El perdedor radical III: qui conspira contra mi?





¿Quiénes son, pues, esos agresores anónimos y superpoderosos? Responder a esta punzante pregunta desborda a ese ser singularizado, reducido a sí mismo. Si no le sale al paso un programa ideológico, su proyección no encuentra ningún objetivo social; lo busca y lo halla en el entorno cercano: el superior injusto, la esposa rebelde, los niños vociferantes, el vecino maligno, el colega intrigante, la autoridad tozuda, el facultativo que le niega el certificado médico, el profesor que le pone malas notas.

¿Y no habrá también maquinaciones de un enemigo invisible y sin nombre? En este caso, el perdedor no tendría que confiar en su propia experiencia y podría echar mano de lo que ha escuchado en alguna parte. A los menos les es dado inventar una quimera aprovechable para sus fines. Por eso, el perdedor aprovecha el material que flota libremente en la sociedad. No es difícil localizar a los poderes conminatorios que le tienen ojeriza. Se trata generalmente de los inmigrantes, servicios secretos, comunistas, norteamericanos, multinacionales, políticos, infieles. Y casi siempre de los judíos.

Semejante proyección es capaz de aliviar al perdedor por un tiempo, pero no puede calmarlo de verdad. Pues a la larga resulta difícil afirmarse frente a un mundo hostil y es imposible disipar total y absolutamente la sospecha de que pueda haber una explicación más sencilla de su fracaso, a saber, que tenga que ver con él, que el humillado es culpable de su humillación, que no merezca en absoluto el respeto que reivindica y que su vida no valga nada. Identificación con el agresor es como los psicólogos llaman a esa mortificación. Pero ¿quién se aclara con esos conceptos peregrinos? Al perdedor no le dicen nada. Y si su vida ya no tiene valor, ¿cómo van a preocuparle las vidas ajenas?

“Tiene que ver conmigo.” – “Los otros tienen la culpa.” Los dos argumentos no se excluyen. Al contrario, se retroalimentan según el modelo del circulus vitiosus. Ninguna reflexión puede liberar al perdedor radical de ese círculo diabólico; de él saca su inimaginable fuerza.

La única salida a su dilema es la fusión de destrucción y autodestrucción, de agresión y autoagresión. Por un lado, el perdedor experimenta un poderío excepcional en el momento del estallido; su acto le permite triunfar sobre los demás, aniquilándolos. Por otro, al acabar con su propia vida da cuenta de la cara opuesta de esa sensación de poderío, a saber, la sospecha de que su existencia pueda carecer de valor.

Otro punto a su favor es que el mundo exterior, que nunca quiso saber de él, tomará nota de su persona desde el momento en que empuñe el arma. Los medios de comunicación se encargarán de depararle una publicidad inaudita, aunque sólo sea durante 24 horas. La televisión se convertirá en propagandista de su acto, animando de ese modo a los émulos potenciales. Como se ha demostrado, particularmente en los Estados Unidos de América, ello representa una tentación difícil de resistir para los menores de edad.

Hans Magnus EnzensbergerEl perdedor radical, Letras Libres 31/01/2007

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