Vi i filosofia.






El estereotipo del filósofo es el de un señor encerrado en su biblioteca, rodeado de libros, que escribe sobre temas esotéricos como el alma, la esencia o la muerte. Pero a menudo se han ocupado de asuntos más terrenales, entre ellos el alcohol. ¿Podemos beber? ¿Cuánto? ¿Por qué uno prefiere una copa de priorat y otro una de rioja? Y, más en general: ¿tiene sentido que un filósofo se ocupe de un cóctel?


A veces se olvida que en los comienzos de la filosofía está el vino: El banquete, de Platón, es la conversación entre Sócrates y algunos de sus amigos durante una cena en la que esta bebida ocupa una parte central. Y que también nos recuerda que la filosofía es una actividad más social de lo que parece, en la que la conversación y el intercambio de ideas es una parte fundamental.


Tiene sentido que entre los textos fundacionales de la filosofía occidental haya uno que dedica unas cuantas líneas al vino, al menos si tenemos en cuenta lo que escribe el filósofo canadiense-estadounidense Edward Slingerland en Borrachos (Deusto, 2022): el alcohol nos ha ayudado a construir la civilización porque facilita la creatividad, la confianza y la cooperación con extraños, lo que incluye las conversaciones filosóficas.


“El alcohol hace varias cosas al mismo tiempo”, explica por videollamada: reduce la actividad de la corteza prefrontal, que es la región del cerebro que planifica y evalúa riesgos y beneficios. Esto nos ayuda a pensar de forma más creativa y nos anima a compartir ideas que sobrios nos callaríamos. Al mismo tiempo, nos anima a ser más sociables porque con una copa nos gustan más los demás y nos gustamos más a nosotros mismos.


Pero sin pasarse: Sócrates y Confucio podían beber toda la noche sin emborracharse. Sin embargo y como recuerda Slingerland, estos casos excepcionales son un recordatorio de que nosotros sí necesitamos límites: “Desde que tenemos alcohol, hemos estado preocupados por sus efectos”.


La moderación es un consejo constante de los filósofos. En sus Problemas, Aristóteles trata algunos de los efectos del vino, incluidos el mareo, la locura y por qué la col calma la resaca. No prohíbe beber, sino que recomienda mesura. Barry C. Smith, director del Instituto de Filosofía de la Universidad de Londres y autor de Questions of Taste: The Philosophy of Wine (Cuestiones de gusto: La filosofía del vino; sin traducción al español, 2007) explica que esta moderación está relacionada con la ética aristotélica, en la que las virtudes son el punto medio entre dos vicios. Por ejemplo, la templanza (dos copas) se sitúa a medio camino entre el desenfreno (cinco copas) y la insensibilidad (cero copas).


El alcohol también se integra en el pensamiento medieval y cristiano. El sacerdote dominico y profesor Tomás de Aquino le dedica unas páginas al vino en su Summa Theologica, el mismo libro que recoge las cinco vías para demostrar la existencia de Dios. Aquino defiende que beber no es pecado, “salvo como consecuencia del excesivo deseo y uso”. Se bebía también en los monasterios, que tenían viñedos o elaboraban cerveza. Y la mejoraban: se le atribuye a la abadesa y filósofa del siglo XII Hildegarda de Bingen la idea de añadir lúpulo para aromatizarla y conservarla mejor.


Hay que tener en cuenta que durante gran parte de nuestra historia bebíamos alcohol incluso para desayunar, hombres, mujeres y niños: en el sur de Europa se tomaba vino, a menudo rebajado con agua, y en el norte, cerveza, con menos alcohol que la actual. Aun así, el temor a los excesos ha llevado a la prohibición, como en la ley seca estadounidense o en el islam. En el caso de esta religión, la censura ha variado dependiendo del lugar y del momento histórico, y también de las excusas que se inventara cada uno: por ejemplo, Averroes (1126-1198) insistía en que el islam prohíbe el vino porque provoca peleas y maldad: “Yo estoy protegido de esos excesos por mi sabiduría. Lo tomo solo para afilar mi ingenio”.


Como apunta Slingerland, darse a la bebida no es, ni mucho menos, la única manera de liberar el pensamiento creativo. Y es una de las más peligrosas, sobre todo por dos fenómenos relativamente recientes: la bebida en solitario y los destilados, que se empezaron a popularizar en Europa a partir del siglo XVII y con los que pasamos de una cerveza de 4 o 5 grados a una ginebra de 40. En los peligros del alcohol cayeron algunos filósofos, como el situacionista Guy Debord, que se suicidó en 1994, enfermo de una incurable polineuritis alcohólica.


Muchos pensadores no necesitaron beber para escribir, como Friedrich Nietzsche, que en El ocaso de los dioses afirma que Alemania es el país donde más se ha abusado de “los dos grandes narcóticos europeos, el alcohol y la cristiandad”. O Henry David Thoureau, que en su Walden asegura que “el agua es la única bebida para un hombre sabio: el vino no es un licor tan noble”, y recuerda con desagrado una cena en la que le dieron un discurso sobre la estupenda cosecha del vino que bebían, en una muestra de que el postureo enológico tiene una larga historia. 


Jaime Rubio Hancock, Los filósofos en el bar ..., El País 27/06/2025



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