La virtut i la bellesa.

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En sus recientes declaraciones ante el juez, la infanta Cristina aludió a la demanda que le hizo el Rey de que abandonara los negocios relacionados con Noos “por razones estéticas”. “Por razones estéticas y de imagen” fueron sus palabras. No me parece en absoluto equivocada la referencia a la estética como móvil de conducta, pero siempre que esta consista en algo más que en salvar las apariencias, algo más que quedar bien y conservar la reputación social, valores más seductores, pero también más superficiales, que el autodominio o el conocimiento del deber ser. Cuando nos referimos a la estética para justificar lo que hacemos ¿qué queremos decir?

Traigo a colación la referencia a la estética como norma de conducta para explicar una relación que siempre me ha parecido interesante. Se remonta a los griegos y, en especial, a Aristóteles, cuya concepción de la virtud vincula lo bueno y lo bello. A su juicio, la persona virtuosa es aquella que no solo conoce el cómputo de virtudes establecidas y procura adecuar su manera de ser a lo que éstas expresan —ser prudente, valiente, temperante o justo—, sino que abraza ese modo de vivir porque, además de bueno, lo encuentra bello.

El hombre bueno despertaba admiración entre los griegos porque sus actos eran también hermosos. Es una forma de unir sentimientos y razón: quien actúa bien lo hace porque le gusta hacerlo, no solo porque así está mandado. La conexión es importante porque afecta a la motivación de la conducta moral que consiste en sentirse bien con el cumplimiento de las normas aceptadas como justas y, a fin de cuentas, con uno mismo.

Dado que, para los griegos, la ética era una cuestión de hábitos, entendían que, al habituarse a actuar de acuerdo con la virtud y a rechazar el vicio, el ser humano acababa encontrando satisfactoria e incluso placentera esa manera de ser. El proceso civilizatorio ha ido produciendo de esta forma las normas de etiqueta o de buena educación, como ha explicado admirablemente Norman Elias. Una vez inculcadas y asimiladas por la persona, esta las convierte en un elemento tan intrínseco a su ser que, por estética, y no solo porque son normas, no renuncia a ellas.

Pero hoy me temo que el ideal griego de la vida bella y buena, o bella porque es virtuosa, suena a música celestial. La sociedad liberal, más aún la neoliberal, ha ido prescindiendo de muchas normas a medida que el individuo iba ganando espacios de libertad. No hay que dudarlo, es un progreso. Ya Tomás de Aquino había dicho que no todos los vicios deben estar prohibidos, solo los más graves. La verdadera autonomía de la persona se muestra cuando esta actúa con criterio propio y no porque una ley se lo prescriba. Es cierto que hemos avanzado en el recorte de prohibiciones, que el Código Penal ha reducido delitos, que admitimos costumbres de remota procedencia sin estremecernos. El derecho está solo para fijar los límites que en ningún caso debieran traspasarse porque, de hacerlo, se vulneran valores éticos fundamentales.

Hace años, con el objetivo de que la cultura ética impregnara la vida pública, el Reino Unido encargó a una comisión que estableciera las normas de conducta que debían gobernar la Administración pública. La comisión fijó siete grandes principios, equivalentes a lo que los griegos llamaron virtudes. Para explicarlos, el presidente de dicha comisión, lord Nolan, quiso subrayar que lo importante no era consensuar grandes palabras, sino hacerlas efectivas en la práctica. Para lo cual, añadía, hacen falta “ley y modales”.

“Modales”, una palabra en desuso donde las haya, que alude a las maneras de ser y de hacer coherentes con los principios que uno dice creer. Maneras de ser que se adquieren por la educación y la cultura existentes en la sociedad. A esa cultura los griegos la llamaron ethos, raíz de la palabra “ética”.

Cuando la cultura ética está firmemente establecida y el marco de principios fundamentales no solo se positiviza en las leyes sino que es interiorizada por las personas y forma parte de su entorno habitual, las conductas se adhieren de forma natural a esos deberes. No hacen falta muchas normas ni ir en busca de la reputación social por otras vías porque la integridad y la coherencia entre los principios y la práctica se muestra por sí misma. No hace falta que la mujer del César se esfuerce por parecer honrada si la honradez es algo tan consustancial a su ser que no solo es honrada habitualmente sino que le repugna dejar de serlo.


Si la decencia y la honradez impregnan las conductas, la propaganda y el marketing para demostrar el buen hacer están de más. La buena imagen no es otra cosa que un subproducto del buen actuar. Así, será del todo inútil que nos empeñemos en difundir una “marca España” con los mimbres que de momento tenemos. La corrupción y la degeneración democrática hablan de unas clases dirigentes más viciosas que virtuosas. Solo cuando el vicio desaparezca, la marca España se mostrará por añadidura.

Victoria Camps, Ética y estética, El País, 11/03/2014

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