Ja portem més de dos segles sentint la mateixa cantarella: la nostra societat es descompon (Gilles Lipovetsky)
La ética puede estar bajo los focos, pero la opinión pública no oculta su pesimismo. El sentimiento que domina incuestionablemente es el de la descomposición moral: a comienzos de la década de 1980, dos tercios de los europeos creía que la ayuda entre las personas no dejaba de retroceder, el 60 % consideraba
que no se debe tener confianza en los demás; en la actualidad, una amplia mayoría de los franceses considera que su país está a punto de volverse racista. Sea cual sea el lugar ocupado por el tema del despertar de la ética a ojos de la opinión pública, son mucho más característicos del momento actual el hundimiento de los ideales y la decadencia moral.
Claro que, en cierto sentido, no hay nada nuevo bajo el sol. Desde hace por lo menos dos siglos, cada generación conjuga con más o menos virulencia la idea de disolución de los valores y quebrantamiento de las costumbres. Hoy como ayer puede oírse la misma cantinela sobre el mundo moderno entregado a la
violencia, al egoísmo, a los conflictos de intereses. Apenas han cambiado las palabras: en el siglo XIX se hablaba de nihilismo, en la actualidad de «barbarie» y permisividad; en el período de entreguerras, Thierry Maulnier acusaba a la Francia «corrompida hasta los huesos» de ser «una nación de estafadores, de eunucos y de granujas», en la actualidad se fustiga al Occidente opulento contaminado por el «espíritu muniqués» y una gran mayoría de los franceses consideran a los hombres políticos corrompidos. Es como si las sociedades modernas no pudieran representarse a sí mismas más que a través de la tragedia de la decrepitud moral, ese eterno regreso de la ideología democrática.
Esta continuidad secular del sentimiento de decadencia no debe, sin embargo, anular los cambios que se han producido. Hasta ahora la crisis de los valores iba a la par con el proyecto voluntarista de rearme moral de los individuos, con el culto del deber y la fe en las pedagogías virtuosas. Se ha pasado una página: la época posmoralista es aquella en la que ya no se cree en la exigencia de una educación moral elevada, en la que inculcar principios morales superiores no es más que un objetivo marginal de la educación dada a los niños.
En el momento mismo en que desde todas partes aumenta la angustia de la degeneración moral, nuestra época ya no tiene fe en el imperativo de vivir para el prójimo, en el ideal preponderante del semejante. El individuo contemporáneo no es más egoísta que el de otros tiempos, expresa sin vergüenza la prioridad
individualista de sus elecciones. Lo nuevo, aquí está: ya no es verdaderamente inmoral pensar sólo en uno mismo, el referente del yo ha ganado carta de ciudadanía, sea cual sea el entusiasmo suscitado por los shows de la bondad catódica. Es verdad que son numerosos los padres que desean que los maestros puedan volver a dar instrucción moral y cívica. Pero ¿qué significación hay que darle a este deseo cuando se comprueba el hundimiento de la moral en los valores trasmitidos por los padres y la poca autoridad que tiene hoy el deber de consagrarse a los otros? La honestidad, la cortesía, el respeto a los padres: sin ninguna duda. ¿La obligación de darse? ¿El sacrificio propio? Con seguridad, no. En nuestras sociedades, el altruismo erigido en principio permanente de vida es un valor descalificado, asimilado como está a una vana mutilación del yo: la nueva era individualista ha logrado la hazaña de atrofiar en las propias conciencias la autoridad del ideal altruista, ha desculpabilizado el egocentrismo y ha legitimado el derecho a vivir para uno mismo. Se sabe que a los ojos de la moral ideal, el yo no tiene derechos, sólo deberes: la cultura posmoralista trabaja manifiestamente en sentido contrario, incrementa la legitimidad de los derechos subjetivos y mina correlativamente la del deber hiperbólico de la devoción.El espíritu de sacrificio, el ideal de preeminencia del prójimo ha perdido credibilidad: más derechos para nosotros, ninguna obligación de dedicarse a los demás, tal es en términos abruptos, la fórmula del individualismo
cabal.
Gilles Lipovesky, El crepúsculo del deber, Barcelona, Editorial Anagrama 1994, págs. 129-131

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