Ehrenberg afirma que nos hemos convertido en «sujetos cerebrales».
Ehrenberg lo interpreta, en parte, como una pugna entre dos modos de comprender
e intervenir en el comportamiento humano: el psicodinámico y el neurobiológico.
Fernando Vidal sostiene que nos hemos desplazado de un régimen de
«personalidad» a un régimen de «cerebridad» (brainhood), en el que el estatus de ser persona y el de tener un
cerebro son ahora idénticos: las personas son sus cerebros. Emily Martin —una antropóloga que
escribió un muy buen libro sobre el trastorno afectivo bipolar: Expediciones
bipolares— ha denunciado con ahínco lo que entiende como «neuro-reduccionismo»:
reducir la persona a su cerebro. Como antropóloga, cree que de esta forma lo
que se pierde es la cultura, el sentido, el lenguaje, el significado. Aquellos
que estén familiarizados con la antropología recordarán una frase de Clifford Geertz: «los seres humanos son
criaturas en redes de significado que ellos mismos han tejido». Para Geertz, así como para otros
especialistas en ciencias humanas, no es la biología, ni la neurobiología sino
el significado, el lenguaje, la cultura lo que hace que los hombres sean
humanos. Emily Martin señala que el
neuro-reduccionismo borra, suprime y oscurece todos los aspectos que sabemos
que hacen a los hombres humanos.
No creo que la neurociencia contemporánea piense a los seres humanos como
«simples cerebros con patas». No creo que la cultura, el sentido, el
significado, ni tan siquiera lo psicológico, lo mental hayan desaparecido en
los argumentos de la neurobiología contemporánea. Los humanos no somos
concebidos como cerebros, sino más bien como personas con cerebros. Por lo
tanto, no se trata de que «seamos nuestro cerebro» sino de que estamos
moldeados por nuestro cerebro al mismo tiempo que él es moldeado por nosotros.
Y, por ende, somos responsables, colectiva e individualmente, del cuidado de
nuestro cerebro. En realidad, lo que estamos viendo es una extensión al cerebro
de los argumentos que habían sido aplicados a nuestro cuerpo: cuida de tu
cerebro, sé responsable de tu cerebro, y familiarízate con él. Tienes que ser
una especie de mánager de tus estados neuronales. Si tu cerebro es flexible,
maleable, entonces no puedes dejar que otros garanticen que sea moldeado
correctamente. Debes asumir esta tarea tú mismo y debes aprender las técnicas y
las tecnologías de tu propio yo neurobiológico. Por poco que navegues por
Internet descubrirás docenas de tecnologías que están a tu disposición para
ayudarte a cuidar de tu cerebro. Por tu propio bien, y para liberar a los demás
de la carga de tus trastornos cerebrales, puedes entrenar tu cerebro, puedes
llevarle al gimnasio, puedes probar una dieta cerebral. Hay multitud de cosas
que puedes hacer, parece, para cuidar de tu cerebro, o lo que quizás sea más
importante, para cuidar del cerebro de tus hijos. Debemos asumir una nueva
forma de responsabilidad, especialmente las mujeres, las madres que deben
alimentar el cerebro de sus hijos porque, si no lo hacen, sus cerebros pueden
verse afectados para el resto de sus vidas y esto, a su vez, puede afectar el
modo en el que ellos van a tratar a sus propios hijos. Tal vez —si
generalizamos a partir del estudio sobre epigenética en roedores de Michael Meaney — estos efectos se irán
transmitiendo de generación en generación.
Muchos afirmaron que la neurociencia transformaría el sistema legal por
completo. Pero el caso es que ni tan sólo en los Estados Unidos —donde uno
esperaría encontrar los últimos avances— esto se ha confirmado. Defenderse con
algo así como «Fue mi cerebro quién me llevó a hacerlo, señoría» no parece
haber cuajado. El sistema legal continúa funcionando sobre el presupuesto de
que los seres humanos son criaturas con una mente, con intenciones y que asumen
las consecuencias de sus actos, a menos que algo muy grave les ocurra. Y, ¿qué
hay de la neuroeconomía? Algunos sugirieron que la neurociencia iba a desafiar
la noción de agente racional que está en la base de la teoría económica, pero
no necesitábamos que la neurociencia nos informara de que no somos agentes
racionales. La economía ha continuado su curso sin tener en cuenta la evidencia
de cómo los seres humanos reales tomamos nuestras decisiones, y así seguirá. ¿Y
la neuroeducación? La mayoría de profesores están de acuerdo en que la práctica
educativa debería basarse en un conocimiento del cerebro. Pero no parece que
esto tenga un impacto real más allá de insertar en un nuevo marco el ejercicio
de la docencia. Por supuesto, en algunas áreas el impacto es más evidente. Una
de estas podría ser la de las políticas de «identificación e intervención» a
las que me referí anteriormente. Otra sería el aparato militar y de seguridad
que ha sido un área clave para la investigación y la experimentación en las
ciencias de la vida. Lo mismo es cierto de la neurociencia: si desean ver
funcionar un Interfaz Cerebro-Máquina (ICM) vayan, en primer lugar, a la
Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa (DARPA) de los EUA.
Nikolas Rose, La
neurociencia y sus implicaciones sociales, en El transfondo biopolítico de la bioética, Anna Quintanas eds.
Documenta Universitaria, Girona 2013
Transcripción del seminario que el autor realizó en la
Universidad de Girona el 7 de octubre de 2011 (sesión tarde)
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